¿Será capaz el presidente Medvédev de poner Rusia al día? No lo tiene nada fácil.

 

Podemos dar un suspiro de alivio. La crisis económica en Rusia se ha terminado. Lo dice Vladímir Putin.

En su informe anual ante la Duma rusa el mes pasado, el ex presidente y actual primer ministro, Vladímir Putin, dijo a los parlamentarios que las prudentes medidas del Gobierno han sacado la economía de una grave crisis creada por los problemas globales. El año pasado, el PIB de Rusia cayó casi un 8%. Ahora, en cambio, Putin presumió de un gran superávit comercial y la inflación más baja en 18 años. Destacó que el país posee las terceras reservas mundiales de oro y divisas extranjeras. Y, por si fuera poco, añadió que los rusos están volviendo a tener hijos, con lo que, por fin, está invirtiéndose el largo declive demográfico del país. “Todo esto nos permite decir que nuestra economía ha salido de la recesión”, declaró. “Y, sobre todo, contamos con unas excelentes condiciones de partida para seguir progresando”.

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Sin embargo, lo más interesante de su discurso fue quizás lo que no dijo. Dejando aparte por el momento la cuestión de hasta qué punto fue acertado el diagnóstico económico del Primer Ministro, lo que faltó de su exposición fue una palabra que, hasta hace poco, ocupaba el centro de las discusiones sobre el futuro rumbo de Rusia. Dicha palabra es “modernización”.

Es una palabra que casi todo el mundo asocia con el presidente Medvédev, el joven y dinámico jefe de Estado escogido por Putin para sucederle en el cargo en 2008. El pasado mes de septiembre, Medvédev publicó un ensayo -con el memorable título de “¡Adelante, Rusia!”- que establecía un ambicioso programa de reformas. Declaraba que su país no podía depender ya en exclusiva de la extracción de recursos naturales -sobre todo, sus vastas reservas de petróleo y gas natural- para alimentar su renovación económica y moral. Proponía, en cambio, una estrategia de revitalización que empleara los conocimientos tecnológicos y la innovación para impulsar la eficiencia y acabar con la corrupción. Es una visión que ya ha inspirado unos prometedores planes para un nuevo centro de innovación llamado Skolkovo, del que se dice que será la respuesta del Kremlin a Silicon Valley. El presidente galo, Nicolas Sarkozy, elogió las ideas de Medvédev durante una visita a Moscú en marzo y prometió el apoyo de Francia a unos planes “dirigidos contra la corrupción y hacia el desarrollo de un Estado legal”. Y este mismo fin de semana, Medvédev conmemoró la victoria de la URSS sobre la Alemania nazi en 1945 con un desfile en la Plaza Roja en el que soldados estadounidenses y británicos se unieron a los rusos; un gesto de inclusión que a los ultranacionalistas seguramente les costó digerir.

La idea del presidente ruso también tuvo gran repercusión en su propio país. Sus planes desataron amplias discusiones entre las clases dirigentes rusas, desde los ideólogos aliados del Kremlin hasta el ex magnate del petróleo Mijaíl Jodorkovsky, que hoy languidece en una prisión de Siberia. Sobre todo dominan dos interrogantes. El primero es si el concepto de modernización de Medvédev entraña de verdad el tipo de reformas -en la economía, la política y la sociedad- que necesita con urgencia Rusia. Los críticos afirman que la economía sigue dependiendo peligrosamente del gas y el petróleo y tiene poco más en lo que apoyarse cuando cae la demanda mundial, como ocurrió durante la crisis, con los devastadores resultados que eran de esperar. Esa dependencia de los recursos naturales ha fomentado una cultura política en la que los magnates bien relacionados desvían la riqueza nacional hacia sus bolsillos mientras los bienes públicos -las infraestructuras, la sanidad y la educación, entre otros- siguen debilitándose.

Un antídoto podría ser abrir el sistema a una auténtica competencia, tanto económica como política. Pero, aunque Medvédev insiste en que sus planes se basan en “valores democráticos”, algunos muestran su escepticismo. Advierten de que Pedro el Grande y Josef Stalin explotaron la tecnología como parte de unas campañas brutales, impuestas desde arriba, para entrar en la era moderna sin tener en cuenta el coste humano. En esta tradición, la modernización estaba al servicio de la autocracia, la centralización y la conquista militar.

Sin embargo, el plan de modernización de Medvédev implica una crítica que puede ser trascendental para el actual Estado ruso salido del caos postsoviético de los 90, un Estado que ha vuelto a concentrar el poder central en el Kremlin a expensas de los representantes electos y las instituciones regionales, que ha dado carta blanca a la búsqueda de ganancias en detrimento de la eficiencia y que ha suprimido la expresión de opiniones divergentes en nombre de la estabilidad social. Y eso, a su vez, es un desafío al principal arquitecto y garante de ese sistema: Vladímir Putin.

