El área Schengen de la UE sobrevivirá a la COVID-19. Pero los Estados miembros deben coordinar los cierres de fronteras y establecer criterios claros para imponer cuarentenas o pondrán en peligro el mercado único.

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Desde hace más de seis meses, el mundo se debate con una pandemia que ha matado a casi un millón de personas, ha contagiado a muchas más y ha paralizado la economía global. Lo que más acapara los titulares son, como es natural, los costes humanos y económicos de la COVID-19, pero la propagación del virus ha causado muchos perjuicios en otros aspectos, incluida la zona de libre circulación de Schengen dentro de la UE. O esa impresión da. Desde que los miembros de la Unión empezaron a cerrar las fronteras para contener la transmisión del virus, algunos han expresado su temor a que Schengen desaparezca. Sin embargo, como demostraron las crisis migratoria y de seguridad en 2015, este área de libre circulación, por más defectos que pueda tener, es más resistente de lo que parece. El motivo es que se diseñó con la idea de que siempre habrá problemas de origen humano o catástrofes naturales y que los países miembros, a veces, necesitarán cerrar sus fronteras.

La pandemia ha creado a la Unión Europea tres problemas muy diferentes y de distinta complejidad. Primero, los Estados miembros han restablecido los controles de pasaportes; segundo, la UE en su conjunto ha prohibido los viajes a los que no sean ciudadanos de la Unión; y tercero, los países de la UE han impuesto cuarentenas o han negado la entrada a otros ciudadanos europeos. Los dos primeros problemas están relacionados con la zona de libre circulación de Schengen y, en comparación, no son tan graves. Pero el tercero afecta a la base del mercado interior y puede tener un efecto nocivo de larga duración.

En los peores momentos de la pandemia fue inevitable tener que controlar las fronteras interiores. Aunque existen datos científicos contradictorios sobre la repercusión que tiene prolongar las restricciones de viaje en la reducción de los contagios, habría sido poco justificable, desde el punto de vista político, exigir a los Estados miembros que mantuvieran las fronteras abiertas pero ordenaran a sus residentes que se quedasen en casa. La ley que rige Schengen, el Código de Fronteras Schengen, permite ese tipo de restricciones, aunque tienen que ser temporales. Pero los Estados miembros han utilizado las reglas con torpeza y, a veces, de manera incoherente.

Hay dos razones legales para restablecer los controles provisionalmente. En casos no urgentes, cuando existe una amenaza contra las políticas públicas o la seguridad de un país, el Código permite restablecer los controles por un periodo de hasta 30 días, que puede prorrogarse hasta un máximo de seis meses. Esta es la cláusula a la que recurren los Estados miembros cuando imponen controles, por ejemplo, porque van a albergar un gran acontecimiento deportivo como la Copa del Mundo. La otra única justificación legal para restablecer los controles es que haya una amenaza importante contra sus políticas públicas o su seguridad que exige acción inmediata. En ese caso, los controles no pueden estar vigentes más que 10 días, aunque pueden renovarse por un periodo de hasta dos meses. En esta categoría entra claramente una pandemia, pese a que el Código no enumera la salud pública entre las razones para cerrar las fronteras.

Sin embargo, varios países, como Dinamarca y Finlandia, decidieron invocar la cláusula de no urgencia, seguramente porque les permitía establecer controles fronterizos durante más tiempo. Francia se ha limitado a prorrogar los controles ya vigentes desde los atentados terroristas de 2015 en París. Otros Estados no se molestaron en notificar sus medidas a la Comisión (que es un requisito legal según el Código de Fronteras). Mientras escribo estas líneas, todavía hay ocho países miembros con controles en vigor. Todos los Estados han rebasado el plazo en el que tenían que levantar los controles y muchos no han alegado justificación legal alguna en ningún momento.

Como no existe una autoridad central de Schengen con competencias directas de ejecución de las normas, la Comisión tiene muy poco poder para garantizar su cumplimiento por parte de los países miembros. Puede llevarlos ante los tribunales, cosa que no ha hecho en plena pandemia, como es natural. Cerrar y abrir fronteras de forma aparentemente aleatoria crea incertidumbre para los ciudadanos y las empresas. Los Estados de Schengen no siempre informan a sus vecinos sobre los controles nuevos que implantan y a veces, para mantener las fronteras cerradas, alegan riesgos que no tienen nada que ver con la COVID-19. Si es necesario controlar las fronteras interiores para contener segundas o terceras oleadas del virus, la UE tendrá que simplificar el proceso. Para ello, la Comisión debe asegurarse de que los países coordinen sus cierres entre sí, tal como ha ocurrido con una iniciativa reciente franco-alemana, que tiene como objetivo facilitar el contacto regular entre las autoridades fronterizas.

