La nueva literatura rusa de la crisis.  

 

A principios de este año, Borís Nemt sov y Vladímir Milov publicaron un informe titulado Putin. Itogi o Putin. Resultados, que constituye una crítica documentada, completa e incuestionable de la corrupción, el autoritarismo y la disfunción general de lo que llaman rezhim Putina (el régimen de Putin). Sus argumentos económicos son muy reveladores. Después de ocho años de centralización gubernamental y económica de la mano de Vladímir Putin, unida a la incompetencia burocrática y al nepotismo que sus políticas favorecieron, Rusia había desperdiciado la única posibilidad de modernización que proporcionaron los años de bonanza de principios de la década del 2000.

La conclusión [del estudio] es: “La situación podía cambiarse. Pero las autoridades rusas actuales no son ni responsables ni profesionales ni honestas y, por ello, no pueden iniciar el cambio. La situación en Rusia cambiará sólo cuando los rusos tomen las riendas del destino de su país”.

A pesar de las credenciales de los autores (Nemtsov fue viceprimer ministro en los 90 y un reformista clave, que luego pasó a la oposición, y Milov, viceministro de Energía de la primera era Putin y ahora dirige un think tank), su informe circuló sólo como un moderno samizdat (copias de literatura clandestina) colgado en la web opositora www.grani.ru y, más tarde, en forma de delgado panfleto, con 5.000 ejemplares editados. Sus críticas ni siquiera causaron furor en los pequeños círculos de lo que queda de la intelligentsia liberal rusa, y se consideraron irrelevantes en un momento en el que el barril de petróleo se acercaba a los 140 dólares. Sin embargo, últimamente, Nemtsov y Milov son valorados por su poderosa perspicacia. En parte, esto se debe a la explosión, el pasado invierno, de la burbuja de la economía rusa –muy basada en los beneficios de un petróleo que perdió más del 50% de su valor–, que ha dado lugar a una bajada del 10% del PIB anual en el primer trimestre de este año, con respecto a los tres primeros meses de 2008; a una disminución de la producción industrial del 17% en el último año, medida en abril; a un índice de paro del 8%, y en rápido ascenso; a un rublo que ha perdido un 50% con respecto al dólar, y a una inflación que se prevé alcance, al menos, el 13%.

Pero también se debe a que la crisis económica ha fomentado una reevaluación mucho más amplia del sistema político de la era Putin. Incluso ahora, con los precios del petróleo de nuevo en alza y el inicio de un repunte de la Bolsa, para muchos, la crisis sigue recordando la gran oportunidad que se ha perdido en los últimos años.

El fracaso de Rusia, y el papel de Putin en él, es ahora el tema de un debate cada vez más vigoroso que se desarrolla en la Red de habla rusa, donde se publican un gran número de webs de la oposición, libres de las duras regulaciones impuestas a los medios de comunicación en la era Putin, y en las páginas de la agonizante pero aún influyente prensa liberal moscovita. Tomados en conjunto, estos textos representan una nueva literatura de crisis, un debate intelectual que no se refiere sólo a la clásica cuestión rusa Kto vinovat?, sino que también aborda las visiones opuestas acerca del futuro: Chto delat? En otras palabras, no sólo [se ocupa] de quién es el culpable sino de qué hay que hacer. Rusia no es sólo un país que combate la crisis económica, sino también una nación con problemas de identidad política. De la lucha de la intelligentsia rusa por comprender lo que ha traído el Gobierno de Putin nace un esfuerzo por perfilar el futuro. Ahora, al menos, saben lo que no quieren.

Como es habitual en los regímenes autoritarios, en los que los canales normales de debate están bloqueados, es difícil medir el impacto real de este incipiente y limitado hervidero de insatisfacción. Y una recuperación económica rápida –o una nueva subida de los precios del petróleo– podría vaporizar la nueva presión que este movimiento está ejerciendo sobre el sistema político. Aun así, hay varias razones para prestar atención a los ruidos. Primero, la mayoría de estos críticos no son disidentes profesionales marginados hace mucho tiempo por el Kremlin, sino miembros del establishment intelectual. Y sus opiniones sobre las ramificaciones de la crisis económica rusa son, si cabe, más necesarias en un momento en el que los análisis sobre Rusia realizados fuera del país se han centrado en la economía, y el Departamento de Estado de EE UU tiene el dedo pegado a un botón de reinicio que hasta ahora sólo ha activado las negociaciones nucleares. Además, el mero hecho de que los detractores de Putin se atrevan a escribir como lo hacen ahora (hasta hace poco muchos tenían miedo de criticar al régimen en términos tan graves) apunta a un posible cambio del clima político ruso no muy diferente a la propia glasnost (transparencia) del líder soviético Mijaíl Gorbachov en 1986 y 1987. En aquella época, gran parte de los textos críticos se consideraban meras divagaciones de la élite. Pero cuando desapareció la censura, sus contenidos fueron abrazados por millones de personas, lo que precipitó el colapso soviético. En este sentido, los críticos de hoy pueden ser las nubes que anuncian la tormenta.

