Vladímir Putin ha basado su apoyo popular en un Estado autoritario que hace crecer las rentas más altas y ha devuelto a Rusia el orgullo de gran potencia. Pero la crisis económica está dando al traste con todo. Y lo que se avecina puede ser peor.
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Para Occidente, en 1929 comenzó la Gran Depresión. Para la Unión Soviética fue el año que Josef Stalin llamó “de la gran ruptura”, el final de un breve periodo de política económica semiprivada y el comienzo del desastroso periodo de colectivización e industrialización obligadas. Traducido muchas veces por error como “el gran salto adelante”, el término “gran ruptura” es más fiel a las intenciones de Stalin, y más acorde con sus trágicas consecuencias: el fin de millones de vidas y el cambio de los valores y de los instintos de los rusos. Fue, seguramente, el año más importante de la historia de este país en el siglo XX. Ahora, 2009 podría tener efectos similares.
La Rusia actual no es la Unión Soviética, y el primer ministro, Vladímir Putin, no es Josef Stalin. Pero, igual que los historiadores consideran que en 1929 terminó el periodo revolucionario soviético, los analistas definirán (ya lo hacen) el legado de Putin como el de la restauración que siguió a una revolución. La restauración –de la influencia geopolítica, los símbolos soviéticos, el miedo, incluso la reputación de Stalin– ha sido el hilo conductor de la última década. Pero, como demuestra la historia, las restauraciones no restablecen el viejo orden, sino que crean nuevas amenazas. Eso es hoy Rusia: un país nuevo, mucho más nacionalista y agresivo, que guarda tanto (o tan poco) parecido con la Unión Soviética como con la Rusia libre y colorida, aunque pobre y caótica, de los 90.
La idea de una Rusia resurgente es la base del contrato social de Putin y, aunque ha generado alarma en el extranjero, también ha despertado admiración en su país. Los rusos han vuelto a verse como ganadores, primero en festivales internacionales de la canción y prestigiosos encuentros de fútbol y luego, el verano pasado, en una guerra contra su pequeño vecino, Georgia. Aquel conflicto se presentó como una victoria sobre Estados Unidos, que en los últimos años ha apoyado a Tiblisi y le ha suministrado armas. Fue el epítome del resurgimiento ruso, su vuelta a ser, por fin, una gran potencia capaz de mantener sus posiciones y dispuesta a enfrentarse militarmente a Occidente.
Para ello, se contaba con el respaldo de unos precios del petróleo en aumento y de unas arcas cada vez más repletas. El dinero seguía llegando, independientemente de lo que el Kremlin dijera o hiciera. Las compañías locales, y también las internacionales, se veían forzadas a obedecer totalmente. Dmitri Medvedev, protegido de Putin y su sucesor en la presidencia, empezó a dar lecciones al mundo sobre cómo reorganizar el sistema financiero internacional. Soñaba con que Moscú se convirtiera en la nueva capital financiera, y el rublo, en ...
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