La guerra abierta entre Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe hace peligrar la estabilidad en Colombia. ¿Conseguirá el país una verdadera paz y reconciliación?

 

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EITAN ABRAMOVICH/AFP/Getty Images

 

El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, ha confirmado recientemente su intención de aspirar a la reelección en 2014, adelantando una campaña que trasciende la política y que, en efecto, exige al país una introspección profunda sobre su pasado y sobre su futuro.

A primera vista, esto es una contienda política como muchas otras en Colombia y Latinoamérica. Santos se enfrenta de forma indirecta a su mentor y predecesor Álvaro Uribe, quien lo escogió para sucederle. Más de 60% de los colombianos han asegurado que rechazan una eventual reelección de Santos, quien anunciaría su candidatura oficialmente seis meses antes de las elecciones, como exige la Constitución. Una proporción similar de ciudadanos apoya las negociaciones de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, que se llevan a cabo en La Habana y en las que el presidente está apostando su reelección.

Uribe no puede postularse a la presidencia, pero sí liderar el movimiento de oposición, que por ahora es el más fuerte en la contienda. Aunque tanto uno como otro se disputen el mismo movimiento político. La popularidad del antiguo presidente sigue siendo abrumadora, por encima del 55%, aunque empieza a disminuir a medida que arrecian los ataques a Santos. El riesgo, cada vez más probable, es que Uribe postule a un candidato, aunque él encabezaría la lista de su partido al Senado.

Santos, en todo caso, movió ficha antes y en su equipo reeleccionista incluyó a casi todos los otros posibles rivales electorales más populares, incluyendo varios aliados de Uribe. De esa manera, si Santos no puede reelegirse, sería el santismo y no el uribismo el que, en todo caso, tendría las de ganar.

Pero a los colombianos se nos está pidiendo elegir mucho más que a un presidente o decidir entre el santismo y uribismo. Está en juego simultáneamente la, hasta ahora, inalcanzable meta de la paz, la memoria histórica, la consolidación institucional y democrática y, por supuesto, la economía y la prosperidad.

Santos no representa el futuro ni de ninguna manera ofrece ni todas ni las mejores soluciones para los retos a que se enfrenta Colombia, pero es indiscutible que propone continuar con un proceso de evolución como país que de hecho empezó Uribe. En cambio, el uribismo quiere frenar el revisionismo y volver al caudillismo populista.

Memoria histórica

Para entender la guerra política entre Santos y Uribe hay que entender cómo el país llegó a esta tan trascendental decisión.

La historia moderna colombiana empieza con el primer y único caudillo hasta Uribe, el socialista Jorge Eliecer Gaitán, quien fue asesinado en 1948, el mismo día que se fundaba la Organización de Estados Americanos en Bogotá, desatando el periodo más oscuro de Colombia: La Violencia.

Fue una guerra civil no declarada entre un Gobierno conservador y guerrillas liberales que entre otras cosas son precursoras de las guerrillas comunistas modernas con las que Santos intenta negociar ahora. Tras una guerra sucia en la que murieron más de 200.000 personas, casi todas civiles, y que incluyó el uso de napalm, el dictador benevolente Gustavo Rojas Pinilla transitó a Colombia por una etapa reformista y autoritaria.

Una vez derrocado tras solo cuatro años en 1957, la solución de la élite colombiana, liberal y conservadora, de alternar gobierno cada cuatro años cementó lo que al fin y al cabo es la raíz de todos los problemas colombianos: la desigualdad.

Esta etapa llamada Frente Nacional, que finalizó en 1974, permitió a la élite colombiana cerrar la movilidad social y política. Ya para entonces las guerrillas comunistas apoyadas por la Unión Soviética y Cuba empezaban a consolidarse y surgió el narcotráfico.

El tráfico de drogas en Colombia debe entenderse, sin embargo, como el vehículo de inclusión social equivalente a los movimientos de izquierda que se dieron en el resto de América Latina. Fue un recurso social como reacción a la inamovilidad política y económica impuesta por la élite bajo el disfraz de estabilidad del Frente Nacional.

Los Pablo Escobar y equivalentes se apropiaron del negocio más rentable del mundo porque era la única forma para que la clase baja y burguesa se abriera paso. En vez de pedir permiso para entrar al Country Club, compraron los Country Club directamente.

Lo anterior es clave para entender a Colombia. El campo se ced

ió a las guerrillas y los narcos encontraron apoyo en las ciudades y en los partidos políticos. Pablo Escobar fue congresista y sus amistades incluían a muchos miembros de la élite política.

Para 1984, el poder del narcotráfico se había vuelto inatajable y las minúsculas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, negociaron un cese el fuego con el Gobierno y conformaron la Unión Patriótica, un partido político que se planteó como solución al conflicto armado, no porque ofreciera soluciones prácticas, sino porque daba una salida política. Sin embargo, los líderes y seguidores de la Unión fueron masacrados por una alianza entre los paramilitares, los narcotraficantes, la fuerza pública y la élite. Las FARC aprendieron que no se podía confiar.

