El presidente de Irán, Hassan Rouhani, el presidente de Rusia, Vladímir Putin y el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan. (Mikhail Metzel/AFP/Getty Images)

Cómo y en qué medida el emergente eje euroasiático trazado por Rusia, Turquía, Irán y Qatar puede transformar la geopolítica regional es una clave estratégica que, sin embargo, deja varias interrogantes sobre su consistencia y continuidad.

Tras la cumbre trilateral de Sochi, que reunió a los mandatarios de Rusia, Turquía e Irán con la finalidad de sentar las bases del posconflicto sirio y, principalmente, con la posterior visita a Ankara del presidente ruso Vladímir Putin, la atención informativa se ha enfocado en la eventual constatación de un nuevo eje geopolítico entre Oriente Medio y el espacio euroasiático, inicialmente integrado por Rusia, Turquía e Irán pero al que se ha unido recientemente un inédito aliado como Qatar.

Las expectativas en torno a este eje, en el cual Rusia y Turquía juegan un papel esencial, estarían cifradas en la eventualidad de recomponer el equilibrio de fuerzas en la región, particularmente destinadas a minar la política de EE UU. Para Washington, esta perspectiva es preocupante en los casos de Turquía y Qatar, teniendo en cuenta que Ankara es miembro clave de la OTAN desde 1952 y hasta hace un par de décadas, un irrestricto aliado occidental, y que el emirato qatarí ha sido también un aliado militar estadounidense en el Golfo Pérsico.

De forma paralela, el reciente reconocimiento de Jerusalén como capital histórica del Estado de Israel por parte del presidente estadounidense Donald Trump, ha sacudido el tablero estratégico regional, hecho que también ha incidido en el eje geopolítico euroasiático.

Turquía ha sido precisamente el principal detractor de esta decisión de Trump, contando con el tácito apoyo iraní pero más moderado en los casos ruso y qatarí. La oportunidad parece clave para el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, quien ha aprovechado la crisis por Jerusalén como herramienta para sus ambiciones de erigirse como un nuevo líder el mundo islámico.

Un grupo de personas en Turquía protestan frente a la decisión estadounidense de reconocer Jerusalén como capital de Israel. El cartel reza "Las masacres no terminarán, si los musulmanes no permanecemos juntos". (Ilyas Akengin/AFP/Getty Images)

Para ello, Erdogan convocó en Estambul el pasado 13 de diciembre a una reunión de emergencia de la Organización de Cooperación Islámica (OCI), así como del Movimiento de No Alineados (MNOAL), a fin de reforzar sus críticas por el cambio de estatus de Jerusalén, acentuando así su desafío hacia EE UU y Occidente tras su viraje geopolítico a favor del eje euroasiático de Putin. Esta cumbre declaró a Jerusalén como la “capital de Palestina”, a su vez Erdogan también anunció la apertura de una embajada turca en Jerusalén Este como “capital palestina”. Este anuncio puede intuir las intenciones del presidente turco por erigirse como el “nuevo benefactor de la causa palestina”.

Por el contrario, la tibia reacción al respecto por parte de Arabia Saudí implica observar con atención en qué medida Washington está también reorientando sus prioridades en Oriente Medio a través de sus alianzas tradicionales con el reino saudí e Israel. La finalidad del Gobierno de Trump estaría orientada a contener los avances del mencionado eje euroasiático.

La difícil balanza siria

El posconflicto en Siria se ha convertido en el epicentro nodal de actuación y de tramitación de esferas de influencia que, simultáneamente, une y divide los intereses de Rusia, Turquía, Irán y, en menor medida, de Qatar.

La activa diplomacia multilateral de Putin, quien parece erigirse no sólo como el auténtico artífice de este eje sino también como el factor de equilibrio entre las partes, también ha generado preocupación en aliados tradicionales de Moscú, como es el caso de Teherán, y también en nuevos aliados como Turquía.

Si bien la dinámica de actuación que llevó al acuerdo de Sochi certificó la aceptación por parte de Erdogan de mantener en pie al régimen sirio de Bashar al Assad (con quien ha tenido fuertes enfrentamientos con anterioridad), las controversias de Ankara con Moscú se traducen en el apoyo de Putin a incluir a los kurdos sirios en la mesa de negociación.

Por su parte, Teherán observa con recelo cómo la política siria de Putin ha desplazado súbitamente la tradicional esfera de influencia iraní sobre el régimen de Al Assad. El juego de equilibrios de Putin en Siria le ha llevado también a mantener contactos con Arabia Saudí, EE UU, Israel y Egipto, todos ellos rivales geopolíticos iraníes. Esto también condiciona de alguna manera cualquier negociación que se realice en torno al posconflicto sirio.

