¿Hay soluciones progresistas a las exigencias del siglo XXI, genuinas y reales, que no sean sólo retóricas? De no responder la izquierda europea a algunas de las cuestiones que plantea la derecha, ésta capitalizará el descontento popular que atizan los extremistas.

El antiguo Ayuntamiento de Shoreditch se halla en un rincón de East London, la zona este de la capital británica, de tradición obrera y agitada historia política local, hoy convertida en zona de moda para las salidas nocturnas. El pasado marzo se reunió allí una gran convención de entre 50 y 60 representantes de la izquierda democrática europea: los “progresistas”, como se denominan a veces, o los “partidos de centro-izquierda”, etiqueta preferida por los británicos del new labour, coanfitriones del encuentro junto con los socialdemócratas alemanes; el motivo, un diálogo estratégico sobre inmigración, cohesión social y populismo de derechas en Europa, un fenómeno ya no tan novedoso, pero que sólo ahora se han tomado en serio algunas izquierdas.

Más de uno pensará: “Ya era hora de que se trataran estos asuntos”. Se ha hecho patente lo necesario que es este debate, en vista de la situación de la izquierda en Europa. Quizá por eso en algunos momentos de la reunión de Londres llegaron a coincidir varios ministros, secretarios de Estado y exministros británicos, lo que sólo ocurre en los actos internos de los laboristas en los que participa en persona el maestro Blair. Igual de extraordinario fue que España enviara una delegación de tres miembros y que se implicara activamente en las deliberaciones. La crisis de las izquierdas se manifiesta incluso donde menos visible resulta.

Pero antes de nada vayamos al encuentro de Shoreditch. Como aperitivo, el diputado laborista
local Charles Clarke, que fue ministro de Interior del Ejecutivo de Blair [hasta mayo de 2006], habló a los invitados de otros países de los salvajes años 30 británicos, cuando los ultraderechistas protestaban con violencia contra la llegada al país de inmigrantes judíos. Entre ellos y los extranjeros venidos del continente europeo se producían auténticas batallas campales.
La conclusión del relato de Clarke fue que el Reino Unido ya había pasado por todo esto. En efecto, la inmigración, la xenofobia, el populismo, el extremismo y la crisis de la democracia no son nada nuevo (lo cual no quiere decir que resulten inofensivos: los años 30 no le sentaron bien a Europa).

Las líneas de conflicto discurren de otro modo en la era de la globalización, no sólo en Londres sino en París, Ámsterdam, Berlín… Sin embargo, aunque la situación se ha calmado un poco en el barrio que rodea al antiguo Ayuntamiento de Shoreditch, el problema no ha desaparecido. Los chovinistas radicales, que a finales de los 70 volvieron a hacer de esa zona de la capital británica uno
de sus centros, se han establecido a un par de kilómetros de distancia. La agitación de los ultras contra Europa, la democracia liberal y las personas diferentes a ellos (por su religión, procedencia o ideología) calan en el electorado tradicional de los laboristas. Sus votantes de siempre no son inmunes a los lemas simplificadores de los demagogos derechistas del Partido Nacional Británico, que pulsan mejor
el ambiente de los pubs, en los que ya casi no seduce la deslumbrante y escurridiza retórica reformista de Tony Blair, a pesar de su victoria en tres elecciones sucesivas. Así, el supuesto liderazgo de los progresistas de las islas se encuentra en apuros. “Si la izquierda quiere que éste sea un siglo progresista tiene que lidiar con la inmigración”, se quejó Liam Byrne, secretario de Estado del Ministerio del Interior, ante los invitados venidos del continente. Su discurso recordaba a una declaración de objetivos, pero también sonaba a aviso. “Sólo si detenemos la inmigración permaneceremos en el poder”, parecía avisar. Difícil empresa, pero además, ¿bastará sólo con eso?

