Cinco claves para entender las luces y las sombras del milagro ruandés 20 años después del genocidio.

Jóvenes ruandeses se pasan unos a otros la "llama del recuerdo" al llegar al distrito de Rubavu, donde miles de tutsis fueron asesinados durante el genocidio. La llama está haciendo un recorrido por todo el país desde enero de 2014. El 7 de abril llegará a Kigali, fecha del 20º aniversario del genocidio.

Ruanda no se puede despegar del horror. Su historia reciente sufrió un tajo tan enorme hace 20 años que es casi imposible descifrar su presente sin esa cicatriz con forma de genocidio atroz. Ocurre algo similar en Suráfrica, donde prácticamente todo se lee con los renglones de los tiempos del apartheid. No es necesariamente justo. El 61% de la población ruandesa no había nacido o tenía menos de cuatro años cuando la muerte asoló el país. Ruanda es una sociedad de presente y, sobre todo, de futuro. Estas son las claves para entender sus luces y sus sombras. Y hay muchas de ambas.

Wifi y eficiencia en los Grandes Lagos. Hace unos meses, los guardias de seguridad del aeropuerto de Kigali, capital de Ruanda, se tensaron en sus puestos de vigilancia. Un grupo de jóvenes se habían reunido en el hall del edificio con ordenadores portátiles bajo el brazo y los gendarmes temían que estuvieran tramando algo. Al pedirles explicaciones, su respuesta fue la definición de un país: los exámenes de fin de curso se acercaban y habían venido a conectarse al wifi gratuito y veloz del aeropuerto.

Ruanda funciona. Desde los detalles hasta la sala de máquinas. Kigali es la ciudad más limpia de África –las bolsas de plástico están prohibidas y cada último sábado de mes toda la población está obligada a barrer las calles– y, algo insólito en el continente, incluso los moto-taxi que recorren sus mil colinas llevan dos cascos; uno para el conductor y otro para el cliente.

Hace nueve años, Ruanda ocupaba el puesto 158 de 189 en el ránking del Banco Mundial que evalúa la facilidad para hacer negocios de cada país. Este año ocupa el puesto 32. El resultado no es sólo una cifra. El proceso para crear un nuevo negocio, desde el momento de rellenar el formulario hasta salir por la puerta con cara de empresario, toma en Ruanda solo 24 horas.

La lucha contra la corrupción también ha dado un empujón a la eficiencia. Transparencia Internacional puntuó a Kigali en su índice de corrupción con un 5,3 sobre 10. Dinamarca, el mejor, sacó un 9,1 y España un 5,9.

Paz en Gran Hermano. La paz y el buen funcionamiento de Ruanda tiene aristas. El control de la vida de los ruandeses es enorme: hay leyes que obligan a vestir zapatos o prohíben vestir con harapos y los barrios de chabolas están vetados. Las elecciones de 2010, en las que Paul Kagame ganó con un 93% de los votos, estuvieron envueltas de críticas por la falta de oposición. En principio, el Presidente ruandés debería dejar el poder en 2017, ya que se debería cambiar la constitución para que pudiera aspirar a un tercer mandato. Sus seguidores, que los hay y muchos, piden que lo haga.

La gestión de la cuestión étnica también tiene claroscuros. Hace un tiempo pregunté a un grupo de jugadores de las categorías inferiores de la selección de Ruanda si eran tutsis o hutus. Ninguno quiso responder. “Somos un equipo y ya está”, repetían. Preguntar por la etnia es casi un tabú en la Ruanda de hoy. El Gobierno castiga cualquier atisbo de clasificación étnica o muestra de resentimiento hacia el otro. En un país donde se intentó asesinar al otro grupo de forma sistemática, casi funcionarial, tiene sentido evitar diferencias peligrosas. Los críticos creen que es una táctica. Algunos hutus creen que el Ejecutivo trata de esconder la carta de la etnicidad para favorecer a la minoría tutsi, apenas un 15% de la población. Además del presidente Kagame, otros puestos claves como el ministro de Finanzas, Defensa, Salud o Exteriores, además de las mayores fortunas del país, son tutsis. 

El milagro económico de las mil colinas. En Ruanda, el 45% de la población es pobre. Es además un país pequeño y superpoblado. Cuando se avanza por las carreteras que se hunden en las montañas verdes del país se ve gente por todos lados. Miles de chozas salpican cualquier trozo de tierra que alcanza la vista. No es una exageración. En un territorio más pequeño que Galicia viven 12,5 millones de personas. Y estará más superpoblado aún: cada ruandesa tiene de media casi cinco hijos y la esperanza de vida ha pasado en dos décadas de 36 a 64 años. El Ejecutivo de Kigali no esconde que una ratio de fertilidad tan alta es un problema y ha puesto en marcha un plan educativo para tratar de contener el crecimiento de la población.

