Después de años de promesas, las tecnologías digitales ya están redefiniendo el mundo de la salud. Desde la prevención hasta el tratamiento, pasando por la gestión hospitalaria. Ha llegado el momento de hacer un primer balance.

Un software de realidad virtual desarrollado para estudiantes de oftalmología, Chicago, Estados Unidos. Jean-Francois Monier/AFP/Getty Images

En este caso, nos referimos como tecnologías digitales a la realidad virtual y aumentada, la inteligencia artificial, el big data y las posibilidades que brindan los wearables y los dispositivos móviles tanto para que controlemos y mejoremos nuestra salud como para que lo hagan remotamente los médicos.

La realidad aumentada lleva aplicándose desde hace algún tiempo en muchos ámbitos, pero seguramente el más espectacular es el de los quirófanos. Si van a operar al paciente de un cáncer en el pulmón, permite que los profesionales sanitarios utilicen unas gafas para ver no sólo lo que hay sobre la piel sino también debajo. El cirujano observará antes de cortar con el bisturí los bordes limpios del tumor y con ello minimizará el impacto de la cirugía, que será más precisa.

La realidad virtual, por su parte, ha permitido revolucionar las prácticas de los estudiantes de Medicina, que ahora pueden operar mucho antes de salir de la carrera (esto no significa que no sigan necesitando cadáveres), ha hecho posible la telecirugía (el profesional interviene a distancia mediante un dispositivo robótico) y ha facilitado la evaluación del daño cerebral y la rehabilitación (es más fácil valorar las reacciones del paciente a los estímulos y ayudarle a ejercitarlas).

Carlos Guardiola, jefe de innovación de la empresa  española Sngular, recuerda que la realidad virtual también puede alterar y mejorar la percepción que tienen los enfermos sobre los tratamientos, la asistencia hospitalaria y el origen y consecuencias de sus propias dolencias. Es posible informar más eficazmente al paciente de su situación mediante gráficos y animaciones, se puede mitigar la ansiedad del que va a ser intervenido y se puede intentar construir “una narrativa nueva” y más constructiva y positiva para los niños que pasan largas temporadas en el hospital.

La inteligencia artificial es inseparable del fenómeno del big data, en el que incluiremos en este caso tanto la información estructurada (una base de datos convencional) como la no estructurada (la que procede de bases de datos que no se han comunicado hasta ahora, las de las redes sociales, etcétera). A lomos de esos datos y de las nuevas técnicas de recopilación y análisis, advierte Germán Seara, de la Unidad de Innovación del Hospital Clínico San Carlos en Madrid, se genera “conocimiento nuevo a partir de asociaciones conocidas”. A veces, lo hacen con la ayuda de unos sistemas que aprenden de sus propios errores.

 

Datos masivos

Julia Díaz, directora de innovación del área Health and Energy Predictive Analytics del Instituto de Ingeniería del Conocimiento (IIC), identifica las tres áreas en las que se utiliza el big data en el mundo de la salud: la descriptiva, la predictiva y la prescriptiva.

La primera se emplea “sobre todo para mejorar la gestión sanitaria”. El análisis de los datos, esencialmente de las historias clínicas, sirven en bandeja de plata el rastro, primero, de los pacientes que pasan por la consulta una y otra vez sin ser enfermos crónicos y, segundo, de los médicos que prescriben, de forma aparentemente inexplicable, muchos más fármacos que la media. Tomando medidas contra unos y otros pueden optimizarse las listas de espera y el gasto sanitario.

La segunda área es, como decíamos, la predictiva. Aquí la experta del IIC destaca las mejoras en  “la capacidad de los hospitales y los ambulatorios para prever los cambios en la demanda o calcular el coste de los enfermos crónicos”. Al mismo tiempo, matiza, “puede anticipar la aparición de algunas enfermedades relacionando variables que antes no se tenían en cuenta”. Uno de los principales avances en este sentido han sido las alertas tempranas de la sepsis, que es una inflamación del organismo que refleja una grave infección que puede ser mortal si no se trata a tiempo.

