Los detractores de la supremacía global estadounidense
deberían pararse a considerar cuál sería la alternativa.
Si Estados Unidos abandonara su papel hegemónico, ¿quién
le sustituiría? Ni Europa ni China ni el mundo musulmán, y, sin
duda, tampoco Naciones Unidas. Lamentablemente, la alternativa a una única
superpotencia no es una utopía multilateral, sino la pesadilla anárquica
de una nueva Edad Oscura.

Ilustración

Tendemos a asumir que el poder, como la naturaleza, aborrece el vacío.
En la historia de la política mundial, parece que siempre ha habido alguien
que ostenta la hegemonía o que pugna por conseguirla. Hoy es EE UU; hace
un siglo era el Reino Unido. Antes de eso, Francia, España; y antes,
otros. El célebre historiador alemán Leopold von Ranke, decano
del estudio del arte de gobernar, dibujó la historia moderna europea
como una lucha incesante por la supremacía, en la que el equilibrio de
poder era posible sólo mediante conflictos recurrentes. La influencia
de la economía sobre el estudio de la diplomacia parece confirmar que
la historia es una competición entre poderes rivales. En su libro Auge
y caída de las grandes potencias
(Plaza & Janés, Barcelona,
1989), el historiador de la Universidad de Yale Paul Kennedy concluyó
que, como todos los imperios del pasado, las superpotencias de EE UU y Rusia
sucumbirían a la sobreexplotación de sus recursos. Pero su lugar
pronto sería usurpado, afirmaba, por las nacientes potencias de China
y Japón, aún libres del peso de los compromisos militares imperiales.

En su libro The Tragedy of Great Power Politics (La tragedia de la política
de las grandes potencias
, Norton, Nueva York, 2001), el analista político
de la Universidad de Chicago John J. Mearsheimer actualizó el diagnóstico
de Kennedy. Al no haber sucumbido al exceso, y tras sobrevivir a los desafíos
alemán y japonés, EE UU debe prepararse ahora, sostiene, para
el ascenso de nuevos rivales: "Una China emergente es la amenaza potencial
más peligrosa para EE UU a principios del siglo xxi". Estados Unidos
"está sumamente interesado en que el crecimiento económico
de China se ralentice bastante en los próximos años". El
gigante asiático no es la única amenaza que prevé: la Unión
Europea tiene también potencial para ser "un rival formidable".

El poder no es un monopolio natural; la lucha por la supremacía es eterna
y universal. La unipolaridad identificada por algunos analistas como secuela
del hundimiento soviético no puede prolongarse mucho, porque la historia
odia las hiperpotencias. Antes o después aparecerán desafíos,
y volveremos a un mundo multipolar. Pero ¿y si todos estos prestigiosos
comentaristas estuvieran equivocados? ¿Y si el mundo se dirigiera hacia
un periodo sin potencia hegemónica? ¿Y si en lugar de un equilibrio
de poderes hubiera una ausencia de poder? En la historia hay precedentes de
ello. Aunque los cronistas del pasado han estado desde siempre preocupados por
los logros de las grandes potencias, sean éstas civilizaciones, imperios
o Estados-nación, también han analizado las eras de retroceso
del poder. Por desgracia, la experiencia mundial de los vacíos de autoridad
(o eras de apolaridad) no es alentadora. Quien no aplauda la hegemonía
de EE UU debería tener en cuenta que, en lugar de un mundo multipolar
de grandes potencias compitiendo entre sí, la alternativa a la primacía
estadounidense podría ser un mundo sin hegemonía. La apolaridad
sería tal vez una nueva y anárquica Edad Oscura (Alta Edad Media),
una época de imperios decadentes y de fanatismo religioso, saqueos y
pillajes en las regiones olvidadas del planeta, de estancamiento económico
y refugio de la civilización en pocos enclaves fortificados.

PRETENDIENTES AL TRONO
¿Por qué podría surgir un vacío de poder a principios
del siglo xxi? Las razones no son especialmente difíciles de imaginar.

Coloso con pies de barro | Por poderoso que parezca
–en términos de productividad económica, poderío
militar y poder cultural blando–, EE UU padece al menos tres
déficit estructurales que limitarán la eficacia y la duración
de su papel cuasiimperial en el mundo. El primer factor es su creciente dependencia
del capital extranjero para financiar el consumo excesivo, tanto privado como
público. Resulta difícil recordar un imperio que durara mucho
tiempo tras devenir tan dependiente de los préstamos extranjeros. El
segundo se refiere a sus niveles demográficos: EE UU es un importador
neto de personas y no puede, por tanto, sustentar sus aspiraciones hegemónicas
sobre una verdadera colonización. Al mismo tiempo, su Ejército
–relativamente pequeño y formado por voluntarios– se ha sobreexplotado,
como resultado de las grandes intervenciones en Afganistán e Irak.

Por último, un asunto crucial: padece lo que podríamos llamar
un déficit de atención. Sus instituciones republicanas y tradiciones
políticas dificultan los consensos para proyectos de nation-building
(creación de estados viables) a largo plazo. Con pocas excepciones, la
mayoría de las intervenciones estadounidenses del siglo pasado han sido
relativamente breves. Las tropas han permanecido en Alemania del Este, Japón
y Corea del Sur durante más de cincuenta años; no se quedaron
tanto tiempo en Filipinas, República Dominicana, Haití o Vietnam,
por no hablar de Líbano o Somalia. Las tendencias recientes en la opinión
pública sugieren que el electorado está aún menos dispuesto
a sacrificar sangre y fondos en el extranjero que durante la guerra de Vietnam.

La ‘Vieja Europa’ envejece | Quienes
sueñan con que la Unión Europea se convierta en un contrapeso
de Estados Unidos deberían seguir dormitando. Por impresionante que haya
resultado la ampliación –por no mencionar el logro de la unión
monetaria de 12 países–, la realidad es que la demografía
condena probablemente a la UE a un declive de su influencia e importancia internacional.
Con tasas de fertilidad en descenso y la expectativa de vida en aumento, las
sociedades de Europa occidental podrían, en menos de cincuenta años,
presentar una edad media superior a los 40 años. El "ratio
de dependencia" de Europa (el número de ciudadanos de la UE que
no están en edad de trabajar por cada uno que sí lo está)
está a punto de hacerse insoportable. En efecto, la Vieja Europa
pronto será realmente vieja. Para 2050 se prevé que uno de cada
tres italianos, españoles y griegos tenga 65 años o más,
incluso contando con la inmigración. Los europeos se enfrentan, pues,
a una elección angustiosa: norteamericanizar sus econo-mías,
es decir, abrir sus fronteras a mucha más inmigración, con los
cambios culturales que eso conllevaría, o que su unión sea una
comunidad de jubilados fortificada. Mientras, la paralización de las
reformas institucionales en la UE implica que sus Estados-nación disfrutarán
de una considerable autonomía fuera de la esfera económica, especialmente
en política internacional y de seguridad.

