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Un gran lastre que sufre Rusia es que nunca se ha librado del hábito del feudalismo, el poder personalizado. Hasta finales del siglo XIX, los siervos esclavizados constituían la mayoría de la población rusa. Y los terratenientes para quienes trabajaban los siervos tampoco eran independientes, servían al Estado y poseían tierras exclusivamente porque así lo quería el zar. El sistema soviético reconstruyó esa misma jerarquía, con la propiedad centralizada de las tierras y el monopolio del Partido Comunista. En los últimos años, Putin ha vuelto a actualizar el sistema para la era postsoviética y ha impuesto lo que llama el “poder vertical”, aunque permite a sus ciudadanos mucho más margen de espacio privado.

Sin embargo, como descubrió Putin no hace mucho, el sistema es sorprendentemente frágil. Exige mantenimiento constante, porque está construido sobre una cadena de dependencias engrasadas con favores y sobornos y cargadas de sospechas y duplicidades.

La cadena puede romperse de un momento a otro. Un zar puede volverse demasiado obstinado, o caer enfermo, o quedarse sin dinero con el que pagar sus facturas, y, entonces, los ciudadanos rusos son muy capaces de desafiar a sus gobernantes, si piensan que el esfuerzo merece la pena. Como dice el especialista en Rusia Sam Greene, “existe un mito extendido…, que los rusos son pasivos. No es verdad: los rusos son dinámicamente inmóviles”. Se refiere a que los rusos son conservadores por naturaleza, que prefieren prestar atención a las estrategias de supervivencia que arriesgarse a empeorar su situación. Ahora bien, si creen que el emperador está desnudo, protestarán. Es lo que sucedió entre 1989 y 1991, cuando se vino abajo todo el sistema soviético, y, a escala más modesta, en los últimos meses, desde la manipulación de las elecciones parlamentarias de diciembre.

Lo cual me lleva de forma irresistible a El inspector, de Nikolai Gogol. Gogol es el caricaturista supremo de la vida rusa. Podría decirse que siente un afecto salvaje hacia Rusia. Su única obra larga es la comedia más importante del teatro ruso y su sátira más destructora, un espejo de la costumbre rusa de reproducir el despotismo mezquino desde el zar hasta el siervo. Se dice que, cuando Nicolás I contempló una de las primeras representaciones en 1836, exclamó: “Nos la ha metido a todos; y a mí más que a nadie”.

La trama es simple: el alcalde corrupto de una pequeña ciudad se entera de que va a llegar un inspector del Gobierno de San Petersburgo a investigar cómo están funcionando las cosas. Se desata el pánico. Todo el mundo acepta sobornos, se ha desviado el dinero que estaba destinado a un nuevo hospital que, como consecuencia, no se ha construido, y en el vestíbulo principal de los juzgados, que casi no se utilizan, anidan los gansos.

Entonces, el alcalde y sus subordinados cometen el desastroso error de confundir a un joven de la capital, que está alojado en el hotel del pueblo, con el inspector. En realidad, Khlestakov, que así se llama el huésped, es un holgazán que está viviendo a crédito después de haber perdido todo su dinero en una partida de cartas. Enseguida empieza a aprovecharse de las obsequiosas atenciones de los funcionarios municipales, a sacar dinero a los burócratas y a seducir a la esposa y la hija del alcalde con historias completamente embellecidas de su vida en San Petersburgo.

Igual que la historia de Rusia en el último siglo, el desenlace de la obra incluye un ciclo de revueltas, absolutismo y derrumbe. Una muchedumbre amotinada de comerciantes se queja al forastero de los abusos del alcalde. Pero éste les gana la partida al anunciar que Khlestakov ha pedido matrimonio a su hija y se va a llevar a la familia a San Petersburgo. El alcalde se pavonea de ello ante un comerciante humillado y le dice: “Ahora yaces a mis pies. ¿Por qué? Porque tengo las de ganar, pero, si la situación se inclinara un poco en tu favor, entonces, sinvergüenza, me aplastarías en el barro y me golpearías en la cabeza de paso”.

Y, en efecto, las cosas cambian. Cuando Khlestakov desaparece de la ciudad, el cartero abre a escondidas una carta escrita por el estafador en la que presume de cómo ha engañado a todos. Todo el sueño se hace añicos y la ciudad enmudece al saber que acaba de llegar el verdadero inspector. Al final, el alcalde, desolado, dice a sus subordinados y al público: “¿De qué os reís? ¡Estáis riéndoos de vosotros mismos!”

En la Rusia de Putin, como en la de Nicolás I, todo el mundo es consciente de su lugar y todo el mundo es cómplice de las prácticas corruptas, por interés o por inercia, o por ambas cosas. Pero las cosas dependen de quién esté en el poder: el zar, el alcalde, el presidente. Cuando la apariencia de autoridad se desvanece –el inspector es un fraude, el presidente se extralimita–, todo puede venirse abajo con gran rapidez. En la obra, el orden también se reestablece muy rápido: el nuevo inspector impone su voluntad. Pero en la famosa escena final, los personajes están mudos y podemos ver un atisbo de terror existencial. El problema constante de Rusia es que oscila entre el orden dictatorial y la ruptura social, que es como la mayoría de los rusos experimentaron los años noventa tras la caída del régimen soviético. El inspector plantea el mismo dilema. Si Gogol tiene una lección aprovechable para los opositores rusos actuales, es que deben tratar de cambiar, no al hombre que ocupa el poder, sino el propio sistema.

 

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