La tercera área es la prescriptiva, que es el nombre por el que se la conoce pero una denominación, para Julia Díaz, que no se ajusta a su uso ahora mismo. Ningún sistema inteligente prescribe automáticamente, afirma, sino que, según ella, “sugiere y recomienda al médico un abanico de tratamientos y le señala cuáles podrían ser más eficaces”. La última palabra es del profesional sanitario y, de hecho, la máquina tiene que estar lista para aprender de sus decisiones y de una intuición informada tras años de estudio y experiencia.

Los wearables, desde los relojes hasta la ropa, y los dispositivos móviles, según Germán Seara,  suponen “una variedad de sensores con un gran abanico de registros posibles (registros biológicos, actividad, desplazamiento, velocidad, posición…) que los hacen aplicables a muchos aspectos de monitorización pasiva”. Dicho de otra forma, el que los lleva accede de forma sencilla y transparente a múltiples indicadores sobre la evolución de su salud.

Los dispositivos móviles, esencialmente los smartphones, facilitan también, según Izanami Martínez, que ha abierto ahora una escuela física y digital de prevención de dolencias comunes que fomenta hábitos de vida saludables llamada Ygea Wellness School y lideró hasta febrero la startup de telemedicina Doctor24, “un servicio tan básico y útil como la vídeo-consulta con el médico, algo que nos permite, mediante un sistema avanzado de encriptación, resolver problemas sencillos sin tener que desplazarnos al ambulatorio”.

Según algunos estudios, afirma, “en el 75% de los casos las vídeo-consultas resuelven la situación sin que se necesite presencia física”. Quizás por eso cada vez son más los que en España, viendo que este servicio sólo es incipiente, evitan los desplazamientos poniéndose en contacto con los profesionales sanitarios de confianza y enviándoles imágenes por el móvil. Olvidan, advierte Martínez, que no es un medio que garantice su privacidad. Es más fácil hackear un móvil cualquiera que una infraestructura preparada para repeler estos ataques.

 

Cuidado con la euforia

Dispositivo para colocar en el oído y que recoge datos de relevancia médica., tokio. AFP/Getty Images

En un contexto como éste, que invita a la euforia, no es extraño que muchos medios de comunicación hayan interpretado la ola de estas nuevas tecnologías digitales como un fenómeno poco menos que imparable en el sector de la salud. La realidad, sin embargo, revela que existen muchísimas resistencias que pueden ralentizar y, en ocasiones, abortar su adopción y desarrollo.

Destacan entre ellas, sobre todo en Europa, donde la sanidad pública ha dejado a la privada en una posición poco menos que marginal, una administración que se adapta con lentitud al cambio, que está más orientada a la eficiencia de sus procesos que a la experiencia del cliente y que no cuenta con el acicate de la competencia para tomar decisiones rápidas y transformarse. La digitalización de la gestión y la información hospitalaria y los vehículos para compartirla de forma segura están muy poco desarrollados en la mitad de los centros españoles. Sin esa infraestructura, es imposible que la inteligencia artificial o los datos masivos les sean útiles.

Otra resistencia notable es la estructura organizativa propia de la sanidad, tanto pública como privada. Los jóvenes y nativos digitales están infrarrepresentados en los órganos de decisión, todos siguen el liderazgo efectivo y simbólico de los veteranos y todo ello provoca que la utilización de las nuevas técnicas se demore y dependa de profesionales que han construido toda su trayectoria en torno al mundo analógico.

Además, las suspicacias ante lo nuevo fermentan mejor en un contexto donde la protección del paciente es esencial y las consecuencias de un error pueden ser desastrosas, donde los salarios son relativamente bajos, donde los profesionales se sienten quemados (burnout) porque los turnos y guardias son durísimos y donde, por fin, existe para algunos la sospecha de que el objetivo último de las nuevas tecnologías es automatizar la atención médica y dejarlos sin trabajo.