La próxima crisis económica china |
Los observadores optimistas de China insisten en que el milagro económico
de la pasada década continuará, con un crecimiento tan frenético
que en treinta o cuarenta años su PIB superará al de EE UU. Pero
no está claro que las reglas que suelen regir los mercados emergentes
se incumplan en beneficio de Pekín. En primer lugar, existe una incompatibilidad
básica entre la economía de libre mercado –basada en la
propiedad privada y el imperio de la ley– y el monopolio comunista del
poder, que engendra corrupción e impide la creación de instituciones
fiscales, monetarias y reguladoras transparentes. Como es habitual en las economías
de los tigres asiáticos, la producción va muy por delante
del consumo interno –por lo que la economía depende mucho de la
exportación– y del desarrollo financiero. De hecho, no se sabe
a qué punto han llegado los problemas del sector bancario nacional chino.
Los bancos occidentales que están asumiendo deudas impagables para establecerse
allí deben recordar que esta estrategia se ha intentado antes: hace un
siglo, con la política de puertas abiertas, cuando empresas
de EE UU y Europa irrumpieron en el país y sus inversiones desaparecieron
en el tumulto de la guerra y la revolución.

Ilustración

Entonces, como ahora, las esperanzas en torno al desarrollo de China alcanzaban
niveles de euforia, especialmente en EE UU. Pero podrían volver a terminar
en decepción. Una crisis monetaria o bancaria en China podría
tener ramificaciones en todo el planeta, sobre todo cuando los inversores extranjeros
se den cuenta de la dificultad de repatriar los activos que se encuentran en
China. Recuerden: cuando los extranjeros invierten directamente en fábricas
en lugar de hacerlo a través de intermediarios tales como los mercados
de bonos, no hay necesidad de controles internos de capital. Después
de todo, ¿cómo se repatría una fábrica de acero?

La fragmentación de la civilización islámica
| En las sociedades musulmanas las tasas de natalidad duplican la media europea,
con lo que es probable que los países islámicos del norte de África
y Oriente Medio ejerzan presión sobre Europa y EE UU en los próximos
años. Si, por ejemplo, la población de Yemen sobrepasa la de Rusia
en 2050, como predice la ONU –presuponiendo una fertilidad constante–,
tienen que producirse mejoras espectaculares en el comportamiento económico
de Oriente Medio o bien una emigración importante desde el mundo árabe
a la Europa envejecida. Sin embargo, puede que la sutil colonización
de las ciudades de Europa –más llamativa en lugares como Marsella
(Francia), donde los norteafricanos pueblan barrios enteros– no anuncie
necesariamente la llegada de una nueva y amenazadora Euroarabia. De
hecho, el mundo musulmán está tan dividido como siempre, o más,
y no sólo por la fisura entre suníes y chiíes. También
está fracturada entre los musulmanes que buscan un modus vivendi
pacífico con Occidente (un impulso que toma cuerpo en el deseo del
Gobierno turco de unirse a la UE) y aquellos atraídos por el bolchevismo
revolucionario islámico de renegados como el líder de Al Qaeda,
Osama Bin Laden. Las encuestas de Marruecos y Pakistán sugieren un alto
nivel de sentimiento antiestadounidense, pero no expresan unanimidad. En Europa,
sólo una minoría expresa abiertamente simpatía por organizaciones
terroristas; la mayoría de los jóvenes musulmanes ingleses prefieren
la asimilación a la yihad (guerra santa). Estamos muy lejos
de un choque de civilizaciones, mucho más del ascenso de un nuevo califato
que pueda suponer una amenaza geopolítica para EE UU y sus aliados. En
pocas palabras, cada uno de los potenciales poderes hegemónicos del siglo
xxi –EE UU, Europa y China– parece albergar la semilla de su ocaso;
y el islam carece de los recursos de una superpotencia.

Cada uno de los potenciales poderes hegemónicos
del siglo xxi –Estados Unidos, Europa y China– alberga en sí
mismo la semilla de su ocaso, y el islam carece de los recursos de una superpotencia

Oscuro y desconectado | Supongamos, en el peor caso,
que la arrogancia neoconservadora resulte humillada en Irak y que el proyecto
de la Administración Bush de democratizar Oriente Medio a punta de pistola
termine en retirada ignominiosa, pasando del imperio a la descolonización
en menos de dos años. Supongamos también que ninguna superpotencia
rival quiera llenar los vacíos no sólo en Irak, sino también
en Afganistán, los Balcanes y Haití. ¿Qué aspecto
tendría un futuro apolar?

La respuesta no es fácil, ya que ha habido pocos periodos en la historia
sin contendientes para el puesto de potencia hegemónica global, o al
menos regional. La aproximación más cercana en la época
moderna serían los años 20, cuando EE UU se alejó del proyecto
de democracia global y seguridad colectiva del presidente Woodrow Wilson. Hubo
un vacío de poder en Europa central y del Este después de la caída
de los imperios Romanov, Habsburgo, Hohenzollern y Otomano, pero no se prolongó
mucho. Los viejos imperios de Europa occidental se hicieron con las sobras más
apetitosas de las posesiones otomanas en Oriente Medio. Los bolcheviques ya
habían logrado reunificar el imperio zarista en 1922; en 1936 la revancha
alemana estaba muy avanzada.