Si la Comisión Europea no ha podido o no ha querido llamar al orden a los Estados miembros, el motivo quizá sea que le está costando gestionar la política del coronavirus. Apenas cuatro días después de criticar a Donald Trump por imponer la prohibición de entrar en Estados Unidos a los países de Schengen, la Comisión “invitó” a los países  miembros a que impidieran la entrada en este espacio de ciudadanos no europeos y sin residencia permanente en la Unión. La Comisión no tiene jurisdicción para impedir el acceso a Schengen ni ha pedido nunca a los Estados miembros que cierren las fronteras exteriores del bloque. El Código permite a los miembros negar la entrada a ciudadanos no europeos por motivos de salud pública. Pero no contempla una prohibición total de entrada.

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Paradójicamente, la Comisión instó a los países de Schengen a cerrar las fronteras exteriores con la esperanza de poder mantener así abiertas las fronteras interiores. Por el contrario, la prohibición animó a otros Estados a cerrar sus propias fronteras. La medida no sentó bien entre los socios de Europa, algunos de los cuales tenían tasas de contagio inferiores a las de la Unión. Además, como la prohibición es voluntaria, la aplicación ha sido irregular. Y esta situación no ayuda precisamente a que las fronteras exteriores de Schengen sean más fuertes y resilientes, algo que la Comisión ambiciona desde hace tiempo. También en este aspecto es crucial la coordinación. Las instituciones de la UE no pueden ni deben vigilar las fronteras exteriores de Schengen. Pero sí pueden facilitar su funcionamiento evitando tomar decisiones impulsivas y asegurándose de seguir sus propias reglas.

Otro problema más grave es que, con las restricciones de viaje, los Estados miembros prácticamente han eliminado la libre circulación de personas dentro de la UE. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, identificó acertadamente el riesgo que supone la pandemia para el mercado interior en su discurso sobre el estado de la Unión, pronunciado ante el Parlamento Europeo el 16 de septiembre de 2020. En lugar de limitarse a vincular los controles de las fronteras interiores con las migraciones, como hizo Jean-Claude Juncker en su discurso correspondiente de 2018, von der Leyen dijo que es necesario que la zona Schengen recupere su pleno funcionamiento para “restaurar” el mercado único europeo. Al trasladar el foco de atención de los inmigrantes al mayor logro económico de la UE, confía en obtener apoyos a su “Nuevo Pacto sobre Migraciones”.

La directiva de los ciudadanos de la UE permite a los países limitar de forma excepcional la libre circulación de los europeos si la Organización Mundial de la Salud declara una pandemia. Pero las restricciones han sido desiguales y, a veces, arbitrarias. Para remediarlo, la UE ha pedido a los Estados miembros que utilicen un sistema de semáforos basado en cifras y porcentajes de casos positivos en COVID-19 para aplicar o levantar limitaciones a la libre circulación de personas. Según este sistema, los países miembros tendrán que enviar sus datos sobre pruebas realizadas al Centro Europeo de Prevención y Control de las Enfermedades, que publicará un mapa semanal en el que se indicará si los países de la UE pueden imponer cuarentenas al entrar o incluso negar la entrada. Si los Estados miembros no fijan pronto unos criterios claros, es posible que las restricciones actuales se prolonguen más de lo necesario, lo que amenazaría el funcionamiento del mercado único europeo. Además, la decisión de limitar la libre circulación de personas parece dar la razón a la idea de que los extranjeros traen problemas, lo que alimentará el nativismo y el populismo.

La pandemia no va a suponer el fin de Schengen. Pero sí amenaza con desgastar todavía más la confianza de los Estados miembros en los gobiernos y ciudadanos de sus vecinos, así como en su capacidad de lidiar con las crisis, ya sean sanitarias, migratorias o económicas. La pandemia de COVID-19 ha dejado al descubierto la falta de control de la UE sobre las fronteras de Schengen. Si los Estados miembros siguen tomando decisiones unilaterales e impulsivas cada vez que surge un problema, acabarán por poner en peligro el futuro del mercado único de la Unión Europea.

La versión original y en inglés de este artículo puede consultarse en Centre for European Reform. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.