El régimen de Putin, en un caso clásico de lo que el politólogo de la Universidad de Harvard Samuel Huntington llamaba “legitimidad de actuación”, ha disfrutado de una aceptación generalizada, mientras la renta crecía a pasos agigantados. La “modernización autoritaria” fue, en gran medida, inspirada y justificada por el espectacular crecimiento de China, pero la versión rusa del milagro chino ha resultado ser otra ciudad Potemkin.

Para muchos pensadores, escritores y activistas rusos que estudian el legado del putinismo, ha sobrado autoritarismo y ha faltado modernización. Como ha explicado la brillantemente sarcástica Yulia Latynina, una de las analistas rusas más perspicaces, en China, el Estado les dice a los empresarios: “Adelante, haceos ricos y, si algún burócrata os molesta, le retorceremos el pescuezo”. En Rusia, el Estado les dice a los burócratas: “Adelante, haceos ricos y, si algún empresario pone pegas al acuerdo, le aplastaremos la cabeza”.

Al observar a Rusia ahora, los nuevos críticos de Putin sólo ven las ruinas de las promesas incumplidas y del desperdicio de la riqueza. Como Netsov y Milov, le reprochan haber perdido la oportunidad de lograr un Estado moderno y transparente y una economía diversificada e impulsada por los emprendedores, cuyas semillas podrían haberse plantado bajo las condiciones más favorables de principios de esta década. “En todos los años de dinero fácil y maravilloso, que fluía de los gasoductos como si se tratara de una fuga de agua en el cuarto de baño, no hemos movido un dedo para diversificar la economía”, escribió en marzo Nikolai Svanidze, catedrático de la Universidad de Humanidades de Moscú y miembro de la Cámara Pública, el principal órgano asesor del Kremlin, en Ezhednevnyi zhurnal, el diario opositor online más importante. Por decirlo llanamente, Svanidze añadió, Rusia no ha aprendido a hacer nada que tenga demanda en el mercado global: “Como en el siglo xx, no podemos ofrecer al mundo nada que no nos haya sido dado por la madre naturaleza: ni productos electrónicos ni ropa ni comida ni coches ni medicinas, ni siquiera juguetes”. En vez de resurgir como una potencia económica mundial, Rusia parece estar convirtiéndose en una “gasolinera china barata”, concluye.

Rusia parece estar convirtiéndose en una “gasolinera china barata”

“Ktovinovat?”. ¿Quién es el culpable?”. Siguiendo este argumento, es la fusión de la propiedad privada y el poder, sin precedente en la historia de Rusia, lo que produjo el crash. Esto es lo que quería decir Dmitri Trenin, del Centro Carnegie de Moscú, cuando escribió que, hoy, quienes gobiernan Rusia también poseen Rusia. Tal Estado ha generado una economía “corrupta hasta la médula”, ha escrito Nikolai Zlobin, columnista del diario económico más prestigioso de Rusia, Vedomosti. El desastre ruso no puede definirse puramente como una crisis económica, añadía Zlobin. “Es una genuina crisis política causada por el fallo del sistema de gobierno en su totalidad, la ausencia de competencia política y económica, la monopolización del poder. Es una crisis del Estado centralizado de Putin”.

Y los rusos están empezando a darle la razón. En una encuesta de 20082009 realizada por la empresa independiente de estudios de opinión con mayor fiabilidad de Rusia, el Centro Levada, el porcentaje de los que creían que el país iba por buen camino bajó del 59% al 41% en un año, mientras los que contestaron que Rusia estaba moviéndose en la “dirección errónea” representaban un 39% de la muestra (frente al 27% del año anterior).

Por supuesto, con la televisión como única fuente de información para una inmensa mayoría de los rusos –completamente manipulada por los censores del Kremlin–, Putin ha mantenido su capa protectora de teflón. La gente continúa culpando de lo que han sufrido el pasado año a todo y a todos menos al primer ministro o a Dmitri Medvédev, el presidente que él designó. Sus valoraciones siguen siendo muy altas. Como pasaba en los 80 con el Partido Comunista, haría falta una combinación de un empeoramiento radical de las condiciones de la vida diaria y una información honesta sobre estas condiciones por parte de los medios nacionales para que el teflón empezara a despegarse.

