El líder golpista de Burkina Faso, Ibrahim Traore, asiste a la ceremonia de juramento como presidente de transición del país, octubre 2022. Stringer/Anadolu Agency via Getty Images

Burkina Faso, Malí y Níger no muestran señales de haber vencido a la contumaz insurgencia islamista. Los líderes occidentales, cuya intervención militar en la última década no ha servido para frenar la violencia, parecen no saber cómo reaccionar ante los golpes de Estado en Burkina Faso y Malí.

La situación más desesperada es la de Burkina Faso. Se calcula que los grupos yihadistas controlan el 40 % del territorio, incluidas extensas zonas rurales del norte y el este. Estos grupos sitian desde hace meses Djibo, una de las principales ciudades del norte. Los combates han causado miles de muertos y han expulsado de sus hogares a casi dos millones de personas. A medida que aumentan las víctimas, también aumentan las acusaciones dentro del Ejército. El año pasado hubo dos golpes de Estado, ambos desencadenados por las matanzas de soldados cometidas por los grupos yihadistas; un teniente coronel, Paul-Henri Sandaogo Damiba, se hizo con el poder en enero, pero cayó derrocado en septiembre por un capitán hasta entonces desconocido, Ibrahim Traoré. Ahora, éste intenta unificar unas fuerzas de seguridad divididas. Es posible que siga el ejemplo de sus homólogos malienses y se deje llevar por el sentimiento populista, critique a Francia y se aproxime a Rusia. Lo más preocupante es que Traoré está reclutando voluntarios para luchar contra los yihadistas, lo que podría provocar una locura sanguinaria por motivos étnicos.

Malí sufrió dos golpes de Estado, en 2020 y 2021. El Estado está prácticamente ausente en el extremo norte. Allí, los grupos vinculados al Estado Islámico y a Al Qaeda luchan entre sí y contra los rebeldes no yihadistas, que son predominantemente tuaregs, una comunidad repartida por gran parte del Sahel. Los rebeldes tuaregs firmaron un acuerdo con Bamako en 2015, con la esperanza de ganar posiciones en el Ejército y la concesión de cierta autonomía. Pero ahora, al sentirse abandonados, a algunos rebeldes les podría parecer ventajoso reagruparse con los yihadistas (hace aproximadamente un decenio, los grupos vinculados a Al Qaeda se unieron y usurparon una rebelión separatista dominada por los tuaregs que se apoderó del norte de Malí). Más al sur, en el centro del país, los combates entre las fuerzas malienses y los mercenarios rusos del Grupo Wagner, por un lado, y los grupos militantes, por otro, parecen estar en punto muerto y salpicados de violaciones constantes de los derechos humanos por parte de ambos bandos.

Níger está mejor, aunque también muestra síntomas preocupantes. El Gobierno ha integrado a las milicias civiles en las fuerzas de seguridad o se ha negado a dotarlas de armas. Su disposición a enfrentarse a los grupos yihadistas también puede haber contribuido a que la violencia se haya interrumpido. No obstante, el presidente Mohamed Bazoum sobrevivió a un intento de golpe de Estado en marzo de 2021 y es posible que las detenciones posteriores, que incluyeron a oficiales de alto rango, alimentaran la hostilidad dentro del Ejército. Los yihadistas han penetrado en parques y bosques en las fronteras con Burkina Faso y Benín y están cada vez más cerca de la capital, Niamey.

La intervención exterior en el Sahel está evolucionando a toda velocidad. Francia, que ayudó a expulsar a los yihadistas del norte de Malí en 2013, ha puesto fin a sus operaciones en ese país debido a sus tensas relaciones con Bamako, aunque mantiene bases en Níger. La misión de la ONU, en Malí desde abril de 2013, tampoco ha conseguido ningún avance. Occidente parece ahora más preocupado por evitar que los yihadistas se extiendan hacia el sur, al Golfo de Guinea. La ira de toda la región contra los franceses va en aumento, en gran parte debido a una década de fracasos occidentales a la hora de frenar la violencia islamista, pero también a la desinformación rusa. Es poco probable que los brutales pistoleros a sueldo de Wagner lo hagan mejor, pero a muchas poblaciones locales les molesta que se critique al grupo ruso teniendo en cuenta el legado de Occidente.

Lo más importante en un momento trascendental para la región es que las autoridades se replanteen la estrategia, hasta ahora predominantemente militar, para hacer frente a los yihadistas. Las operaciones militares desempeñan un papel importante, pero deben estar supeditadas a los intentos de mejorar las relaciones entre las comunidades, ganarse a la población del interior e incluso dialogar con los líderes islamistas. Los gobiernos occidentales deberían estar escarmentados después de su historial en la última década. Sin embargo, ahora que algunos dirigentes de la región están mirando a Moscú, sería un error cortar los lazos e intentar obligarles a elegir un bando.