Hay que retrotraerse mucho más en la historia para encontrar un periodo
de real y duradera apolaridad. El liderazgo de Occidente estaba dividido entre
el Papa, que encabezaba la cristiandad, y los herederos de Carlomagno, que dividió
su efímero imperio en el Tratado de Verdún en 843. No apareció
ningún aspirante creíble al título de emperador hasta la
coronación de Otto en 962, e incluso él no era más que
un príncipe alemán con pretensiones (nunca satisfechas) de reinar
sobre Italia. Bizancio, mientras, se ocupaba de la rebelión búlgara
en el Norte. En 900, el califato Abasí, fundado por Abu al-Abbas en 750,
había pasado ya su cénit; a mediados del siglo x se precipitaba
hacia el declive. En China también el poder imperial estaba en un momento
bajo entre las dinastías Tang y Song. Ambos imperios tenían capitales
espléndidas –Bagdad y Chang’an (actual Xian)–, pero
ninguno albergaba aspiraciones serias de expansión territorial.

Ilustración

La debilidad de los viejos imperios permitió que florecieran entidades
nuevas más pequeñas. Cuando la tribu de los jázaros se
convirtió al judaísmo en 740, su reino ocupó un vacío
de poder en Eurasia entre los mares Negro y Caspio. En Kiev, en 975, lejos del
alcance de Bizancio, la regente Olga sentó las bases para la fundación
del futuro imperio ruso al convertirse a la Iglesia ortodoxa. Los selyúcidas
–antepasados de los turcos otomanos– formaron el sultanato de Rum
mientras el califato Abasí perdía el control sobre el poder en
Asia Menor. África tenía en Ghana su pequeño imperio; América
Central tenía la civilización maya. Las conexiones entre estas
entidades eran mínimas o inexistentes. Esta situación era la antítesis
de la globalización, un mundo dividido en civilizaciones desconectadas
e introvertidas. Sin una política secular fuerte, las cuestiones religiosas
a menudo producían convulsiones serias. En efecto, las instituciones
religiosas con frecuencia marcaban las pautas políticas. En los siglos
viii y ix, Bizancio estaba sacudido por la controversia acerca del papel que
debían tener los iconos en el culto. Al llegar el siglo xi, el Papa se
sentía lo suficientemente seguro como para humillar al sacro emperador
romano Enrique IV durante la lucha por determinar cuál de los dos tenía
el derecho de nombrar a los obispos. Las nuevas órdenes monásticas
acumularon un poder considerable en la cristiandad, especialmente la de Cluny,
la primera en centralizar la autoridad monástica. En el mundo musulmán,
eran los ulemas (doctores de la ley islámica) quienes realmente gobernaban.
Esta atmósfera contribuye a explicar por qué el periodo terminó
con las extraordinarias guerras santas conocidas como Cruzadas, la primera de
las cuales fue organizada por cristianos europeos en 1095. Sin embargo, este
aparente choque de civilizaciones era, desde muchos puntos de vista, sólo
otro ejemplo de la susceptibilidad del mundo apolar a las campañas militares
a larga distancia dirigidas contra centros urbanos por pueblos más atrasados.
Los vikingos atacaron repetidamente ciudades de Europa occidental en el siglo
ix, como Nantes, en 842; Sevilla, en 844, por mencionar sólo dos. Un
cronista franco lamentaba "la interminable marea de vikingos" que
llegaba del Norte. Bizancio también fue saqueada en 860 por tropas de
Rus, la semilla de la futura Rusia. Esta "tribu fiera y salvaje"
no mostraba "piedad alguna", lamentaba el patriarca bizantino. Era
como "un mar rugiente (…) destruyéndolo todo, sin dejar nada".
Tales eran las condiciones de una era anárquica. No es de extrañar
que el futuro pareciera estar en la creación de unidades políticas
pequeñas y defendibles: la república de Venecia –la quintaesencia
de la ciudad-Estado, que ya tenía su propia política exterior
en 840– o la Inglaterra de Alfredo el Grande, que podríamos definir
como la primera entidad parecida a un Estado-nación en la historia europea,
creada en 886.

Imperios decadentes, resurgimientos religiosos,
el nacimiento de la anarquía, retirada hacia ciudades
fortificadas: éstas son las experiencias de la Edad Oscura que un
mundo sin hiperpotencia podría revivir

SUPERPOTENCIA FRACASADA
¿Podría un mundo apolar hoy dar lugar a una época similar
a la del rey Alfredo? Sí, pero con diferencias importantes y preocupantes.
Uno puede, sin duda, imaginar a las potencias establecidas en el mundo –EE
UU, Europa y China– replegándose a sus propias zonas regionales
de influencia. Pero ¿qué pasaría con las crecientes pretensiones
de autonomía de los cuerpos supranacionales creados bajo el liderazgo
estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial? Naciones Unidas,
el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización
Mundial del Comercio se consideran a sí mismos, de alguna forma, representantes
de la "comunidad internacional".

Sus aspiraciones a la gobernanza global son fundamentalmente diferentes del
espíritu de la Edad Oscura, ¿no? Pero las pretensiones universales
eran también parte integral de la retórica entonces. Todos los
imperios decían gobernar el mundo; algunos, como no eran conscientes
de la existencia de otras civilizaciones, quizá incluso lo creían
así. La realidad, sin embargo, no era una cristiandad global, ni un imperio
celestial que integrara todo el planeta. La realidad era la fragmentación
política. También hoy.

La característica definitoria de nuestra época no es un movimiento
del poder hacia arriba, hacia las instituciones supranacionales, sino hacia
abajo. Con el fin del monopolio del Estado sobre la violencia y el fracaso de
su control sobre los canales de comunicación, la humanidad ha entrado
en una era caracterizada tanto por la desintegración como por la integración.
Si el libre flujo de información y de los medios de producción
otorga poder a las multinacionales y a las organizaciones no gubernamentales
(además de a cultos religiosos evangélicos de todas las denominaciones),
el libre flujo de tecnología de destrucción otorga poder a organizaciones
criminales y células terroristas. Éstos pueden operar, según
parece, donde quieran, desde Hamburgo (Alemania) hasta Gaza (Palestina). El
mandato de la comunidad internacional, en cambio, no es en absoluto global.
De hecho, está cada vez más confinado a unas pocas ciudades estratégicas
como Kabul o Pristina. En resumen, actores no estatales ejercen el poder global,
incluyendo tanto a los monjes como a los vikingos de nuestro tiempo.