La izquierda británica en el poder no está sola ante el dilema. Los socialdemócratas de toda Europa buscan un triple equilibrio entre la nueva constelación de problemas y sus soluciones históricas (en el ámbito de las políticas económicas, laborales, sociales, de inmigración e integración); entre los principios del Estado de Derecho y la estrategia antiterrorista y, por último, entre los intereses nacionales y las necesidades internacionales, en el ámbito de la política exterior y de seguridad.

¿Hay respuestas progresistas a las exigencias del siglo XXI, genuinas y reales, que no sean sólo posibilidades retóricas de elegir entre una política u otra? ¿O bien se mantiene vigente el principio TINA, llamado así por el acrónimo del dogma tristemente célebre en el que Margaret Thatcher basó la infalibilidad vaticanista del neoliberalismo: “There Is No Alternative” (“no hay alternativa”)?

Hace tiempo que los socialdemócratas, desde Escandinavia hasta Grecia, se sirven de los mismos argumentos para imponer algunas de sus dolorosas reformas sociales. También en los debates de East London, el ministro del Interior británico, John Reid, justificó el endurecimiento de la política de inmigración apelando a la opinión pública. Habría que tenerla en cuenta. “Si no lo hacemos nosotros (la izquierda progresista), otros se aprovecharán de este asunto”, alertó este militante laborista escocés que, además, prometió “medidas fuertes” para proteger a las “capas vulnerables” del país (que son también los inmigrantes, pero en primer lugar las propias “clases bajas”), que se centren en el interés de “las familias que trabajan duro” (es decir, de los autóctonos que tienen un trabajillo y suponen que todos los extranjeros son vagos y viven del cuento) y que son necesarias para todos aquellos “que se atienen a las normas” (¡atención: los inmigrantes ilegales no respetan las normas!). Y entonces, ¿en qué se diferenciaría esta táctica de una política de inmigración conservadora? “Nosotros basamos
las medidas fuertes en nuestros valores progresistas”. En modo alguno la intención es tan cínica como suena. En realidad, lo que quiere decir es: “Tenemos en cuenta los temores (y los prejuicios) de nuestro electorado tradicional, pues de otro modo llegan los xenófobos y racistas, seducen a nuestros votantes y nos los arrebatan, y entonces hacen girar el país a la derecha”. Sólo faltó que formulara una pregunta que estaba en la mente de todos: ¿es eso lo que queréis?, dirigida a los escépticos del continente y a la izquierda defensora de los derechos humanos.

SILENCIO EN LA DERECHA
Mientras, los tories guardan un silencio engañoso, según los estrategas laboristas. Y hay motivos suficientes para ese análisis. “Antes sólo hablaban de inmigración, hoy hablan de todo menos de inmigración”, ironizaba Reid en la convención. No es ninguna tontería para el Viejo Continente. En Suecia, el aplazamiento de los problemas permitió al centro-derecha ganar las elecciones legislativas del pasado septiembre [después de 12 años de dominio socialdemócrata], unidos en una coalición de cuatro partidos bajo el mando de los conservadores, ya no tan conservadores (les llaman los “nuevos moderados”). Los socialdemócratas no encontraron ninguna receta para combatirlos. En los Países Bajos, donde también se celebraron comicios el pasado otoño, los democristianos del Gobierno abandonaron de forma discreta las posiciones que habían mantenido hasta entonces, prometieron un respiro en las reformas sociales y dejaron el explosivo asunto de la inmigración y la integración a su compañero de coalición de la derecha, el liberal VVD (Partido Popular por la Libertad y la Democracia). Así continuaron siendo el partido más fuerte.

En cualquier caso, la emigración es un tema de gran contenido emocional. El considerable efecto que puede tener la explotación política de estas cuestiones ha sido aún más visible en el continente europeo que en la isla del new labour durante los diez últimos años. Gracias al sistema proporcional, las tradicionales estructuras de mayorías se han derrumbado en muchos países por la aparición de partidos marginales relativamente pequeños. Durante mucho tiempo se ha infravalorado a estos nuevos competidores, sobre todo desde los partidos de centro, en gran medida porque no se quería tener nada que ver con ellos. Sobre todo, pretendía evitarse que crecieran más si se les prestaba demasiada atención.