Y ahora vayamos a la otra pregunta con reminiscencias del pasado revolucionario ruso: “Chto delat?”. “¿Qué hay que hacer?”. Muchos integrantes de la élite rusa, incluidos bastantes miembros del Gobierno o personas cercanas a éste, piensan ahora que puede ser imposible salir de la crisis aferrándose al actual sistema político. Incluso, aunque una subida de los precios del petróleo sacara la economía de la recesión, hay una nueva conciencia de la vulnerabilidad de Rusia a la crisis si no se realizan verdaderas reformas económicas estructurales. Una veterana observadora de la política rusa durante las dos últimas décadas, Lilia Shevtsova, lo explica así: “Preservar el régimen existente implica preservar las fuentes estructurales de la crisis económica”. Su comentario ya no es académico. Al final, el Kremlin podría tener que enfrentarse a una desagradable elección: abandonar el actual autoritarismo suave –que prefiere, en general, los sobornos y la intimidación al encarcelamiento y al asesinato– y sustituirlo por una dictadura en toda regla, o expandir sus bases políticas abriendo un diálogo con la oposición, liberalizando la política y reduciendo el control estatal de la economía. La primera vía sería emprendida sin Medvédev, con Putin de nuevo en la presidencia. El otro escenario no deja sitio para Putin.

El atractivo de una estabilización reaccionaria se ve reforzado por el hecho de que muchos componentes fundamentales de ese tipo de regímenes se han ido introduciendo durante los últimos ocho años y están ya muy bien anclados. Como ha señalado el destacado ensayista Leonid Radzikhovsky en Ezhednevnyi zhurnal, la mayoría de los elementos de la sensibilidad soviética de los 70 han sido resucitados: la bunkerización, la histeria antiestadounidense, la ostentación nacionalista, el cinismo total como norma moral, el miedo, las mentiras propagandísticas, las rentas del petróleo y el poder de una escasa y autodesignada nomenklatura.

Por contra, las condiciones previas para lograr una liberalización pueden ser más difíciles de forjar. Éste podría ser un arduo, ambicioso y arriesgado intento –con el traumático recuerdo de la perestroika aún muy vivo–, que exigiría desmantelar los peores aspectos del putinismo y crear una economía basada en la innovación y en la modernización de las infraestructuras. Sin duda, se necesitarían más que reformas económicas para poner en marcha esa economía. Podría ser necesario nada menos que un nuevo contrato social. Hasta ahora, la filosofía del putinismo ha sido simple: ¿quién necesita ciudadanos que paguen impuestos mientras uno tenga petróleo caro? Pero si los precios del oro negro ya no son una garantía fiable de crecimiento, el Estado ruso puede verse obligado a crear una nueva base fiscal: sus ciudadanos, que deben recibir a cambio el derecho a sentirse actores políticos viables, junto con derechos políticos y autogobierno.

Este nuevo contrato social, como sostenía en abril el crítico Dmitry Oresh kin en Novaya Gazeta, el principal periódico opositor, podría crear un cambio monumental en Rusia, análogo a la clásica confrontación entre el “rey” (poder estatal) y la “ciudad” contribuyente (burguesía) que dio origen a las libertades y a los derechos civiles y, finalmente, al Estado moderno. Pero es poco probable que el Gobierno se decante por esta opción. Recordemos la larga e insólita entrevista que Medvédev concedió a Novaya Gazeta el 13 de abril (no mucho después de que otro de los periodistas de este periódico fuera asesinado a tiros). El director, Dmitri Muratov, le dijo al presidente: “Mire, según el antiguo contrato social, el Estado proporcionaba a los rusos un cierto nivel de saciedad y confort a cambio de su lealtad. Pero la vieja prosperidad se ha acabado y con ella el contrato de aquellos lucrativos años. Desde el momento en que ni el Estado ni la sociedad pueden afrontar la crisis en solitario, necesitan crear una nueva base de cooperación. ¿Qué clase de nuevo contrato deberían negociar?”

Con su típica ofuscación elocuente e informada, Medvédev eludió la pregunta y habló durante largo rato de Rousseau, las constituciones y los derechos y las libertades del “hombre y del ciudadano”. Pero ni siquiera esa erudición puede sustituir la capacidad de tomar decisiones difíciles en tiempos peligrosos. Aparte de la oscura atmósfera kreminológica del asunto (¿quién estará al mando dentro de un año: Putin o Medvédev?), la prevalencia de las críticas antiPutin indica claramente que alguien en el Kremlin puede tener que decidir pronto qué bifurcación del camino tomará Rusia. Porque si el cambio no comienza desde arriba, puede venir de abajo.