Así que, ¿qué queda?: imperios en decadencia, resurgimientos
religiosos, el nacimiento de la anarquía, una retirada hacia ciudades
fortificadas. Éstas son las experiencias de la Edad Oscura que un mundo
sin hiperpotencia puede revivir en breve. Pero esta nueva Edad Oscura sería
mucho más peligrosa que la del siglo ix: el mundo está mucho más
poblado –unas veinte veces más–, de manera que la fricción
entre tribus dispares tenderá a ser más frecuente; la
tecnología ha transformado la producción; ahora las sociedades
humanas dependen no sólo del agua dulce y de las cosechas, sino también
del suministro de combustibles fósiles que sabemos finitos; y la tecnología
ha aumentado también los niveles de destrucción, de modo que ahora
es posible no sólo saquear una ciudad, sino también aniquilarla.

La globalización ha elevado los niveles de vida en el mundo, excepto
en los países aislados por medio de la tiranía o la guerra civil.
Su paralización llevaría indudablemente al estancamiento económico
e incluso a la depresión. Si EE UU quisiera protegerse después
de un segundo 11-S que devastara, por ejemplo, Houston o Chicago, se convertiría
en una sociedad menos abierta y hospitalaria con los extranjeros en busca de
trabajo, de visita o de negocios. Mientras, a medida que fueran creciendo los
enclaves musulmanes de Europa, la infiltración de extremistas islámicos
en la UE se haría irreversible, y aumentarían las tensiones transatlánticas
en torno a Oriente Medio hasta la ruptura. Un bajón económico
en China podría sumir el sistema comunista en una crisis, desatando las
fuerzas centrífugas que socavaron anteriores imperios chinos. Los inversores
occidentales sufrirían reveses y concluirían que es preferible
un beneficio menor en su territorio que los riesgos en el exterior. Los peores
efectos se sentirían en las fronteras de las grandes potencias decadentes.
Los puertos más ricos –desde Nueva York, en EE UU, hasta Rotterdam
(Países Bajos), pasando por Shanghai (China)– se convertirían
en objetivo de los saqueadores y piratas. Los terroristas podrían fácilmente
desbaratar la libertad de los mares, dirigiéndose contra petroleros,
portaaviones y barcos de crucero, mientras las naciones occidentales se concentrarían
en asegurar sus aeropuertos. Mientras, guerras nucleares limitadas podrían
devastar numerosas regiones, empezando por la península coreana y Cachemira
(India), terminando, quizá catastróficamente, en Oriente Medio.
En América Latina, ciudadanos paupérrimos buscarían consuelo
en el cristianismo evangélico importado de EE UU. En África, grandes
plagas de sida y malaria seguirían haciendo su trabajo fatal. Las pocas
aerolíneas solventes supervivientes suspenderían el servicio a
muchas ciudades de estos continentes; ¿quién querría abandonar
sus refugios seguros protegidos por empresas privadas para ir hasta allí?

Por todo ello, la perspectiva de un mundo apolar debería asustarnos mucho
más de lo que asustaba a los herederos de Carlomagno. Si EE UU renuncia
a la hegemonía global –con la frágil visión de sí
mismo mellada por contratiempos menores en las fronteras imperiales– sus
críticos nacionales y extranjeros no podrían anunciar una nueva
era de armonía multipolar, ni siquiera un regreso al equilibrio de poderes
tradicional. Tengan cuidado con lo que desean. La alternativa a la unipolaridad
no sería la multipolaridad. Sería un vacío de poder global.
Y fuerzas mucho más peligrosas que las grandes potencias rivales se beneficiarían
de un desorden mundial no tan nuevo.

¿Algo más?
La referencia clásica sobre la tesis de equilibrio
de poder en las relaciones internacionales sigue siendo el ensayo
de Leopold von Ranke Die Grossen Mächte (Las grandes
potencias)
, de 1833, incluido en la recopilación
mexicana Pueblos y Estados, en traducción
de Wenceslao Roces (Fondo de Cultura Económica, México,
1986). A. J. P. Taylor es el mejor ejemplo de un enfoque como el
de Ranke en la historia de la diplomacia moderna (The
Struggle for Mastery in Europe, 1848-1918,
Oxford
University Press, Oxford, 1971). R. Kaplan también sostiene
que el abandono de EE UU de su voluntad hegemónica conduciría
al caos en La anarquía que viene
(Ediciones B, Barcelona, 2000).

Para situarnos en el estudio de las relaciones internacionales y
la diplomacia, es imprescindible recurrir a más clásicos.
Desde los ensayos de Nicolás Maquiavelo, como Discursos
a la primera década de Tito Livio
, y Dante
Alighieri (Monarquía, de 1313),
en el que sostiene la creación de un imperio o monarquía
universal de carácter federativo, hasta la obra de Raymond
Aron de 1968 Paz y guerra entre las naciones. Teoría
de las relaciones Internacionales
(Alianza, Madrid,
1985) o la tesis doctoral de Henry Kissinger, de 1957, A
world restored
(Houghton Mifflin Co, 1973) sobre la
política de restauración de Metternich, en la que
expone que la paz debe provenir de un consenso internacional. Recientemente
se ha traducido al español el clásico de E. H. Carr
La crisis de los 20 años (1919-1939)
de la Editorial Catarata (Madrid, 2004).

Sobre el medievo consúltese Le Haut Moyen Age
occidental: économies et sociétés
,
de René Doehaerd (Presses Universitaires de France-PUF, 1990);
de Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media
(Alianza, Madrid, 2004), y de Georges Duby El año
mil : Una nueva y diferente visión de un momento crucial
de la historia
(Editorial Gedisa, Barcelona, 1988).
Por ahora no parece que EE UU pretenda renunciar a su posición
internacional. Recientemente, el profesor de Ciencia Política
de la Universidad Autónoma de Madrid Carlos Taibo ha publicado
un libro sobre las consecuencias de la posición hegemónica
de EE UU en el mundo: ¿Hacia dónde nos
lleva Estados Unidos?
(Ediciones B, Barcelona, 2004),
y Rashid Khalidi, titular de la cátedra Edward Said de Estudios
Árabes del Instituto de Oriente Medio de la Universidad de
Columbia, La reafirmación del imperio
(Catarata, Madrid, 2004).