La fauna de esos advenedizos radicales y extremistas, furibundamente antidemócratas, es muy variada, y va desde los ex maoístas o excomunistas de partidos populistas de izquierdas –como en los Países Bajos, Alemania, Suecia, Italia y España– hasta los radicales neofascistas y neonazis que son fuertes en la Alemania oriental (y en varios de los nuevos miembros de la Unión Europea), pasando por los chovinistas ultras del Estado de bienestar que rechazan a los extranjeros, como en Austria, Bélgica, Dinamarca o Italia, y los nacionalistas autoritarios enemigos de Europa, como los que triunfan en el Este del continente.

Banderas negras: un grupo de neonazis del NPD alemán se manifiesta para recordar el 60º aniversario del bombardeo aliado de Dresde.

La irrupción de estos competidores extremistas y marginales da evidentes quebraderos de cabeza a los partidos europeos de centro. Cuando más clara se vio esta tendencia fue en los comicios holandeses, el pasado otoño. Las dos formaciones tradicionales, los democristianos del primer ministro Jan Peter Balkenende y los socialdemócratas de Wouter Bos, ministro de Finanzas y viceprimerministro, no lograron la mayoría parlamentaria para el centro debido al éxito de los populistas a derecha e izquierda. Las grandes alianzas rojinegras no son infrecuentes en Europa occidental y sirven de respuesta política cuando no hay una mayoría clara. Por primera vez, ya no era posible. Ahora gobierna en La Haya, como tercer miembro de la coalición, el pequeño partido integrista católico Unión Cristiana, una formación con principios antiliberales (se opone al matrimonio homosexual, al aborto y a la eutanasia), pero con una posición progresista en política social y una orientación “cristiana” en inmigración. Una mezcla curiosa, fuera de lo común, que merece la pena observar.

Una ojeada al mapa político muestra que desde que los populistas y los extremistas labran el terreno político de Europa, han transformado el paisaje. Antes del cambio de siglo, los socialdemócratas y los socialistas democráticos de la antigua Unión Europea de 15 miembros habían alcanzado su cima política. Ocupaban la jefatura de Gobierno en 11 países, y participaban en otros dos como socios menores. La verdad es que se trataba de una tropa bastante solvente: António Guterres en Portugal, Lionel Jospin en Francia, Gerhard Schröder en Alemania, Wim Kok en los Países Bajos, Göran Persson en Suecia, Paavo Lipponen en Finlandia, Poul Nyrup Rasmussen en Dinamarca, Franz Vranitzky y Viktor Klima en Austria, Romano Prodi y Massimo D’Alema en Italia, Constantino Simitis en Grecia y, además,
Bill Clinton, como compañero al otro lado del Atlántico. Fue la época dorada del avance democrático y de los gobiernos progresistas.

Sin embargo, esa izquierda reformista intercontinental se volvió demasiado entusiasta. Se dispuso a adaptar la Vieja Europa (como la llamaría más tarde [el ex secretario de Defensa de Estados Unidos] Donald Rumsfeld, con desprecio, en otro contexto) a la maravillosa e imparable globalización, a modificar las antiguas estructuras, a poner en forma el “modelo de Estado social” para el baile con el capital financiero. Era la época en que el reformador del partido, Tony Blair, encantado de conocerse, hablaba de la “revolución” inminente que tenía planeada para el Reino Unido, de medidas radicales y de la necesidad del cambio permanente, de la adaptación, del “aprendizaje durante toda la vida” y de los “derechos y deberes” de los ciudadanos en el moderno Estado social.
El cambio tenía encanto, la palabra change era la consigna del momento. Los laboristas pensaban: “¿No somos estupendos?”. Sin embargo, más les valía no haber exagerado. Se aplicaron con demasiada pasión a la tercera vía que había marcado el padre intelectual del blairismo, Anthony Giddens, el sendero metódico entre el dogmatismo neoliberal del mercado y la ideología ortodoxa del Estado social.

