Los argumentos que muestran cómo la política contra el narcotráfico en el mundo es completamente ineficaz.

Han pasado más de cuatro décadas desde que el entonces presidente estadounidense  Richard Nixon declarara la guerra contra las drogas. Una guerra que vista hoy ha sido un auténtico fracaso y cuyos efectos colaterales parecen más caros que los propios efectos de las drogas ilícitas que pretendía erradicar.

A continuación se recogen algunos de los principales argumentos que demuestran la ineficacia de la actual política de drogas en el mundo.

Una mujer protesta contra la guerra contra las drogas, llevada a cabo en México, en Washington. Nicholas Kamm/AFP/GettyImages
Una mujer protesta contra la guerra contra las drogas, llevada a cabo en México, en Washington. Nicholas Kamm/AFP/GettyImages

El narcotráfico continúa alimentando la inseguridad

Las drogas no producen violencia de forma automática. Bien es cierto que la Organización Mundial de la Salud ha confirmado que algunas de ellas aumentan los comportamientos de riesgo y violentos. También es cierto que la presencia de estupefacientes es frecuente en los hechos delictivos, aunque, como lo confirman los datos de muchos países la droga más frecuentemente asociada con el crimen y el delito es el alcohol.  Sin embargo, el grueso de la violencia asociada a los narcóticos proviene de la estructura del tráfico y sus estrategias para saltarse la persecución legal. La guerra contra las drogas tal como está establecida fortalece los monopolios en cuanto impone altos costes de logística y seguridad. Los monopolios que conocemos como cárteles defienden a sangre y fuego su territorio, reinvierten una parte importante de sus beneficios en la propia seguridad de su actividad y de sus organizaciones frente a competidores y enemigos.

A su vez la ingente cantidad de recursos económicos que genera el narcotráfico en el marco de Estados débiles estimula la corrupción y la cooptación de las instituciones legales. Más aún, ha debilitado los Estados de derecho. Tal como lo recoge el informe de Human Rights Watch en 2015, el presidente de México, Enrique Peña Nieto, ha reconocido que la “guerra contra el narcotráfico” ha propiciado graves abusos por parte de miembros de las fuerzas de seguridad, admitiendo que se desconoce el paradero de más de 22.000 personas que habían sido denunciadas como extraviadas desde 2006.

Incluso países que estaban al margen de la presencia de cárteles han visto crecer la violencia asociada a las drogas, como es el caso de Costa Rica, donde han aumentado las tasas de homicidios y violencia en las zonas por las que se trafica. Los datos en general indican que la violencia causada por los cárteles no ha disminuido, ha minado las instituciones democráticas de algunos Estados y agrava los problemas de otros como es el caso de los conflictos armados en Colombia y Afganistán.

El ‘narco’ se ha convertido en patrocinador del crimen y el terrorismo

A lo largo de las más de cuatro décadas de la guerra contra las drogas lejos de desaparecer, el negocio de los estupefacientes ha afirmado sus relaciones con otros delitos y especialmente ha nutrido de recursos suficientes a las organizaciones criminales para crecer en la diversificación de sus actividades ilegales. Especialmente sensible es su relación con el tráfico de armas y el de seres humanos. Los narcos en Centro América, África y Asia han ampliado sus operaciones al tráfico de migrantes, que a su vez son en muchas ocasiones utilizados como correos humanos, extorsionados, secuestrados o retenidos como trabajadores esclavos. Todavía recordamos la masacre en 2010 de 72 inmigrantes mexicanos que se negaron a unirse a la banda de los Zetas.

Por su parte, el director del Instituto Español de Estudios Estratégicos de España, Miguel Ángel Ballesteros Martín, sostiene que las  rutas de emigrantes del Sahel se han convertido en rutas de tráfico de cocaína. Asimismo ha insistido en la vinculación entre narcotráfico y terrorismo yihadista. Aunque esto no puede generalizarse, sí que se han encontrado evidencias del uso del dinero proveniente del microtráfico en la financiación de atentados como los de Madrid en 2004.

Las hectáreas cultivadas no disminuyen y los precios no bajan

A pesar de que Afganistán ha pasado por una cruenta guerra y que se mantuvo bajo el control de la OTAN hasta 2015, los cultivos y procesamiento de opiáceos han aumentado en este país. De hecho en 2014, el cultivo mundial de amapola o adormidera alcanzó su nivel más alto desde finales de la década de 1930.

Igualmente es negativo el informe del cultivo de coca. Según los datos del Departamento de Estado de EE UU, en Colombia, los cultivos aumentaron en 2015 un 42% frente al año anterior. Una cifra demoledora para un país inmerso en pleno proceso de paz con las guerrillas y sobretodo en el cual ha tenido lugar una de las operaciones más grandes y costosas de Estados Unidos en términos de lucha contra las drogas: el Plan Colombia.

Los programas de desarrollo alternativo, la política diseñada para que los cultivadores de materias primas para la fabricación de drogas cambien de actividad han mostrado pocos resultados, a pesar de la inversión de cuantiosas sumas de dinero de cooperación al desarrollo. No es que los programas sean ineficaces, es que son insuficientes ante la magnitud de la penetración del narco y además operan en un marco de inconsistencia política en el que programas sociales y de desarrollo están supeditados a una lógica de seguridad y de guerra.

