El 25 de marzo hará 50 años que se firmó el Tratado de Roma que creó las Comunidades Europeas, de las que se deriva la actual UE. Ha sido una construcción muy original y exitosa. Pero suponiendo que los líderes de entonces no hubieran dado aquel paso, que se hubieran conformado con dejar su seguridad en manos de la OTAN y que en 2007 quisiéramos crear una Unión Europea, ¿por dónde empezaríamos y cómo sería?

Nace el proyecto común: la firma del Tratado de Roma, el 25 de marzo de 1957
Nace el proyecto común: la firma del Tratado de Roma, el 25 de marzo de 1957

 

Si ahora, una vez acabada la guerra fría y en plena globalización, hiciéramos Europa otra vez, lo primero que se eliminaría sería la unanimidad. Naturalmente, nadie sería obligado a participar en contra de su voluntad. Sin embargo, en ningún caso se permitiría que un país impidiera a los demás llevar a cabo sus objetivos. Por tanto, la Unión se pondría en marcha en los Estados que así lo desearan (siempre que, digamos, se sumaran cuatro quintos de los Estados que hubieran concluido las negociaciones). Un referéndum paneuropeo, con una pregunta clara y realizado al mismo tiempo en todos los países, sería la fórmula idónea para lograr la entrada en vigor de su carta fundacional: así se recabaría el apoyo ciudadano y se evitarían esperas y dilaciones innecesarias. Los países que decidieran no formar parte de este grupo en la primera ronda mantendrían durante cinco años su derecho a sumarse al proyecto vía una sencilla ratificación nacional. Más tarde, deberían pasar por un procedimiento de adhesión (algo más complicado), que probablemente incluiría, además del visto bueno de las instituciones europeas, el de dos tercios de los Estados miembros.

Más candidatos que miembros. La Europa de hoy tiene muchos miembros pero pocos candidatos. Sin embargo, una nueva UE tendría menos socios y muchos candidatos. Para ello no haría falta prohibir la entrada a nadie; bastaría con exigir unos niveles de compromiso político, económico y de seguridad más elevados. Así, muchos Estados considerarían que lo costoso sería participar en el proyecto, no quedarse fuera. Sin embargo, Europa debería ser una construcción potencialmente abierta a toda democracia del Viejo Continente que decidiera comprometerse a fondo. Turquía, por ejemplo, podría participar (también Ucrania), pero seguramente no querría ceder tanta soberanía. Lo mismo con respecto al Reino Unido o Noruega. El tamaño no importaría, ni el nivel de renta (ya que la UE sería solidaria y ayudaría a los más desfavorecidos a alcanzar el nivel exigido); lo definitivo sería la voluntad de participar en las políticas centrales del club y en sus instituciones. En una Europa con un marco institucional claro, una legitimidad democrática fuerte y un funcionamiento político regido por la mayoría, las ampliaciones no debilitarían a la Unión, sino que la reforzarían. La capacidad de absorción no sería un problema.

La flexibilidad por fuera. Una Unión Europea creada en 2007 tendría un núcleo duro homogéneo y una geometría flexible para los que quedaran fuera de él. Los miembros disfrutarían del máximo nivel de integración, y entre ellos no habría posibilidades de realizar cooperaciones reforzadas ni de establecer grupos de pioneros. Así, en lugar de una Europa a varias velocidades, con profusión de caminos paralelos y solapamientos, con complejas cláusulas de entrada y salida o integraciones flexibles, la UE estaría formada por varios círculos de integración. Fuera del núcleo duro quedarían los países que no hubieran querido una adhesión completa (Reino Unido, Dinamarca o Suecia) o los que estuvieran en lista de espera por no cumplir aún todas las condiciones (como Turquía o Macedonia). Sin embargo, habría cierta flexibilidad. Por ejemplo, el Reino Unido podría estar asociado a la Europa de la defensa (ya que sin ellos la seguridad europea estaría coja); los daneses y suecos formarían parte de la política medioambiental, y los países en lista de espera estarían vinculados a políticas como las de justicia e interior y la política exterior y de defensa.