¿Dónde está el milagro? En el contexto. Aún hay demasiados pobres en Ruanda, pero hace una década eran muchos más: siete de cada diez ruandeses vivía con menos de un dólar a día. La economía de Ruanda ha crecido en el último lustro una media de un 8% y las arcas llenas de billetes han tenido impacto en la vida de la gente. La creación de un sistema de salud digno ha reducido drásticamente las víctimas por malaria y la mortalidad infantil. Se han abierto cientos de nuevas escuelas. La Unesco señaló a Ruanda como uno de los tres países del mundo –junto a Laos y Vietnam– que más habían reducido el número de niños sin escolarizar en los últimos cinco años.

Ruanda es un país abrazado a la modernidad y con un plan de futuro que gira alrededor de las nuevas tecnologías y las inversiones en el sector del turismo, café o té.

El líder que no duerme. Paul Kagame se despierta cada día entre las dos y las tres de la mañana y se pone a trabajar. Su figura y la de Ruanda caminan juntas y de forma indisoluble desde que hace dos décadas entrara desde Uganda con sus tropas y pusiera fin al genocidio. No lo hizo con un lirio en la mano.  A él le acusan de hombre violento y cruel, y  a sus hombres de matanzas y venganzas contra civiles.

Kagame, amante de las nuevas tecnología y posiblemente el jefe de Estado más activo en Twitter, dirige el país como si fuera el director general de una empresa de éxito. Con orgullo además. Que apueste por el inglés en las escuelas y organismos oficiales en lugar del francés –París apoyó a quienes después llevaron a cabo el genocidio– es un símbolo de su camino hacia adelante. El Presidente ruandés repite continuamente que su país quiere inversiones y no caridad. A la vez, estudia cómo sacar mayor rendimiento a los cerca de 1.000 millones de dólares en ayudas de donantes internacionales, con el Reino Unido y Estados Unidos a la cabeza. Las armas israelíes de su guarda personal son otro toque distintivo de quienes son sus aliados.

Kagame tiene amigos influyentes: Bill Gates, el cantante Bono o Bill Clinton están en la lista. También enemigos declarados: en enero, uno de sus mayores críticos, ex líder guerrillero del presidente, apareció estrangulado en un hotel de Johannesburgo, donde vivía exiliado. La primera ministra ruandesa twitteó poco después: “Traicionar a tus  conciudadanos y al país que te hizo un hombre siempre tendrá consecuencias”. En marzo, el ex jefe del Ejército ruandés, también exiliado en Suráfrica tras enemistarse con Kagame, escapó de un ataque de varios sicarios que visitaron su casa de Pretoria. Era la tercera tentativa de asesinarle en suelo surafricano.

La disidencia tiene castigo también en suelo ruandés. Human Rights Watch y Amnistía International han publicado varios informes sobre la represión ruandesa a periodistas o miembros de la sociedad civil críticos con el Gobierno.

Ruanda, amigo del primer mundo. Es un país estable en una zona revuelta, pero su suelo no es especialmente rico en minerales. Pero sí está cerca del vergel mineral del mundo. Enclavado en el centro de la zona de los Grandes Lagos, Ruanda está a tiro de piedra de las riquezas del subsuelo en el este de República Democrática del Congo. Fidel Bafilemba, de la organización Enough Project, que lucha contra la violencia en suelo congolés, acusa a Ruanda de hacer negocio con la riqueza del vecino. “Ruanda no tiene minas de oro, no produce oro, pero es exportador de oro. A causa del caos y la violencia no es difícil pasar la frontera entre Congo y Ruanda cargado de minerales. También podemos habar del coltán o la casiterita”, explica.

Hace unos meses, un informe de Naciones Unidas denunció que Ruanda apoyaba a grupos rebeldes que actuaban –esto es: asesinaban y violaban para controlar la zona– en las ricas regiones mineras de los Kivus congoleños. Kagame negó la mayor, pero las evidencias eran demoledoras. La reacción internacional fueron unas leves reducciones de las ayudas como amenaza y poco más.

Hay otros factores que ayudan a que el Primer Mundo aplauda a Kagame y mire para otro lado ante las quejas de injerencia en República Democrática del Congo o ante la falta de libertades. Ruanda se ha convertido en símbolo del éxito de la ayuda internacional. Países como Reino Unido o Estados Unidos observan cómo el dinero invertido repercute en la sociedad ruandesa y casi justifica por sí sola la industria de ayuda internacional. El sentimiento de culpa tampoco se debe desdeñar. El ex presidente estadounidense Bill Clinton calificó el genocidio de Ruanda como su “fracaso personal” y la comunidad internacional dio la espalda al país durante el genocidio. Ahora es difícil que Kagame acepte lecciones morales desde el norte.

En Ruanda, es habitual escuchar como taxistas, comerciantes o incluso agricultores definen su trabajo como “mi contribución”. Como su granito de arena para el desarrollo de la nación. Ese es probablemente el mayor mérito de Kagame y Ruanda hoy: haber conseguido involucrar a toda la sociedad en el futuro del país.

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