La mano dura no funciona

Buena parte de la sobrepoblación carcelaria de América Latina y Asia proviene de las restrictivas leyes de drogas que castigan con importantes penas el microtráfico e incluso en algunos países el consumo. En la mayoría de los casos se trata de hombres y mujeres jóvenes, provenientes de los sectores más desfavorecidos, con bajo nivel escolar y en la mayoría de los casos consumen drogas.

Las leyes de drogas altamente punitivas no distinguen entre los verdaderos criminales y las víctimas del tráfico, y tienden a ser más duras con los eslabones más débiles del tráfico mientras los grandes capos aprovechan su poder para burlar la justicia.

Desde luego parece fácil pensar que las sanciones fuertes desincentivan determinados delitos y el consumo, pero en la mayoría de los casos no es así. Ni siquiera la pena de muerte aplicada en varios países asiáticos les libra de ver un aumento en el tráfico y uso de estupefacientes.

Más aún, el encarcelamiento se ha convertido en un factor que aumenta la vulnerabilidad al consumo de drogas. La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga (UNODC, en sus siglas en inglés) tiene indicios de que un tercio de los reclusos consume narcóticos durante su estancia en prisión. La cárcel es el entorno controlado donde el consumo de drogas suele producirse en condiciones especialmente peligrosas, lo que incide en una alta prevalencia de enfermedades asociadas a las drogas inyectables como la hepatitis C o el VIH y a las enfermedades mentales entre los reclusos. Esto sin contar la poca efectividad de las prisiones de muchos Estados en la resocialización de los convictos y la falta de equidad en el acceso a la justicia. La cárcel se ha convertido en un problema más que una solución.

Hombres yemeníes comprueban la calidad de las hojas de qat. Mohammed Huwais/AFP/Getty Images
Hombres yemeníes comprueban la calidad de las hojas de qat. Mohammed Huwais/AFP/Getty Images

Cada vez más consumidores en más países

La guerra contra las drogas se instituyó basada en la diferenciación entre Estados consumidores y aquellos que eran productores. Lo cierto es que las cifras revelan que esta división es cada vez más difusa. Si bien la cocaína, marihuana y heroína siguen teniendo sus mayores consumidores en los países de Europa y Norteamérica, cada vez hay más cantidad de datos que revelan el consumo en otras partes del planeta.

Esto se explica en algunos casos por el incremento de la riqueza de los países, que ha llevado a que un mayor número de consumidores puedan acceder a drogas usualmente caras, pero también por una mayor variedad de substancias disponibles y por una disminución de los precios producida por la propia ampliación de los mercados. Por ejemplo, en el sureste asiático la interceptación de pastillas de metanfetamina aumentó ocho veces entre 2008 y 2013, lo cual da cuenta del volumen del mercado.

Otro ejemplo interesante es el de Yemen donde entre el 80% y el 90% de los hombres consumen habitualmente qat, una sustancia moderadamente adictiva, pero que consume buena parte de los ingresos de una población de por sí pobre.

Si bien el consumo es y será un problema de salud pública para cualquier país, el desafío es mayor si se tiene en cuenta la incidencia de los consumos problemáticos, 1 de cada 10, y la incapacidad de muchos sistemas de salud para atender a los adictos. Según UNODC, solo de 1 de cada 6 consumidores de drogas problemáticos en el mundo tiene acceso a tratamiento.

El uso de drogas aumenta la desigualdad entre sociedades y países, genera muertes o incapacidad de personas jóvenes en edad productiva, y la guerra contra las drogas no solo no ha sido capaz de atajar este problema sino que ha desviado los recursos que deberían haberse usado en prevención y control del daño.

La innovación no cesa y las políticas públicas van a la zaga

Cada semana surgen nuevos estupefacientes, y se haya nuevas evidencias de policonsumos y de formas alternativas de consumo. El informe mundial de drogas señala que en diciembre de 2014, 95 países y territorios habían informado sobre un total de 541 nuevas sustancias psicoactivas al sistema de alerta temprana de la UNODC. Es imposible llevar un registro de las variaciones sobre las formulaciones químicas de las drogas de diseño como mefedrona y los cannabinoides sintéticos. En este sentido es simplemente imposible mantener un listado actualizado de las sustancias existentes y de sus características. La guerra contra las droga ha convertido a los Estados en actores ciegos que ni siquiera cuentan con la imagen del enemigo al que persiguen.

Los seis motivos anteriores demuestran la ineficacia de la ya perdida guerra contra las drogas y plantean la necesidad de un cambio radical en el modelo de gestión de este problema. Esto no significa que deba dejar de combatirse las actividades criminales. Lo que significa es que las políticas usadas no han sido las correctas, y que hay que hacer un abordaje diferenciado de las diferentes facetas de las drogas desde la salud pública, la política social y el control del delito. Más aún, implica que deben incluirse y fortalecer otras esferas de control como las financieras y redefinir la implicación de los países en el abordaje de esta problemática y el rol de las agencias multilaterales. Es necesario el final de la guerra contra las drogas y el inicio de una nueva etapa que esperemos logre atender a los múltiples desafíos que representan y reducir el daño que producen.