Una mujer egipcia junto a un grafiti que dice Revolución en la Plaza Tahrir, El Cairo. Pedro Ugarte/AFP/Getty Images

¿Siguen siendo posibles las revoluciones? ¿Cómo han evolucionado?

Como si se tratara del mismo San Agustín había dos mundos enfrentados. La revolución de Dios nos invitaba al mundo espiritual, regido por el amor y la no violencia, donde las causas eran legítimas y morales; y, del otro lado, la revolución del Hombre, que nos llevaba al foro público, donde la ley del más fuerte se imponía sobre la erótica de la reivindicación. Ambos mundos convivían en su antagonismo, ofreciendo alternativas para evadirse de la realidad, o anclarse a ella, atados de pies y manos, como prisioneros moribundos en una mazmorra medieval.

Revolución en las mentes

Un día de 1917 los ideales revolucionarios parecieron ahogarse en el fango; en el fango de las trincheras. Cuentan los cronistas que los soldados con sus uniformes impolutos marchaban al frente de Verdún o Somme, convencidos de lo elevado de su misión, para volver a sus hogares en los vagones del tren con la mirada perdida y la cara desencajada. La Primera Guerra Mundial terminó con el idealismo transformador de la Revolución Francesa, paradigma formativo de la conciencia revolucionaria. Incluso la Revolución de Octubre, surgida de las penurias de la Gran Guerra, no fue un movimiento de masas, sino el resultado de la determinación de sus líderes, ilustraba Tomáš Masaryk, y de la ausencia de miedo a la muerte, afirmaba León Trotski. Ambas revoluciones ocurrieron antes de que se produjeran, en la mente y en los corazones.

El peso de las conciencias nacionales

Y en esa tesitura nos dirigimos a la Segunda Guerra Mundial –bomba atómica mediante– con la triste conclusión de que la sociedad terminaba amando por encima de todas las cosas a su pueblo, su lengua, su familia, su sangre… En definitiva, al terruño. Por eso las últimas grandes revoluciones fueron anticolonialistas; los levantamientos antisoviéticos (1953, 1956 y 1968) fueron una larga y lenta revolución por la autodeterminación, y el fin de la URSS, si se quiere, vino con el peso de las conciencias nacionales, como nos reveló Václav Havel.

Entrados en pleno siglo XXI, la distancia entre el poder y el sujeto político abrió un inmenso precipicio, una fractura que algunos siguen creyendo poder cerrar con los derechos colectivos, la nación y el mito racial, tal que grises recetas del pasado, cuando la reivindicación popular debe ser transversal e internacional a la altura de los retos de la globalización, tal como se mueve el poder económico. El capitalismo es global, la democracia local. Seguimos sin representantes globales, como seguimos sin ninguna multitud cooperante, interconectada, decidida a convertirse en una masa crítica y revolucionaria a escala global. Seguimos asediados, a merced de los nacionalismos populistas. Si no se ofrecen alternativas, sin marcos deliberativos, si no aceptamos las asimetrías, seguirán espoleándose las políticas identitarias. Revoluciones reaccionarias.

Un plato con el retrato del Che Guevara en una tienda de Indonesia. Dominique Faget/AFP/Getty Images

El mercadeo revolucionario

En este trayecto no ha faltado el retorcimiento ideológico. Hemos conseguido comercializar los símbolos de la revolución, como si fueran meros productos de nuestra sociedad de consumo, camisetas y llaveros, pero, también, hemos conseguido incluso mercadear con ella. Las revoluciones de colores en Yugoslavia (2000), Georgia (2003), Ucrania (2004), Kirguistán (2005) y Líbano (2005), contra los liderazgos autoritarios, se plasmaron en las instituciones, pero se deslegitimaron en los foros internacionales; fueron manchadas por la sombra alargada de la intervención y la financiación extranjera: la CIA, la USAID, el National Endowment for Democracy, la Fundación Soros, como si ello desacreditara la justicia de la lucha, y a unos pocos potentados les fuera otorgado un único diapasón moral. El poder represor también se construye sobre la difamación y la máquina del fango, como decía Umberto Eco; una revolución por la legitimidad local e internacional, en los hechos y en las imágenes, en las calles y en las instituciones.

Frivolizamos con la Primavera árabe. La máxima incontrovertible de que los impulsos revolucionarios romperán con los autoritarismos ya quedó cuestionada, especialmente cuando el desorden se apodera de las instituciones sin que haya una convicción democrática. Los fuegos artificiales del aperturismo no solo han dejado avances democráticos como en Túnez, sino también sectarismo religioso, descomposición del Estado, violencia y más autoritarismo si cabe. La guerra de Siria demuestra que financiar revoluciones puede tener más costes para el beneficiario que beneficios para el donante. Los populismos contenidos por los órdenes autoritarios también se encienden, y no siempre se encienden dejando estelas pacíficas, liberales y democráticas.