Apenas llegado al cargo, el canciller alemán Schröder publicó, junto con Blair, un documento estratégico que coincidía punto por punto con las ideas de la tercera vía, pero que, al mismo tiempo, se interpretó como un reto a todas las tradiciones de la socialdemocracia y a los sindicatos. La política de alianzas iba a formularse de otra manera: buscando socios entre los gerentes del capital internacional, según la izquierda que se situaba a la izquierda de la tercera vía. Y no iban por mal camino. Pronto a Schröder le llamaron en su propio partido “compañero de los jefes” (“Genosse der Bosse”), lo que no le sentó nada bien políticamente. Sin embargo, Giddens constató enseguida que quizá se había entendido mal su petición a la izquierda de que comprendiera mejor las necesidades de las empresas y no considerara la economía como enemiga de clase. Tampoco había por qué averiguar los deseos de los empresarios mirándoles a los ojos. La globalización como oportunidad para comprender –el mantra de las izquierdas reformistas– no significaba que la izquierda se erigiese en ayudante del capital financiero, de la industria automovilística o del sector energético.

Fue en aquellos últimos años del siglo pasado, tras los sorprendentes cambios de Gobierno en Gran Bretaña, Francia y Alemania, cuando llegaron las primeras señales claras de aviso. A finales de 1999, Jörg Haider, el único populista de derechas relativamente conocido entonces, obtuvo el 27% de los votos, lo que convirtió a su partido en la segunda formación política de Austria, aunque por un margen escaso. La formación ultra constituyó Gobierno con el perdedor de las elecciones, el democristiano Wolfgang Schüssel, haciendo oídos sordos a la protesta de la escandalizada izquierda, que gobernaba en la mayoría de Estados de la Unión Europea [que había amenazado a Austria con sanciones a través de su presidencia de turno]. Era un acto de intromisión por parte de Bruselas, un primer gran paso hacia una política interior de la UE. En la historia de los partidos del Viejo Continente comenzaba un nuevo capítulo. Desde entonces, todo ha ido de mal en peor.

LA FIESTA HA TERMINADO
Una década después de su gran momento, la izquierda se pregunta qué ha ocurrido, qué grado de complicidad tiene en su pérdida de poder, influencia y “hegemonía cultural”. En resumen, se cuestiona: ¿en qué nos hemos equivocado? La izquierda tiene resaca. Es la consecuencia dolorosa del entusiasmo por el mundo feliz de la globalización, por la aceleración económica, por la modernización social, por la eclosión de la sociedad posindustrial. La izquierda de Blair, Kok y Schröder se había embriagado con la nueva economía, con la visión de una comunidad de individuos socialmente responsables, con la utopía de la sociedad del conocimiento formada por personas cultas, creativas y que aprendían durante toda su vida. Con todo ello, según cree hoy buena parte de la izquierda, perdió el sentido de la realidad. Ahora mira a su alrededor y comprueba que la fiesta ha terminado.

“En la televisión oigo a los políticos hablar siempre de reformas, reformas, reformas”, dijo en el congreso de Londres René Cuperus, asesor de la dirección del Partido Socialista holandés. “La gente de la calle ya no lo aguanta más”, aseguró. Esa “gente” no aparece en la retórica de la reforma. Sólo desempeña un papel de objeto en el discurso de la renovación. No ha contribuido a dar forma a esa política, de ahí que encuentre el mensaje de los modernizadores más bien inquietante y se pregunte por la permanencia de las costumbres, de las tradiciones, de lo acreditado… Eso es lo que muestran los resultados electorales.