 

Los detractores de la supremacía global estadounidense
deberían pararse a considerar cuál sería la alternativa.
Si Estados Unidos abandonara su papel hegemónico, ¿quién
le sustituiría? Ni Europa ni China ni el mundo musulmán, y, sin
duda, tampoco Naciones Unidas. Lamentablemente, la alternativa a una única
superpotencia no es una utopía multilateral, sino la pesadilla anárquica
de una nueva Edad Oscura.
Niall Ferguson

Ilustración

Tendemos a asumir que el poder, como la naturaleza, aborrece el vacío.
En la historia de la política mundial, parece que siempre ha habido alguien
que ostenta la hegemonía o que pugna por conseguirla. Hoy es EE UU; hace
un siglo era el Reino Unido. Antes de eso, Francia, España; y antes,
otros. El célebre historiador alemán Leopold von Ranke, decano
del estudio del arte de gobernar, dibujó la historia moderna europea
como una lucha incesante por la supremacía, en la que el equilibrio de
poder era posible sólo mediante conflictos recurrentes. La influencia
de la economía sobre el estudio de la diplomacia parece confirmar que
la historia es una competición entre poderes rivales. En su libro Auge
y caída de las grandes potencias
(Plaza & Janés, Barcelona,
1989), el historiador de la Universidad de Yale Paul Kennedy concluyó
que, como todos los imperios del pasado, las superpotencias de EE UU y Rusia
sucumbirían a la sobreexplotación de sus recursos. Pero su lugar
pronto sería usurpado, afirmaba, por las nacientes potencias de China
y Japón, aún libres del peso de los compromisos militares imperiales.

En su libro The Tragedy of Great Power Politics (La tragedia de la política
de las grandes potencias
, Norton, Nueva York, 2001), el analista político
de la Universidad de Chicago John J. Mearsheimer actualizó el diagnóstico
de Kennedy. Al no haber sucumbido al exceso, y tras sobrevivir a los desafíos
alemán y japonés, EE UU debe prepararse ahora, sostiene, para
el ascenso de nuevos rivales: "Una China emergente es la amenaza potencial
más peligrosa para EE UU a principios del siglo xxi". Estados Unidos
"está sumamente interesado en que el crecimiento económico
de China se ralentice bastante en los próximos años". El
gigante asiático no es la única amenaza que prevé: la Unión
Europea tiene también potencial para ser "un rival formidable".

El poder no es un monopolio natural; la lucha por la supremacía es eterna
y universal. La unipolaridad identificada por algunos analistas como secuela
del hundimiento soviético no puede prolongarse mucho, porque la historia
odia las hiperpotencias. Antes o después aparecerán desafíos,
y volveremos a un mundo multipolar. Pero ¿y si todos estos prestigiosos
comentaristas estuvieran equivocados? ¿Y si el mundo se dirigiera hacia
un periodo sin potencia hegemónica? ¿Y si en lugar de un equilibrio
de poderes hubiera una ausencia de poder? En la historia hay precedentes de
ello. Aunque los cronistas del pasado han estado desde siempre preocupados por
los logros de las grandes potencias, sean éstas civilizaciones, imperios
o Estados-nación, también han analizado las eras de retroceso
del poder. Por desgracia, la experiencia mundial de los vacíos de autoridad
(o eras de apolaridad) no es alentadora. Quien no aplauda la hegemonía
de EE UU debería tener en cuenta que, en lugar de un mundo multipolar
de grandes potencias compitiendo entre sí, la alternativa a la primacía
estadounidense podría ser un mundo sin hegemonía. La apolaridad
sería tal vez una nueva y anárquica Edad Oscura (Alta Edad Media),
una época de imperios decadentes y de fanatismo religioso, saqueos y
pillajes en las regiones olvidadas del planeta, de estancamiento económico
y refugio de la civilización en pocos enclaves fortificados.

PRETENDIENTES AL TRONO
¿Por qué podría surgir un vacío de poder a principios
del siglo xxi? Las razones no son especialmente difíciles de imaginar.

Coloso con pies de barro | Por poderoso que parezca
–en términos de productividad económica, poderío
militar y poder cultural blando–, EE UU padece al menos tres
déficit estructurales que limitarán la eficacia y la duración
de su papel cuasiimperial en el mundo. El primer factor es su creciente dependencia
del capital extranjero para financiar el consumo excesivo, tanto privado como
público. Resulta difícil recordar un imperio que durara mucho
tiempo tras devenir tan dependiente de los préstamos extranjeros. El
segundo se refiere a sus niveles demográficos: EE UU es un importador
neto de personas y no puede, por tanto, sustentar sus aspiraciones hegemónicas
sobre una verdadera colonización. Al mismo tiempo, su Ejército
–relativamente pequeño y formado por voluntarios– se ha sobreexplotado,
como resultado de las grandes intervenciones en Afganistán e Irak.

Por último, un asunto crucial: padece lo que podríamos llamar
un déficit de atención. Sus instituciones republicanas y tradiciones
políticas dificultan los consensos para proyectos de nation-building
(creación de estados viables) a largo plazo. Con pocas excepciones, la
mayoría de las intervenciones estadounidenses del siglo pasado han sido
relativamente breves. Las tropas han permanecido en Alemania del Este, Japón
y Corea del Sur durante más de cincuenta años; no se quedaron
tanto tiempo en Filipinas, República Dominicana, Haití o Vietnam,
por no hablar de Líbano o Somalia. Las tendencias recientes en la opinión
pública sugieren que el electorado está aún menos dispuesto
a sacrificar sangre y fondos en el extranjero que durante la guerra de Vietnam.

La ‘Vieja Europa’ envejece | Quienes
sueñan con que la Unión Europea se convierta en un contrapeso
de Estados Unidos deberían seguir dormitando. Por impresionante que haya
resultado la ampliación –por no mencionar el logro de la unión
monetaria de 12 países–, la realidad es que la demografía
condena probablemente a la UE a un declive de su influencia e importancia internacional.
Con tasas de fertilidad en descenso y la expectativa de vida en aumento, las
sociedades de Europa occidental podrían, en menos de cincuenta años,
presentar una edad media superior a los 40 años. El "ratio
de dependencia" de Europa (el número de ciudadanos de la UE que
no están en edad de trabajar por cada uno que sí lo está)
está a punto de hacerse insoportable. En efecto, la Vieja Europa
pronto será realmente vieja. Para 2050 se prevé que uno de cada
tres italianos, españoles y griegos tenga 65 años o más,
incluso contando con la inmigración. Los europeos se enfrentan, pues,
a una elección angustiosa: norteamericanizar sus econo-mías,
es decir, abrir sus fronteras a mucha más inmigración, con los
cambios culturales que eso conllevaría, o que su unión sea una
comunidad de jubilados fortificada. Mientras, la paralización de las
reformas institucionales en la UE implica que sus Estados-nación disfrutarán
de una considerable autonomía fuera de la esfera económica, especialmente
en política internacional y de seguridad.