Por experiencia histórica, Moscú asume que sus alianzas y rivalidades en Oriente Medio han sido más bien de carácter coyuntural que estratégico. Por tanto, el nuevo escenario traducido en el actual equilibrio de influencias emanadas del posconflicto sirio no parece alterar significativamente esta perspectiva. Más bien, y a pesar de los intereses comunes actualmente existentes, los complejos canales que se observan en el escenario sirio advierten sobre la posibilidad latente de reaparición de tensiones en este eje conformado por Rusia, Turquía, Irán y Qatar.

Un caso significativo son las percepciones de Rusia e Irán dentro del posconflicto sirio. Si bien la intervención militar rusa ha logrado salvaguardar al régimen de Al Assad, tradicional aliado iraní en la región, las reformas políticas que inevitablemente se derivarán tras la guerra en Siria, el estatus que tendrán ahora los kurdos sirios e incluso las rutas energéticas que el Kremlin espera que eventualmente transiten por territorio sirio desde el Mar Caspio hasta el Mediterráneo bajo este nuevo contexto, podrían convertirse en focos de tensión entre Moscú y Teherán. Tensiones que también pueden aparecer con Turquía, tomando en cuenta las ambiciones turcas por también proveerse de esas rutas energéticas.

Por otro lado, si bien Irán y Qatar se han convertido súbitamente en inesperados aliados, principalmente debido a la reciente crisis diplomática liderada por Arabia Saudí contra el Emirato, tampoco parece que estos intereses sean perpetuos.

Tradicionalmente, Qatar se ha alineado con su vecino saudí y con EE UU en las políticas de contención y aislamiento contra Irán. Del mismo modo, Doha también tiene intereses económicos dentro del escenario sirio que pueden chocar con los de Teherán, Moscú y Ankara. Además, al emirato siempre se le ha observado como un antiguo benefactor del yihadismo salafista.

Tampoco se debe olvidar la cuestión religiosa que históricamente polariza al islam. Oficialmente, el emirato qatarí profesa una visión sumamente rigorista del sunismo, mientras que la república teocrática iraní es el foco de irradiación de la vertiente chií, tradicional rival del anterior dentro de las divisiones confesionales y jurídicas islámicas.

En esta línea, la intervención militar rusa en Siria y los acercamientos de Moscú hacia Turquía, Irán y Qatar, así como también hacia Arabia Saudí, corresponden igualmente a la estrategia de Putin por intentar abortar cualquier tipo de expansión del yihadismo salafista hacia la propia Rusia y su periferia euroasiática. Y allí juega un papel clave Qatar, tradicional benefactor de cofradías y redes islamistas que progresivamente se han radicalizado hacia la ideología yihadista salafista.

La eventualidad de una radicalización de poblaciones musulmanas en el Cáucaso y Asia Central es una cuestión de seguridad nacional imperativa para el Kremlin, que cobra particular incidencia tras el progresivo desalojo de Daesh en Siria e Irak y la posibilidad de desplazamiento de células yihadistas hacia la periferia rusa euroasiática. Podríamos por tanto asistir a una fase de neoyihadismo surgido tras el Estado Islámico cuyos objetivos se concentren precisamente hacia este eje euroasiático impulsado desde Moscú.

Estos y otros factores obligaron a acentuar la sintonía entre Putin y Erdogan, cada vez más latente desde 2016. Tras superar la crisis diplomática motivada por el incidente aéreo en la frontera turco-siria a finales de 2015, Ankara y Moscú han restablecido plenamente sus relaciones a tal punto que, durante 2017, ambos dirigentes se han reunido hasta en seis ocasiones. No sólo Siria y Oriente Medio sino también el turismo, el comercio, las inversiones económicas, la cooperación antiterrorista y el intercambio energético son los factores que mueven y propician esta relación estratégica ruso-turca.

Con la reciente cumbre de emergencia de la OCI en Estambul, Erdogan también busca el impulso promotor de Putin que le permita erigirse como el nuevo líder del mundo islámico, utilizando la protesta por el cambio de status de Jerusalén como leitmotiv. Del mismo modo, avanzan las negociaciones entre Moscú y Ankara para una eventual admisión turca en la Unión Económica Euroasiática (UEE) impulsada por el presidente ruso desde 2015.

No obstante, Moscú y Ankara también mantienen tensiones históricas latentes. Una de ellas tiene que ver con las numerosas comunidades de origen túrquico existentes dentro de la Federación Rusa, especialmente desde Crimea y el Cáucaso hasta Asia Central. Para Turquía, estas comunidades resultan esenciales porque mantienen presente la visión pantúrquica que con Erdogan vuelve a cobrar un papel destacado, a tenor de sus recientes acercamientos a movimientos nacionalistas turcos.

Uno de esos casos de comunidades túrquicas en Rusia es el de los tártaros, cuyos derechos lingüísticos se están viendo afectados ante recientes normativas impuestas desde Moscú y que intuyen efectos de rusificación. Si bien no ha habido pronunciamiento alguno al respecto desde Ankara, este tema puede resultar eventualmente sensible para las relaciones bilaterales ruso-turcas, y que pueden cobrar cierta perspectiva en caso del  ingreso turco en la UEE. Aunque con perspectivas diferentes, entonces motivadas por el contexto de la Primavera Árabe, esta misma condición de liderazgo en el mundo musulmán ya la buscó Erdogan con anterioridad, cuando intentó venderse ante Occidente y el mundo islámico como el adalid de un neoislamismo moderado. Esta perspectiva ampliaba sus pretensiones de acentuar en Oriente Medio una política de neotomanismo.