Carlos Guardiola, jefe de innovación de Sngular, asegura que ellos no persiguen en absoluto la sustitución del médico sino “precisamente la optimización de su tiempo”. La idea sería “por una parte, quitarle de las tareas rutinarias que no le aportan valor, y por otra, dejar que sea la inteligencia artificial la que pueda recopilar la información del paciente a través de un proceso de diálogo en lenguaje natural, acceda a las vastas fuentes de información histórica de síntomas, y presente al profesional aquellos hechos relevantes que le puedan ayudar a tomar la decisión”.

Los reguladores y los supuestos beneficiarios de las nuevas tecnologías también pueden oponer una resistencia notable. A los reguladores, sabiendo que las historias médicas son el botín de moda en la Internet oscura, les preocupa que los datos se empleen mal, se filtren y lleguen a manos de empresas que empiecen a utilizarlos, por ejemplo, para subir el precio de los seguros o para despedir y contratar personal. A algunos ciudadanos les inquieta, igualmente, la excesiva fe que ponen algunos forofos de la tecnología en unos sistemas que, hoy por hoy, no pueden reemplazar la atención y los conocimientos de un profesional sanitario. Tampoco parece que quieran ser los primeros en experimentar las ventajas de, por ejemplo, la telemedicina si no saben de nadie cercano que la haya usado antes.

 

Grandes desafíos

Más allá de las resistencias propias de los colectivos, administraciones y empresas ante la aplicación de los últimos avances, lo cierto es que las nuevas tecnologías todavía tienen que afrontar satisfactoriamente importantes desafíos.

Entre los principales destacan la protección frente unos ataques informáticos que están siendo capaces de robar miles de historias médicas en potencias tan avanzadas como Estados Unidos y la forma en la que todas las entidades intentan evitar reconocer que se las han robado por miedo a que sus pacientes las abandonen. Así las cosas, no podemos evaluar ni la magnitud del problema ni la calidad de la protección y la respuesta ni hasta qué punto todas las ventajas de la digitalización compensan este evidente peligro.

Otro desafío de gran envergadura es que estén canalizándose demasiados recursos a las nuevas tecnologías digitales, que tienden a ser proyectos con unos modelos de negocio más simples y con una rentabilidad a corto y medio plazo, y que esa inversión vaya en detrimento de proyectos que sean difíciles de rentabilizar y requieran una apuesta a largo plazo como las investigaciones de enfermedades raras. Existe un vibrante debate en este sentido: algunos profesionales dicen que no es un juego de suma cero y otros que el forofismo digital está recortando los presupuestos de los laboratorios tradicionales.

Por último, el coste de las nuevas tecnologías para unos sistemas sanitarios con cada vez más problemas de financiación debidos a la crisis y al envejecimiento de la población  también es un desafío sustancial. A diferencia de lo que ocurre con muchos otros sectores, la adopción de las técnicas más punteras ha tendido a elevar el coste del servicio sanitario en vez de disminuirlo, a pesar de sus repetidas promesas de que las mejoras en la eficiencia compensarían la inversión con creces.

Nos encontramos ante un escenario repleto de incógnitas para los próximos años. Todo parece indicar que las tecnologías superarán, gradualmente, muchos de los desafíos y resistencias que han ralentizado o impedido su adopción en el mundo de la salud, pero no sabemos cuáles serán las consecuencias para el presupuesto público, si ahorrarán o añadirán trabajo finalmente a unos profesionales sanitarios con problemas severos de estrés, hasta qué punto los beneficios compensarán las inevitables filtraciones de los datos o si los ataques informáticos serán realmente evitables o su éxito seguirá dependiendo sobre todo de la pericia de los hackers. Promete ser un período fascinante.