La próxima crisis económica china |
Los observadores optimistas de China insisten en que el milagro económico
de la pasada década continuará, con un crecimiento tan frenético
que en treinta o cuarenta años su PIB superará al de EE UU. Pero
no está claro que las reglas que suelen regir los mercados emergentes
se incumplan en beneficio de Pekín. En primer lugar, existe una incompatibilidad
básica entre la economía de libre mercado –basada en la
propiedad privada y el imperio de la ley– y el monopolio comunista del
poder, que engendra corrupción e impide la creación de instituciones
fiscales, monetarias y reguladoras transparentes. Como es habitual en las economías
de los tigres asiáticos, la producción va muy por delante
del consumo interno –por lo que la economía depende mucho de la
exportación– y del desarrollo financiero. De hecho, no se sabe
a qué punto han llegado los problemas del sector bancario nacional chino.
Los bancos occidentales que están asumiendo deudas impagables para establecerse
allí deben recordar que esta estrategia se ha intentado antes: hace un
siglo, con la política de puertas abiertas, cuando empresas
de EE UU y Europa irrumpieron en el país y sus inversiones desaparecieron
en el tumulto de la guerra y la revolución.

Ilustración

Entonces, como ahora, las esperanzas en torno al desarrollo de China alcanzaban
niveles de euforia, especialmente en EE UU. Pero podrían volver a terminar
en decepción. Una crisis monetaria o bancaria en China podría
tener ramificaciones en todo el planeta, sobre todo cuando los inversores extranjeros
se den cuenta de la dificultad de repatriar los activos que se encuentran en
China. Recuerden: cuando los extranjeros invierten directamente en fábricas
en lugar de hacerlo a través de intermediarios tales como los mercados
de bonos, no hay necesidad de controles internos de capital. Después
de todo, ¿cómo se repatría una fábrica de acero?

La fragmentación de la civilización islámica
| En las sociedades musulmanas las tasas de natalidad duplican la media europea,
con lo que es probable que los países islámicos del norte de África
y Oriente Medio ejerzan presión sobre Europa y EE UU en los próximos
años. Si, por ejemplo, la población de Yemen sobrepasa la de Rusia
en 2050, como predice la ONU –presuponiendo una fertilidad constante–,
tienen que producirse mejoras espectaculares en el comportamiento económico
de Oriente Medio o bien una emigración importante desde el mundo árabe
a la Europa envejecida. Sin embargo, puede que la sutil colonización
de las ciudades de Europa –más llamativa en lugares como Marsella
(Francia), donde los norteafricanos pueblan barrios enteros– no anuncie
necesariamente la llegada de una nueva y amenazadora Euroarabia. De
hecho, el mundo musulmán está tan dividido como siempre, o más,
y no sólo por la fisura entre suníes y chiíes. También
está fracturada entre los musulmanes que buscan un modus vivendi
pacífico con Occidente (un impulso que toma cuerpo en el deseo del
Gobierno turco de unirse a la UE) y aquellos atraídos por el bolchevismo
revolucionario islámico de renegados como el líder de Al Qaeda,
Osama Bin Laden. Las encuestas de Marruecos y Pakistán sugieren un alto
nivel de sentimiento antiestadounidense, pero no expresan unanimidad. En Europa,
sólo una minoría expresa abiertamente simpatía por organizaciones
terroristas; la mayoría de los jóvenes musulmanes ingleses prefieren
la asimilación a la yihad (guerra santa). Estamos muy lejos
de un choque de civilizaciones, mucho más del ascenso de un nuevo califato
que pueda suponer una amenaza geopolítica para EE UU y sus aliados. En
pocas palabras, cada uno de los potenciales poderes hegemónicos del siglo
xxi –EE UU, Europa y China– parece albergar la semilla de su ocaso;
y el islam carece de los recursos de una superpotencia.

Cada uno de los potenciales poderes hegemónicos
del siglo xxi –Estados Unidos, Europa y China– alberga en sí
mismo la semilla de su ocaso, y el islam carece de los recursos de una superpotencia

Oscuro y desconectado | Supongamos, en el peor caso,
que la arrogancia neoconservadora resulte humillada en Irak y que el proyecto
de la Administración Bush de democratizar Oriente Medio a punta de pistola
termine en retirada ignominiosa, pasando del imperio a la descolonización
en menos de dos años. Supongamos también que ninguna superpotencia
rival quiera llenar los vacíos no sólo en Irak, sino también
en Afganistán, los Balcanes y Haití. ¿Qué aspecto
tendría un futuro apolar?

La respuesta no es fácil, ya que ha habido pocos periodos en la historia
sin contendientes para el puesto de potencia hegemónica global, o al
menos regional. La aproximación más cercana en la época
moderna serían los años 20, cuando EE UU se alejó del proyecto
de democracia global y seguridad colectiva del presidente Woodrow Wilson. Hubo
un vacío de poder en Europa central y del Este después de la caída
de los imperios Romanov, Habsburgo, Hohenzollern y Otomano, pero no se prolongó
mucho. Los viejos imperios de Europa occidental se hicieron con las sobras más
apetitosas de las posesiones otomanas en Oriente Medio. Los bolcheviques ya
habían logrado reunificar el imperio zarista en 1922; en 1936 la revancha
alemana estaba muy avanzada.

Hay que retrotraerse mucho más en la historia para encontrar un periodo
de real y duradera apolaridad. El liderazgo de Occidente estaba dividido entre
el Papa, que encabezaba la cristiandad, y los herederos de Carlomagno, que dividió
su efímero imperio en el Tratado de Verdún en 843. No apareció
ningún aspirante creíble al título de emperador hasta la
coronación de Otto en 962, e incluso él no era más que
un príncipe alemán con pretensiones (nunca satisfechas) de reinar
sobre Italia. Bizancio, mientras, se ocupaba de la rebelión búlgara
en el Norte. En 900, el califato Abasí, fundado por Abu al-Abbas en 750,
había pasado ya su cénit; a mediados del siglo x se precipitaba
hacia el declive. En China también el poder imperial estaba en un momento
bajo entre las dinastías Tang y Song. Ambos imperios tenían capitales
espléndidas –Bagdad y Chang’an (actual Xian)–, pero
ninguno albergaba aspiraciones serias de expansión territorial.