El poder se escurre

En este proceso, las constantes tecnológicas han hecho que el poder se nos escape entre los dedos. Ya supera nuestra visión del mundo, estrecha y limitada. A la revolución de hoy le cuesta identificar a sus enemigos o se equivoca de ellos. El poder ha dejado de ser el Rey, sino que se diversifica entre entes y entidades, personas y personalidades. Las elites se encuentran lejos, protegidas tras un cordón de seguridad, y, sin embargo, dominadoras de la escena mediática. Los reinos de Dios y del Hombre, aparentemente, habían sido sustituidos por el reino del gobierno –según Max Weber–, y el reino de la sociedad –según Hannah Arendt–. Pero ni una cosa ni la otra. Entre medias surgió el monstruo, que diría Antonio Gramsci. El monstruo es ese sector de la sociedad, pero también del poder, aquel que gobierna en la sombra, sostenido por las redes de influencia y capital, aquel que se parapeta tras una multinacional, un emporio mediático o una entidad financiera. Revoluciones que desnudan los entramados del poder.

Protesta contra Breitbart News, sitio web de noticias criticado por ser un instrumento de propaganda política de la administración Trump. Robyn Beck/AFP/Getty Images

Un alegato contrainformativo

Hoy el poder y la dominación han cambiado. Lo explican los silencios profundos, los gritos sordos tras la catarsis política, cuando esperamos a que los voceros piensen por nosotros y nos digan si debemos ser prudentes, escépticos o combativos, movilizarnos o quedarnos en casa. Somos libres pero cautivos del poder, críticos pero cohibidos ante el poder. El poder, como nos enseñó Michel Foucault, ya no es solo opresión y represión, sino son relaciones desiguales, una cadena de las que todos formamos parte como sujetos sumisos y sometidos. Ahora ya no es la violencia la que nos mantiene sometidos, sino el desasosiego. El miedo invade nuestra proyección de la realidad: los inmigrantes, la prima de riesgo, la pérdida de calidad de vida, el terrorismo, la inseguridad laboral, una calle mal iluminada. La violencia del poder nos mantiene alerta, el miedo, simplemente nos paraliza. Las revoluciones descreerán, serán un alegato informativo o contrainformativo, generando temor o neutralizándolo.

Vencer, convencer

¿Cómo son las revoluciones actuales? No solo descubrimos que la violencia destruyó el fundamento de la autoridad, sino también empieza a destruir el fundamento del poder, especialmente el de aquellos que quieren perdurar en él. Según las estadísticas de las investigadoras Maria Stephan y Erika Chenoweth, durante el siglo XX, "las principales campañas no violentas han tenido éxito un 53% de las veces, comparado con un 26% cuando las campañas de resistencia han sido violentas". Según Freedom House, entre 1972 y 2005 la resistencia cívica no violenta fue un factor determinante en 50 de las 67 transiciones que hubo desde el autoritarismo. La revolución de hoy no es un acto de impugnación agresiva contra el sistema, sino un acto de desobediencia, de deslegitimación y finalmente una victoria comunicativa y discursiva sobre las conciencias de oyentes y espectadores, un acto de seducción sobre el poder y la masa. Una guerra sin armas.

Nos falta un lenguaje para ideologizar las luchas, nos falta un lenguaje hasta para describirlas. ¿Por qué creemos que ya no son posibles las revoluciones? Asumimos desde el escepticismo que hay reformas que resultan revolucionarias y revoluciones que terminan en nada; las democracias representativas ventilan la pulsión crítica del ciudadano, al mismo tiempo que las vacían de contenido, y creemos vivir en una permanente e ilusoria revolución donde las incertidumbres se han apoderado de nuestros sentidos, sobrecargados ya de estímulos y falsas expectativas.

Dijo un asesor de Solidaridad a finales de 1970, Jacek Kuron: "No incendiéis la sede del comité del Partido, cread la vuestra propia". La revolución ya no implica cortarle la cabeza al déspota, sino rebelarse contra su propaganda, desmovilizar para la causa a las fuerzas y cuerpos de seguridad, convertirse en una víctima más de sus abusos e injusticias. Decía San Agustín que la verdad está en uno mismo, en aquel sujeto político que logre llevar las aparentes aspiraciones supraterrenales a los territorios del Hombre. O como decía un eslogan de mayo del 68 francés en la Universidad de la Sorbona "Seamos realistas, exijamos lo imposible". Pero en esencia no hay revoluciones sin idealismos; si acaso, ahora, no solo hay que abalanzarse sobre el poder, sino convencer a los demás de que se tiene.