La ‘supersidiariedad’. La Europa del siglo XX ha acabado haciendo demasiadas cosas que los Estados-nación, las regiones o incluso los entes locales podrían hacer bien si se coordinaran adecuadamente. Esto ha desatado una reacción renacionalizadora llamada subsidiariedad. Una Europa creada en el siglo XXI funcionaría exactamente al revés: la Unión sólo aceptaría realizar aquellas tareas acerca de las cuales existiera un amplio consenso tanto acerca de la magnitud o alcance (europeo) del desafío como de la solución y los recursos institucionales y presupuestarios necesarios para acometerla (que serían de la UE). Con vistas a garantizar la solidez del consenso y de los instrumentos, en lugar de pedir a la opinión pública que se pronunciara en referéndum sobre complejos tratados institucionales, lo que se pediría a los europeos es que aprobaran en consulta popular la cesión a la Unión Europea de nuevas competencias, junto con los correspondientes recursos institucionales y presupuestarios.

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No una agencia de viajes. La Comisión Europea fue un elemento original y enormemente útil en la construcción europea. Pero hoy sus enormes limitaciones aconsejarían prescindir de ella. Por un lado, los Gobiernos la tratan con desprecio, negándole capacidad política ("la Comisión no es más que una agencia de viajes", dicen algunos; "nosotros decidimos dónde vamos, ellos sólo se encargan de llevarnos"). Por otro, sus tres últimos presidentes (Santer, Prodi y Barroso) han evidenciado una tremenda incapacidad de liderazgo. Por último, muchos de los comisarios han sido demasiado serviles con sus Ejecutivos nacionales. El resultado es que la Comisión vive en el peor de los mundos: para unos es un Gobierno incapaz de llevar a cabo sus fines, para otros es una burocracia politizada por peleas partidistas o sensibilidades nacionales.

La solución está clara: en esa otra UE, las tareas que requirieran independencia (como la política de competencia) las realizarían agencias especializadas; mientras, las que exigieran liderazgo político y capacidad ejecutiva las llevaría a cabo un Gobierno con la autoridad y legitimidad de las urnas. Por tanto, si hiciéramos Europa otra vez, en lugar de reforzar el Consejo de la Unión nombrando un presidente permanente, se crearía un Gobierno, investido por el Parlamento Europeo, cuyo jefe tuviera capacidad de nombrar y cesar a sus miembros, y responder por ello ante el Parlamento. Lógicamente, los Estados miembros conservarían un papel muy importante, pero como poder legislativo (en paridad con el Parlamento Europeo), no como poder ejecutivo.

Un menú corto y estrecho. La actual dispersión de tareas es un error monumental. Una Unión Europea creada de cero en 2007 no aceptaría más que cinco labores sustantivas. En primer lugar, una política exterior y de cooperación dedicada a la promoción de la democracia, el desarrollo y los derechos humanos, lo que requeriría un ministro de exteriores europeo, un servicio diplomático europeo y un único asiento en los organismos internacionales, especialmente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Esta política estaría enfocada hacia la paz y la seguridad internacional, lo que exigiría una estrecha coordinación con el caucus de Estados democráticos mundiales y, naturalmente, un Ejército europeo estrechamente vinculado con la OTAN y el Reino Unido. En segundo lugar, la Unión asumiría una política de libertad, seguridad y justicia que se ocupara del control de fronteras, la política común de inmigración, los asuntos policiales y judiciales, pero también de la protección civil a escala europea.

La tercera sería una unión económica y monetaria (es decir, el mercado interior más el euro), que vendría acompañada, por supuesto, de una política fiscal armonizada y de un fondo de ajuste para hacer frente a crisis económicas o shocks asimétricos derivados de la globalización. La cuarta, una política medioambiental con criterios de convergencia multianuales en relación a emisiones, energías renovables, reforestación y reciclaje, entre otros, que estuviera sujeta a sanciones en caso de incumplimiento. Y en quinto y último lugar, una política de investigación y desarrollo que permitiera financiar los grandes y costosos proyectos de I+D que los Estados no son capaces de afrontar por sí solos en materias como la energía (la fusión nuclear), las telecomunicaciones (Agencia Europea del Espacio), la biomedicina o la seguridad alimentaria.