Ilustración

La debilidad de los viejos imperios permitió que florecieran entidades
nuevas más pequeñas. Cuando la tribu de los jázaros se
convirtió al judaísmo en 740, su reino ocupó un vacío
de poder en Eurasia entre los mares Negro y Caspio. En Kiev, en 975, lejos del
alcance de Bizancio, la regente Olga sentó las bases para la fundación
del futuro imperio ruso al convertirse a la Iglesia ortodoxa. Los selyúcidas
–antepasados de los turcos otomanos– formaron el sultanato de Rum
mientras el califato Abasí perdía el control sobre el poder en
Asia Menor. África tenía en Ghana su pequeño imperio; América
Central tenía la civilización maya. Las conexiones entre estas
entidades eran mínimas o inexistentes. Esta situación era la antítesis
de la globalización, un mundo dividido en civilizaciones desconectadas
e introvertidas. Sin una política secular fuerte, las cuestiones religiosas
a menudo producían convulsiones serias. En efecto, las instituciones
religiosas con frecuencia marcaban las pautas políticas. En los siglos
viii y ix, Bizancio estaba sacudido por la controversia acerca del papel que
debían tener los iconos en el culto. Al llegar el siglo xi, el Papa se
sentía lo suficientemente seguro como para humillar al sacro emperador
romano Enrique IV durante la lucha por determinar cuál de los dos tenía
el derecho de nombrar a los obispos. Las nuevas órdenes monásticas
acumularon un poder considerable en la cristiandad, especialmente la de Cluny,
la primera en centralizar la autoridad monástica. En el mundo musulmán,
eran los ulemas (doctores de la ley islámica) quienes realmente gobernaban.
Esta atmósfera contribuye a explicar por qué el periodo terminó
con las extraordinarias guerras santas conocidas como Cruzadas, la primera de
las cuales fue organizada por cristianos europeos en 1095. Sin embargo, este
aparente choque de civilizaciones era, desde muchos puntos de vista, sólo
otro ejemplo de la susceptibilidad del mundo apolar a las campañas militares
a larga distancia dirigidas contra centros urbanos por pueblos más atrasados.
Los vikingos atacaron repetidamente ciudades de Europa occidental en el siglo
ix, como Nantes, en 842; Sevilla, en 844, por mencionar sólo dos. Un
cronista franco lamentaba "la interminable marea de vikingos" que
llegaba del Norte. Bizancio también fue saqueada en 860 por tropas de
Rus, la semilla de la futura Rusia. Esta "tribu fiera y salvaje"
no mostraba "piedad alguna", lamentaba el patriarca bizantino. Era
como "un mar rugiente (…) destruyéndolo todo, sin dejar nada".
Tales eran las condiciones de una era anárquica. No es de extrañar
que el futuro pareciera estar en la creación de unidades políticas
pequeñas y defendibles: la república de Venecia –la quintaesencia
de la ciudad-Estado, que ya tenía su propia política exterior
en 840– o la Inglaterra de Alfredo el Grande, que podríamos definir
como la primera entidad parecida a un Estado-nación en la historia europea,
creada en 886.

Imperios decadentes, resurgimientos religiosos,
el nacimiento de la anarquía, retirada hacia ciudades
fortificadas: éstas son las experiencias de la Edad Oscura que un
mundo sin hiperpotencia podría revivir

SUPERPOTENCIA FRACASADA
¿Podría un mundo apolar hoy dar lugar a una época similar
a la del rey Alfredo? Sí, pero con diferencias importantes y preocupantes.
Uno puede, sin duda, imaginar a las potencias establecidas en el mundo –EE
UU, Europa y China– replegándose a sus propias zonas regionales
de influencia. Pero ¿qué pasaría con las crecientes pretensiones
de autonomía de los cuerpos supranacionales creados bajo el liderazgo
estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial? Naciones Unidas,
el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización
Mundial del Comercio se consideran a sí mismos, de alguna forma, representantes
de la "comunidad internacional".

Sus aspiraciones a la gobernanza global son fundamentalmente diferentes del
espíritu de la Edad Oscura, ¿no? Pero las pretensiones universales
eran también parte integral de la retórica entonces. Todos los
imperios decían gobernar el mundo; algunos, como no eran conscientes
de la existencia de otras civilizaciones, quizá incluso lo creían
así. La realidad, sin embargo, no era una cristiandad global, ni un imperio
celestial que integrara todo el planeta. La realidad era la fragmentación
política. También hoy.

La característica definitoria de nuestra época no es un movimiento
del poder hacia arriba, hacia las instituciones supranacionales, sino hacia
abajo. Con el fin del monopolio del Estado sobre la violencia y el fracaso de
su control sobre los canales de comunicación, la humanidad ha entrado
en una era caracterizada tanto por la desintegración como por la integración.
Si el libre flujo de información y de los medios de producción
otorga poder a las multinacionales y a las organizaciones no gubernamentales
(además de a cultos religiosos evangélicos de todas las denominaciones),
el libre flujo de tecnología de destrucción otorga poder a organizaciones
criminales y células terroristas. Éstos pueden operar, según
parece, donde quieran, desde Hamburgo (Alemania) hasta Gaza (Palestina). El
mandato de la comunidad internacional, en cambio, no es en absoluto global.
De hecho, está cada vez más confinado a unas pocas ciudades estratégicas
como Kabul o Pristina. En resumen, actores no estatales ejercen el poder global,
incluyendo tanto a los monjes como a los vikingos de nuestro tiempo.

