Miembros de la mara Salvatrucha en San Salvador. José Cabezas/AFP/Getty Images

Las maras de Centroamérica son responsables de actos brutales de violencia, abuso de mujeres y el desplazamiento forzado de miles de personas. Los gobiernos de la región deben dejar de aplicar solamente medidas represivas, y tratar las raíces sociales y económicas de la cultura de las pandillas y sus redes de extorsión, además de invertir en comunidades afectadas.

Nacidas tras la guerra civil e impulsadas por las deportaciones masivas desde Estados Unidos, las maras centroamericanas son responsables de actos de violencia brutal, abusos de mujeres y, más recientemente, el desplazamiento forzado de niños y familias. Con un número estimado de 54.000 personas en los tres países del Triángulo Norte –El Salvador, Guatemala y Honduras– sus miembros, jóvenes tatuados según el estereotipo popular, son una de las principales fuentes de ansiedad pública en la región. Si bien no son los únicos grupos que se dedican a la violencia criminal, las maras han contribuido a elevar las tasas de homicidio en Centroamérica hasta niveles sin igual en el mundo: cuando las pandillas declararon una tregua en El Salvador, el número de homicidios se redujo a la mitad de la noche a la mañana. Pero lo que constituye el sustento criminal de las maras, y su negocio ilegal más extendido, es la extorsión. Mediante el acoso a los negocios locales a cambio de protección, estos grupos reafirman su control sobre los enclaves urbanos más pobres pagando sueldos miserables a sus miembros. Disminuir el impacto de estas extorsiones, reemplazándolas con empleos legales y restaurando la libertad de movimiento en las zonas urbanas del Triángulo Norte reduciría enormemente los daños causados por las actividades de las pandillas.

Trazar esta ruta, no obstante, requiere un marcado cambio en las actuales políticas. Desde que la inseguridad relacionada con las maras se hizo visible a principios de la década del 2000, los gobiernos de la región han respondido con medidas punitivas que reproducen los populares estigmas y prejuicios del conflicto armado interno. En programas como Mano Dura en El Salvador, el Plan Escoba en Guatemala o Tolerancia Cero en Honduras, el encarcelamiento masivo, el endurecimiento de las condiciones en las prisiones, y el recurrir a ejecuciones extrajudiciales proporcionaron una variada gama de castigos. Los efectos cumulativos, no obstante, distan mucho de las expectativas. Las diversas formas de represión no han tenido en cuenta las profundas raíces sociales de las maras, que brindan identidad y estatus a jóvenes que se sienten fuera de lugar en sus propias sociedades. Las respuestas tampoco han logrado reconocer los efectos contraproducentes de las medidas de seguridad que han entregado a las maras cárceles en las cuales organizarse y han confirmado su identidad como parias sociales.

Esta sucesión de medidas punitivas sin éxito ahora está siendo sometida a un escrutinio más riguroso en todo el Triángulo Norte. Los tres países están experimentando con nuevas formas de colaboración regional en materia de seguridad. Guatemala ha introducido medidas innovadoras para combatir las redes de extorsión, muchas de las cuales se manejan desde las prisiones, y ha propuesto una gama de alternativas diferentes a las penas de cárcel. A pesar de que el colapso de la tregua con las maras en 2014 generó niveles de violencia sin precedentes en El Salvador, las tasas de homicidio parecen haber descendido de nuevo, mientras tanto algunos elementos de las pandillas han propuesto nuevas negociaciones con miras a su futura disolución –una oferta rechazada por el Gobierno. Con las posibles nuevas deportaciones masivas desde EE UU a estos países, se corre el riesgo de provocar un constante recrudecimiento de la violencia de las maras. Sin embargo, el afán estadounidense de reducir el flujo de migrantes desde Centroamérica ha generado un volumen considerable de nuevos fondos para el desarrollo en la región a través del Plan Alianza para la Paz y la Prosperidad.

En el núcleo de un nuevo enfoque debería estar el reconocimiento de las raíces sociales y económicas de la cultura de las maras, imposibles de erradicar en el corto plazo, junto con un esfuerzo concertado del Estado para minimizar la violencia de las actividades ilegales de las pandillas. Investigaciones penales más focalizadas y sofisticadas deberían apuntar a las pandillas responsables de los delitos más atroces, sobre todo el homicidio, la violación y el desplazamiento forzado. Las tramas de extorsión que dependen del control coercitivo sobre las comunidades y negocios, y que han provocado el asesinato de cientos de trabajadores del transporte y el éxodo de miles de personas en la última década, podrían verse transformadas progresivamente mediante un enfoque caso por caso. Las negociaciones y transacciones ad hoc con las maras responsables de la extorsión no son raras en el Triángulo Norte, y han arrojado luz sobre cómo se podría orientar a estos grupos hacia actividades económicas formales. Una inversión económica focalizada y sustancial en las comunidades empobrecidas con una presencia significativa de las pandillas podría reducir los incentivos para el chantaje.

A pesar de la desconfianza que dejó la tregua, así como la clasificación de las maras como grupos terroristas en El Salvador y Honduras, podrían establecerse nuevas formas de comunicación con ellas, potencialmente fomentadas por líderes religiosos, que apunten a construir la confianza entre ambos lados. El apoyo del gobierno y los donantes hacia las comunidades pobres y hacia la mejora de las condiciones en las prisiones podría provocar, idealmente, una reducción significativa de la violencia por parte de las maras. Un enorme paso de las pandillas, sobre todo en El Salvador, sería garantizar el libre movimiento de todos los ciudadanos a lo largo de territorios controlados por estas, así como la restauración del veto sobre la violencia y el reclutamiento en las escuelas.

Capturar a todos los mareros, o invitar a las pandillas a una negociación abierta, representan un par de extremos que han demostrado ser infructuosos en el Triángulo Norte. Estos grupos están arraigados en la sociedad, y a la vez son sus depredadores, víctimas y perpetradores. Las políticas para lidiar con las maras deben reconocer su capacidad de adaptación social y encontrar formas de reducir los daños que sin duda causan, teniendo cuidado de no tacharlas como enemigas del pueblo.

La versión original de este artículo se ha publicado en International Crisis Group.