El ministro de Asuntos Exteriores de Qatar, Mohammed bin Abdulrahman Al-Thani, en una conferencia de prensa durante la cumbre de Doha. (STRINGER/AFP/Getty Images)

Qatar: ¿un aliado inesperado?

Si bien es más perceptible la conjunción de intereses entre Rusia, Turquía e Irán, resta observar cuáles son la naturaleza y las implicaciones de la relación de estos países con el emirato qatarí, cuyas pretensiones de convertirse en un actor emergente en la arena internacional se han visto igualmente potenciadas a través del eje euroasiático.

Las relaciones entre Turquía y Qatar se intensificaron a partir de 2003, con la llegada al poder de Erdogan. El objetivo inicial turco era la atracción de jugosas inversiones económicas del emirato del Golfo Pérsico, ampliándose incluso a la cooperación militar. No obstante, estas relaciones generaron fuertes controversias en Occidente debido al apoyo de Ankara y Doha a organizaciones yihadistas en Siria (como el Frente Al Nusra), así como a movimientos islamistas (la Hermandad Musulmana).

A pesar de la formalización de facto de un súbito eje geopolítico con Rusia e Irán en pleno corazón de Oriente Medio, tanto Turquía como Qatar siguen siendo aliados clave para EE UU. Como miembro de la OTAN, Ankara alberga la estratégica base en la localidad de Incirlik (sur del país, próximo a las costas mediterráneas), que Washington ha utilizado en operaciones militares en Siria. Con todo, el Gobierno turco también ha criticado duramente a la Administración estadounidense por su tácito apoyo a las fuerzas kurdas en Siria, consideradas por Turquía como organizaciones terroristas.

Toda vez, Qatar acoge desde 2002 el centro de operaciones de la mayor base militar estadounidense en el Golfo Pérsico, a través de su base aérea de Al Udeid, enclavada en el Centro Combinado de Operaciones Aéreas y Espaciales, que Washington también ha utilizado con anterioridad para bombardear posiciones de Daesh entre Siria e Irak.

No obstante, Washington también ha criticado el apoyo qatarí a organizaciones islamistas radicales, algunas de ellas germen de captación de militantes de Daesh. Del mismo modo, las movilizaciones populares producto de la Primavera Árabe de 2011 fueron acogidas con entusiasmo por Turquía y Qatar, hecho que incrementó los temores en el mundo árabe, principalmente en aliados estadounidenses como Arabia Saudí y Egipto, de que Ankara y Doha estarían de forma eventual tejiendo un eje de cooperación favorable al fortalecimiento de la Hermandad Musulmana en la región.

Por otro lado, está el inevitable factor energético que mueve a este eje euroasiático. Esto es más palpable en países productores como Irán, que deben combinar con destreza tanto la realpolitik de sus nuevas alianzas (Rusia, Turquía y Qatar) como la inevitable necesidad de mantener acuerdos con rivales geopolíticos (Arabia Saudí) que son también grandes productores dentro de la OPEP.

Por su parte, Rusia y Qatar son grandes competidores en el mercado global del gas natural. Pero el contexto geopolítico entre el Golfo Pérsico y Oriente Medio les ha otorgado la oportunidad de establecer nexos de conexión. Tampoco se debe descartar el hecho de que Rusia y Qatar serán las sedes de los próximos Mundiales de fútbol 2018 y 2022, aspecto que ha incrementado el nivel mutuo de cooperación y de inversiones económicas.

La crisis diplomática de mediados de 2017, en la cual Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Egipto, Yemen y Libia cortaron relaciones con Qatar, acusándola de presuntamente financiar a organizaciones yihadistas en Siria y a la Hermandad Musulmana, fue una oportunidad clave para el acercamiento ruso-turco-iraní hacia el emirato petrolero.

Ello puede deberse a que Moscú, Ankara y Teherán podrían calcular que detrás de esta crisis diplomática estaría la mano de Washington, con la finalidad de polarizar y contener el viraje qatarí hacia el eje euroasiático, así como contrariar los intereses rusos en la región y contribuir al aislamiento iraní.

Con todo, la continuidad de este emergente eje geopolítico entre Rusia, Turquía, Irán y Qatar deberá medirse ante su capacidad para conciliar sus respectivos intereses en torno al posconflicto sirio. Pero otro escenario clave será observar cómo acometerá este eje la, cada vez mayor, evidencia del retorno de Washington en Oriente Medio, en este caso a través de sus tradicionales ejes estratégicos con Israel y Arabia Saudí, y que tuvo su herramienta estratégica con la reciente decisión de Trump sobre Jerusalén.