Así que, ¿qué queda?: imperios en decadencia, resurgimientos
religiosos, el nacimiento de la anarquía, una retirada hacia ciudades
fortificadas. Éstas son las experiencias de la Edad Oscura que un mundo
sin hiperpotencia puede revivir en breve. Pero esta nueva Edad Oscura sería
mucho más peligrosa que la del siglo ix: el mundo está mucho más
poblado –unas veinte veces más–, de manera que la fricción
entre tribus dispares tenderá a ser más frecuente; la
tecnología ha transformado la producción; ahora las sociedades
humanas dependen no sólo del agua dulce y de las cosechas, sino también
del suministro de combustibles fósiles que sabemos finitos; y la tecnología
ha aumentado también los niveles de destrucción, de modo que ahora
es posible no sólo saquear una ciudad, sino también aniquilarla.

La globalización ha elevado los niveles de vida en el mundo, excepto
en los países aislados por medio de la tiranía o la guerra civil.
Su paralización llevaría indudablemente al estancamiento económico
e incluso a la depresión. Si EE UU quisiera protegerse después
de un segundo 11-S que devastara, por ejemplo, Houston o Chicago, se convertiría
en una sociedad menos abierta y hospitalaria con los extranjeros en busca de
trabajo, de visita o de negocios. Mientras, a medida que fueran creciendo los
enclaves musulmanes de Europa, la infiltración de extremistas islámicos
en la UE se haría irreversible, y aumentarían las tensiones transatlánticas
en torno a Oriente Medio hasta la ruptura. Un bajón económico
en China podría sumir el sistema comunista en una crisis, desatando las
fuerzas centrífugas que socavaron anteriores imperios chinos. Los inversores
occidentales sufrirían reveses y concluirían que es preferible
un beneficio menor en su territorio que los riesgos en el exterior. Los peores
efectos se sentirían en las fronteras de las grandes potencias decadentes.
Los puertos más ricos –desde Nueva York, en EE UU, hasta Rotterdam
(Países Bajos), pasando por Shanghai (China)– se convertirían
en objetivo de los saqueadores y piratas. Los terroristas podrían fácilmente
desbaratar la libertad de los mares, dirigiéndose contra petroleros,
portaaviones y barcos de crucero, mientras las naciones occidentales se concentrarían
en asegurar sus aeropuertos. Mientras, guerras nucleares limitadas podrían
devastar numerosas regiones, empezando por la península coreana y Cachemira
(India), terminando, quizá catastróficamente, en Oriente Medio.
En América Latina, ciudadanos paupérrimos buscarían consuelo
en el cristianismo evangélico importado de EE UU. En África, grandes
plagas de sida y malaria seguirían haciendo su trabajo fatal. Las pocas
aerolíneas solventes supervivientes suspenderían el servicio a
muchas ciudades de estos continentes; ¿quién querría abandonar
sus refugios seguros protegidos por empresas privadas para ir hasta allí?

Por todo ello, la perspectiva de un mundo apolar debería asustarnos mucho
más de lo que asustaba a los herederos de Carlomagno. Si EE UU renuncia
a la hegemonía global –con la frágil visión de sí
mismo mellada por contratiempos menores en las fronteras imperiales– sus
críticos nacionales y extranjeros no podrían anunciar una nueva
era de armonía multipolar, ni siquiera un regreso al equilibrio de poderes
tradicional. Tengan cuidado con lo que desean. La alternativa a la unipolaridad
no sería la multipolaridad. Sería un vacío de poder global.
Y fuerzas mucho más peligrosas que las grandes potencias rivales se beneficiarían
de un desorden mundial no tan nuevo.

¿Algo más?
La referencia clásica sobre la tesis de equilibrio
de poder en las relaciones internacionales sigue siendo el ensayo
de Leopold von Ranke Die Grossen Mächte (Las grandes
potencias)
, de 1833, incluido en la recopilación
mexicana Pueblos y Estados, en traducción
de Wenceslao Roces (Fondo de Cultura Económica, México,
1986). A. J. P. Taylor es el mejor ejemplo de un enfoque como el
de Ranke en la historia de la diplomacia moderna (The
Struggle for Mastery in Europe, 1848-1918,
Oxford
University Press, Oxford, 1971). R. Kaplan también sostiene
que el abandono de EE UU de su voluntad hegemónica conduciría
al caos en La anarquía que viene
(Ediciones B, Barcelona, 2000).

Para situarnos en el estudio de las relaciones internacionales y
la diplomacia, es imprescindible recurrir a más clásicos.
Desde los ensayos de Nicolás Maquiavelo, como Discursos
a la primera década de Tito Livio
, y Dante
Alighieri (Monarquía, de 1313),
en el que sostiene la creación de un imperio o monarquía
universal de carácter federativo, hasta la obra de Raymond
Aron de 1968 Paz y guerra entre las naciones. Teoría
de las relaciones Internacionales
(Alianza, Madrid,
1985) o la tesis doctoral de Henry Kissinger, de 1957, A
world restored
(Houghton Mifflin Co, 1973) sobre la
política de restauración de Metternich, en la que
expone que la paz debe provenir de un consenso internacional. Recientemente
se ha traducido al español el clásico de E. H. Carr
La crisis de los 20 años (1919-1939)
de la Editorial Catarata (Madrid, 2004).

Sobre el medievo consúltese Le Haut Moyen Age
occidental: économies et sociétés
,
de René Doehaerd (Presses Universitaires de France-PUF, 1990);
de Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media
(Alianza, Madrid, 2004), y de Georges Duby El año
mil : Una nueva y diferente visión de un momento crucial
de la historia
(Editorial Gedisa, Barcelona, 1988).
Por ahora no parece que EE UU pretenda renunciar a su posición
internacional. Recientemente, el profesor de Ciencia Política
de la Universidad Autónoma de Madrid Carlos Taibo ha publicado
un libro sobre las consecuencias de la posición hegemónica
de EE UU en el mundo: ¿Hacia dónde nos
lleva Estados Unidos?
(Ediciones B, Barcelona, 2004),
y Rashid Khalidi, titular de la cátedra Edward Said de Estudios
Árabes del Instituto de Oriente Medio de la Universidad de
Columbia, La reafirmación del imperio
(Catarata, Madrid, 2004).

 

Niall Ferguson ocupa la cátedra
Herzog de Historia en la Escuela de Negocios Stern (Universidad de Nueva York)
y es miembro de la junta de gobierno de la Hoover Institution (Universidad de
Stanford). Su último libro es Collossus: the Price of America’s
Empire (Coloso: el precio del imperio americano, Penguin Press, Nueva York,
2004).