Primero la política, luego el medio ambiente. En el siglo XX, Europa se hizo de abajo arriba, de la economía a la política. Pero en el siglo XXI se construiría de arriba abajo, de la política a la economía. Por tanto, si se hiciera la Unión ahora, la lógica obligaría a comenzar por la seguridad, tanto interior como exterior. La Europa de los años 50 se hizo para garantizar la paz entre los Estados europeos; la del siglo XXI debería garantizar la paz en los Estados europeos y, además, la paz en el mundo. En consecuencia, la UE no caería en el absurdo actual de gastar en defensa más que EE UU, pero no ser apenas capaces de poner en pie una misión de mantenimiento de la paz como la de Líbano o cumplir con sus compromisos transatlánticos en Afganistán. Por ello, la nueva Europa sumaría sus presupuestos de defensa nacionales con el fin de crear dos Ejércitos europeos: uno de base nacional, aunque con entrenamiento y equipamientos comunes, dedicado sobre todo a la defensa territorial, y que también sirviera de apoyo civil en caso de emergencias (una especie de guardia nacional estadounidense); el segundo, una fuerza de intervención rápida con reclutamiento, composición y mando multinacional al servicio directo de la política exterior de la Unión en lo relativo a operaciones de mantenimiento de la paz. La cadena de mando y las unidades estarían integradas hasta tal punto que sería imposible desgajarla nacionalmente (así los Estados no se pelearían por quedarse con las misiones fáciles o las zonas con menos riesgo, como hacen ahora en Afganistán).

De hacerse hoy la UE, los Estados conservarían un papel importante, pero como poder legislativo (en paridad con el Parlamento Europeo), no ejecutivo

Europa debe dejar de fumar. Pese al énfasis en la defensa, la seguridad europea es algo mucho más amplio y complejo que ponerse un uniforme. Se habla mucho de defender el modelo social europeo, con su generoso Estado de bienestar, seguros de desempleo, pensiones y educación y sanidad gratuitas; algunos incluso dicen que Bruselas debería asumir un papel cada vez más amplio en estos ámbitos. ¡Error! Lo que amenaza nuestra forma de vida tampoco es el yihadismo. Lo que verdaderamente pone en peligro nuestra forma de vida es el humo del tabaco (individualmente) y de nuestras industrias (colectivamente). Este modo de vida, basado en el humo, provoca cáncer personal y calentamiento global. Además de injusto con el resto del mundo, es insostenible. Los europeos del siglo XX se dieron 15 años para crear la Unión Aduanera. Si la Unión Europea se hiciera en 2007 se fijaría un margen de 20 años para prescindir por completo de los combustibles fósiles sólidos. Asegurar la sostenibilidad física del modelo de vida europeo sería unos de los objetivos principales de la UE. Por ello, una nueva Europa se tomaría en serio la cuestión medioambiental, sin duda, como lo haría con la seguridad alimentaria, las pandemias o la investigación médica.

Una economía abierta. El mercado interior, es decir, las cuatro libertades de circulación (bienes, capitales, servicios y trabajo) más la política de competencia (por ejemplo, ayudas públicas), sería tan extenso como fuera posible; en realidad, lo deseable es que (con salvedades en cuanto a la libre circulación de trabajadores) desbordara las fronteras de Europa y alcanzara tanto al continente americano como a toda la esfera mediterránea, incluso a bastantes países de la región Asia-Pacífico. El euro —que se instauraría desde el principio, aunque gobernado desde la UE— podría convertirse, con el apoyo del Banco Central Europeo, en moneda de referencia en un gran número de países de esta esfera económica global. Por tanto, en lugar de hacer una Europa abierta hacia dentro, pero cerrada hacia fuera, como se hizo hace 50 años, hoy haríamos una Europa que descontara desde un principio el funcionamiento global de los mercados y pusiera un pie (monetario) en el máximo número posible de ellos.

Por tanto, primero la sustancia, luego el procedimiento. Si pudiéramos empezar de nuevo, comenzaríamos Europa por los fines, no por los medios, es decir, primero decidiríamos qué queremos hacer (las políticas), luego cómo queremos decidir acerca de ellas (las instituciones) y tercero cómo van a pagarse (con un impuesto europeo). Por tanto, primero se identificarían las prioridades y objetivos, luego se someterían a discusión pública en los Parlamentos nacionales, y en tercer lugar, pediríamos a éstos que redactaran un texto, corto, claro y accesible, que refiriera las competencias de la Unión, las reglas del juego institucional y sus recursos presupuestarios. Así se evitaría la trampa en la que hoy nos encontramos: sabiendo lo que queremos y lo que necesitamos, no puede hacerse por falta de instituciones adecuadas y de recursos financieros suficientes. ¿Haríamos Europa otra vez? Sí, pero exactamente al revés.