Éste no es un debate puramente académico. Rusia se encamina ya hacia un nuevo periodo electoral. Las próximos comicios parlamentarios están previstos para diciembre de 2011, y las presidenciales para el año siguiente. Abundan las especulaciones de que Putin -que dimitió del máximo cargo la última vez en virtud de una norma constitucional de que el presidente no puede mantenerse en el poder más de dos mandatos consecutivos- quizá esté pensando en volver a presentarse en 2012.

Si decide hacerlo, puede que sea difícil detenerle. Todavía tiene enorme influencia política, entre otras cosas a través de los siloviki, su amplia red de antiguos colegas del KGB que hoy ocupan la mayoría de los puestos importantes en el Gobierno y la economía. En comparación con él, Medvédev sigue siendo un peso ligero, y tal vez ésa sea una de las razones por las que está tratando de impulsar su perfil colocándose como candidato de la siguiente generación.

Todo indica que Putin vuelve a ocupar el primer plano de la política en Moscú

Algunos detractores de Medvédev dicen que ha tenido cuidado de formular sus ideas con un lenguaje que no implica ningún desafío al orden establecido. Pero a lo mejor están subestimando el eco de sus argumentos, incluso entre quienes ocupan cargos de máxima responsabilidad. “Cuando Medvédev habla de modernización, está diciendo que somos un país atrasado”, opinó el influyente consultor político de Moscú Gleb Pavlovsky en una entrevista el año pasado. “La modernización es para quienes se han quedado atrás”. Ahora bien, quien habla es alguien que cuenta con la confianza del Kremlin desde hace mucho tiempo. Nikolai Petrov, analista en el Carnegie Center de Moscú, explica: “Pavlovsky ha llegado a decir que el gran presidente y gran líder debería apartarse para dar al próximo líder, Medvédev, la oportunidad de gobernar”.

Petrov dice que Pavlovsky puede estar expresando las opiniones de un grupo de gente numeroso, tanto dentro de la clase política como fuera de ella, que de verdad desea ver una nueva oleada de reformas muy necesarias tras los años de consolidación de Putin. Otro ejemplo podría ser el economista liberal Yevgeny Yasin, que criticó el informe de Putin a la Duma por considerarlo un ejercicio de estadísticas cocinadas y optimismo insensato. Le preocupan varios factores: que el Gobierno esté siendo temerario con su metodología económica, que el gasto público ruso siga sin someterse a una disciplina y que existan pocas pruebas de que el prolongado declive demográfico del país se haya interrumpido.

Entre los inquietos hay todo tipo de gente, desde empresarios que están hartos de la corrupción aparentemente endémica del petroestado ruso hasta profesionales e intelectuales frustrados por la falta de libertad de expresión y la mano dura del aparato de seguridad. Para ellos, “modernización” no es una palabra hueca ni totalmente inocua. Algunas de esas personas son las que han firmado, en un número asombroso, una petición en la Red para exigir que Putin dimita como primer ministro, algo que habría sido casi impensable hace unos años. (La petición, iniciada hace dos meses, tiene en el momento de escribir estas líneas 42.497 firmas, nada mal para un país en el que no siempre se tolera a los opositores al Ejecutivo.

Y eso, dice el analista Petrov, es indicativo de un problema mucho más arraigado que tienen los partidarios de la modernización en la Rusia actual. “Faltan cauces normales para comunicarse con el Gobierno”, y no sólo para los ciudadanos a título individual, sino también para muchos grandes grupos económicos y de intereses regionales. “Si se examinan las grandes decisiones gubernamentales, se ve que primero suelen anunciarse y luego se revisan o se posponen porque no existe un mecanismo que permita tomar decisiones equilibradas”. Dice que el sistema sufre una grave falta de medios para canalizar el descontento legítimo. Aunque las cifras no son elevadas en comparación con otros países, Rusia vive en los últimos tiempos un aumento notable de las protestas, y muchos manifestantes se quejan de las condiciones económicas además de las políticas.

¿Puede cambiar la situación? A juzgar por los últimos acontecimientos, es posible que las propuestas de modernización de Medvédev estén perdiendo fuelle. Todo indica que Putin vuelve a ocupar el primer plano de la política en Moscú; el presidente ha estado muy ausente del escenario. En los primeros años de su Gobierno conjunto, los dos tenían más o menos la misma presencia en televisión; últimamente, dice Petrov, la cobertura parece inclinarse en favor de Putin. Y aunque la Constitución da preferencia al presidente en todo lo relacionado, por ejemplo, con la política exterior, fue el primer ministro quien viajó hace poco a Ucrania para celebrar la firma del tratado que amplía la presencia de las fuerzas navales rusas en el puerto de Sebastopol, en el Mar Negro. En resumen, como en los viejos tiempos.

Más vale que le deseemos suerte a Medvédev. Va a necesitarla.

 

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