En la oposición a los cambios hay mucho sentimiento en juego. “Irracional”, dicen con razón los racionalistas de las presidencias de los Estados de la UE. Ellos, los modernizadores que han sido elegidos y a quienes se paga para mejorar las condiciones de vida de las personas, quieren conseguir justamente eso. Para lograrlo se necesitan las reformas. Albergan buenas intenciones, pero están tan convencidos de hacer lo correcto que piensan que eso es suficiente. Así se endurecen las posturas y se cultiva la resistencia. Así se empuja a los votantes en brazos de los populistas, que defienden al “pueblo”, pero que en realidad no tienen ninguna respuesta para sus problemas. Su hora llega cuando los ciudadanos tienen la sensación de que “los de arriba”, “los de Berlín” o “los de la Moncloa” no se preocupan de su opinión, de que viven en una estación espacial, de que no tienen los pies en el suelo y de que sólo se interesan por ellos mismos. Un prejuicio que los políticos han alimentado desde hace años, sobre todo la izquierda reformista y tecnócrata.

Las declaraciones cosméticas no van a ayudar. Fue sorprendente que John Reid presentara como clásicas del “centro-izquierda” sus medidas “fuertes”, supuestamente inevitables desde el punto de vista político, para limitar la emigración ilegal, y también su regocijo por la buena colaboración con su homólogo francés, Nicolas Sarkozy. Sin embargo, también tuvo algo de ingenuo y conmovedor, suponiendo que lo dijera en serio. En realidad, ¿para qué todo aquello? Las soluciones conservadoras, dijo el sociólogo español Joaquín Arango, no se convierten en mejores o peores porque se las llame “progresistas”. Y lo que el podrían hacerlo igualmente los conservadores. Y además, lo harían.

IMAGINACIÓN AL PODER
Para encontrar de nuevo su identidad, la izquierda tiene que ser más imaginativa. En la actual crisis democrática, lo que más necesitan los partidos de centro –y sobre todo la izquierda, con su trayectoria como representante de la gente humilde– es un nuevo equilibrio entre el profesionalismo político y el amateurismo democrático, entre competencia y compromiso, entre racionalidad y emoción. En el fondo, era ésa la idea que subyacía al concepto de la tercera vía, que no es errónea sólo porque se haya dejado más o menos de lado o, empleando la terminología de los negocios, porque la haya absorbido el mercado.

Así, una izquierda moderna y antiortodoxa deberá comprender que la democracia es algo más que el funcionamiento de procesos administrativos, de rutinas sin interés y de técnicas de poder ensayadas, y que también tiene que ver con los sentimientos. Una constatación
que los populistas y los extremistas, también en la izquierda, han entendido y de la que llevan tiempo abusando. La izquierda reformista ha olvidado este aspecto o lo ha desatendido. “Si no conseguimos integrar las emociones políticas de los ciudadanos en la democracia –dijo hace poco el liberaldemócrata polaco y eurodiputado Bronislaw Geremek en un encuentro en Bruselas–, es que hemos perdido la partida”. Los demócratas deberían apelar también a los sentimientos de las personas. “Sólo así podemos seguir desarrollando la democracia, sobre todo a la vista de las actividades de los populistas, que se basan en los más bajos instintos humanos para simplificar los contextos complejos, y así dificultan o imposibilitan las soluciones políticas racionales a los problemas”, sostuvo.

En Shoreditch, junto a la crisis de la izquierda, se habló también de la ausencia de un “mensaje espiritual secular para los no creyentes”, para aquellos que no podrían volver a una religión en busca de sentido, a quienes no siempre se les puede ofrecer la realpolitik. Se trataría de una especie de religión sustitutoria que pudiera convencer a la generación europea de posguerra. En ese punto, la ronda de conversaciones bordeó un terreno peligroso. En la presente búsqueda global de orientación, a la humanidad se le presentan multitud de ofertas irracionales. La izquierda debería guardarse de las inspiraciones políticas del vudú justo en una época en la que los conservadores y los derechistas ortodoxos buscan certezas políticas eternas en el Opus Dei y en otros salvadores integristas. El debate de los valores, tal como lo plantea la retaguardia del new labour, puede ser sensato y respetable. Como mínimo, igual de rentable e importante sería la búsqueda de ideas nuevas para la revitalización de la democracia parlamentaria y liberal, así como una modernización de los partidos y de la visión que tienen de sí mismos y un retorno a la comunicación con la gente corriente, que ha quedado indefensa ante los populistas. ¿Tan difícil resulta?