Desde entonces, como resultado de una economía en deterioro, el narcotráfico se alió con quien hiciera falta: la guerrilla, los paramilitares, la fuerza pública, los aristócratas, EE UU y con cualquiera que le permitiera existir. Se mató a capos, pero no al narcotráfico y la violencia, aquella que había empezado a principios del siglo XX, fue apropiada por todos los grupos de poder, legales e ilegales, para sobrevivir.

Las FARC pasaron a ser un ejército que estuvo a punto de rodear a Bogotá y la élite, con ayuda de EE UU y de las Fuerzas Armadas, recurrió de nuevo a la guerra sucia para combatir a la insurgencia, corrupta y violenta, pero cada vez más fuerte.

Del abismo a la esperanza

Colombia tocó fondo durante el gobierno de AndrésPastrana. Su clase política estaba podrida hasta la médula y desprestigiada, mientras que la economía retrocedía y la desigualdad aumentaba. Pastrana fracasó en su intento de negociar la paz con unas FARC arrogantes y dejó al país en 2002 al borde de convertirse en un Estado fallido. Los colombianos estaban entre cuatro frentes ilegítimos: la fuerza pública desprestigiada por sus abusos a los derechos humanos, las FARC, los paramilitares y el narcotráfico, que a su vez era el sustento de todos los demás.

La desesperación abrió paso al Gobierno de Uribe, que rompió con el impasse y restableció el orden. Lo hizo quizás de la única manera que era posible: con autoritarismo populista disfrazado con la legitimidad de un apoyo abrumador de la población sedienta de seguridad, de estabilidad y de crecimiento económico.

Durante dos décadas, los paramilitares con complicidad de varios gobiernos limpiaron grandes extensiones de Colombia de la presencia guerrillera a punta de masacres y terror. No se sabe exactamente cuántas víctimas hay de la guerra en Colombia desde el fin de La Violencia, pero son decenas de miles, en su enorme mayoría civiles. Solo en los 90 murieron más de 10.000, casi todos a manos de paramilitares, pero sin duda la fuerza pública y las guerrillas son responsables de miles de muertes de inocentes y de incontables violaciones a los derechos humanos.

De hecho, y después de tanto sacar pecho sobre la seguridad democrática y derrota de las FARC, Colombia sigue siendo el país con más desplazados en el mundo.

A mediados de la década pasada, Uribe negoció con los paramilitares una paz que permitió al Estado recuperar el control estratégico del país, negándole al narcotráfico el caos que le permitía prosperar, aunque líderes que confesaron ser responsables de cientos de muertes serán liberados el próximo año como parte del acuerdo de desmovilización, mientras gran parte de sus milicianos ser reconvirtieron en carteles paramilitares que siguen controlando el narcotráfico.

Se sacrificó la democracia y la memoria histórica a cambio de la estabilidad, pero el Estado con Uribe empezó a recuperar el control y los colombianos la esperanza. En 2010, Santos fue elegido abrumadoramente gracias al espaldarazo de Uribe. Pero Santos, contra todo pronóstico, cambio el rumbo que su predecesor había trazado, uno que entre otras cosas involucraba sepultar para siempre las violaciones del Estado y abrir el camino para que Uribe volviera al poder con otra reforma constitucional.

Santos, un político astuto, es un pragmático que puso la economía por encima de la ideología. Se amistó con el fallecido presidente de Venezuela, Hugo Chávez, acérrimo enemigo de Uribe, y se dispuso a negociar con las FARC. Pero mientras, permitió que se expurgara el pasado y se disminuyera la desigualdad social, devolviendo tierras robadas por terratenientes con ayuda de paramilitares, aumentando de forma significativa y por primera vez en décadas la inversión social y abriendo un debate serio sobre la reforma agraria, entre muchas otras medidas.

Uribe no le perdona a Santos su voluntad negociadora. Pero a la élite colombiana le asusta aún más la posibilidad de que las FARC lleguen a ser un partido político y perder sus fortunas ganadas a punta de bala. Lo que es peor, Santos ha apoyado que los tribunales, que han logrado mantener su independencia en esta evolución, investiguen los excesos que Uribe intentó de tantas maneras ocultar y que, por cierto, investigan al propio Uribe por sus lazos con paramilitares.

Santos, por tanto, no es un salvador. Ni siquiera es carismático. Pero supo recoger los frutos del Gobierno de Uribe para empezar a reconducir a Colombia a un camino hacia un verdadero Estado de Derecho, uno que sin duda requerirá muchos más años de los que Santos pretende reelegirse.

El cáncer de Colombia no es ni la guerrilla, ni los paramilitares, ni siquiera su élite desfasada. Es la desigualdad económica que sustenta el narcotráfico, que a su vez nutre todos los otros males. Si Colombia va a prosperar, a erradicar a las FARC, a los paramilitares, las violaciones de los derechos humanos, debe elegir una reforma profunda de la estructura económica que permita, fundamentado en el libre mercado, una mejor distribución de la riqueza que elimine los factores que alimentan el narcotráfico.

Solo así habrá una verdadera paz y reconciliación.

 

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