El águila de dos cabezas rusa no es sólo un emblema del país. Es un símbolo de la esquizofrenia nacional.

 

Cuando Rusia oscila entre la democracia y la autocracia, la modernidad y el regreso al pasado estalinista, el vacilante liberalismo representado por el presidente Dmitri Medvédev y la represión representada por el primer ministro Vladímir Putin, un símbolo describe el desdoblamiento de personalidad del país con especial precisión: el águila de dos cabezas, el emblema ruso durante la mayor parte del tiempo desde el siglo XVI.

A lo largo de la historia antigua, las águilas –de una cabeza– fueron el símbolo imperial universal, desde Persia, Turquía y el sur de India hasta Mesopotamia, Anatolia y Roma. Napoleón adoptó esta noble ave como su escudo de armas a principios del siglo xix. En la era moderna, el águila ha permanecido, aunque ha perdido parte de su simbolismo despótico. Países como EE UU, Egipto, Irak, México, Polonia y Rumania han adoptado este ave como signo de grandeza nacional más que de conquista.

Pero si añadimos una cabeza, la ecuación cambia. En Bizancio, la segunda Roma, el águila de dos cabezas señalaba el potente y doble dominio del imperio en el mundo: una cabeza vigilaba el Oeste y la otra gobernaba el Este. Para no ser menos, el Sacro Imperio Romano, que se inició en el siglo X, también insistió en las dos cabezas. Tras su disolución, en 1806, sus sucesores de la Gran Confederación Germana y de Austria-Hungría conservaron las dos cabezas, al menos hasta que llegó la modernidad y la segunda cabeza empezó a recordar demasiado al siglo x. Alemania descartó la segunda cabeza de su águila en 1866, mientras Austria la conservó hasta 1918.

Los zares rusos, poco tiempo después de la caída del Bizancio, en 1453, adoptaron también el águila de dos cabezas como símbolo de su poder. Siglos después de derrocar a los zares, los soviéticos intentaron eliminar toda huella del emblema imperial, hasta el punto de pintar estrellas rojas sobre el águila de dos cabezas de los laterales de las tazas oficiales de té. Pero el presidente Boris Yeltsin lo recuperó tras el colapso de la URSS, en 1991, para sustituir a la hoz y el martillo como símbolo del Estado, aduciendo que las tres coronas del águila ya no tenían connotaciones imperialistas sino que hacían referencia a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial del Gobierno. El águila de dos cabezas que eligió evocaba el sello de Pedro el Grande, el legendario reformista con quien le gustaba compararse a Yeltsin.

Pero nadie se paró a argumentar que tal vez lo que Rusia necesitaba era una sola águila con una misión clara, no dos cabezas o tres coronas. Ahora, Rusia y los Estados balcánicos de Serbia, Albania y Montenegro aún se aferran al águila de doble testa.

Al principio, el paso de Yeltsin parecía querer resucitar una reliquia presoviética. Pero, durante las últimas décadas, el mensaje implícito del águila –la superioridad de Rusia sobre Europa y Asia– se ha hecho más esencial para la identidad rusa. Hoy, el emblema está por todas partes: en el escudo de armas oficial ruso y en la insignia de su policía, aparece como símbolo en los anuncios del Kremlin en televisión y en el logo del Ministerio de Interior… Bizancio y su icono del águila de dos cabezas se analizan en los programas de debates de la televisión, donde su grandeur imperial se cita como ejemplo de la gloria futura de Rusia. Los sacerdotes ortodoxos pronuncian sermones sobre las lecciones que Rusia debe sacar de su pasado bizantino.

El propio Putin invoca con frecuencia una versión mítica de esta historia para explicar por qué el país es tan colosal. “Todo el mundo es igual ante Dios; está en los fundamentos del Estado ruso”, dijo al asumir la presidencia en 2000. “Al contrario que en Occidente, la cultura ortodoxa siempre ha insistido en la igualdad de todas las personas”.

Pero el águila con dos cabezas que sirve como recordatorio constante de las gloriosas raíces bizantinas no es sólo una regresión imperial poco meditada; es un síntoma de la esquizofrenia que describe todos los aspectos de la vida rusa hoy. Con Putin y Medvédev, por ejemplo, se ha conseguido el más moderno monstruo de la dualidad. Putin ha acusado a EE UU de llevar al mundo “al abismo de un conflicto tras otro”, haciendo imposible el compromiso político. Sin embargo, Medvédev, al felicitar al presidente estadounidense, Barack Obama, por su Premio Nobel, aplaudió los “principios de igualdad, de respeto mutuo por el beneficio de la paz global y la estabilidad” que constituyen las relaciones entre Rusia y EE UU.

En el discurso presidencial sobre el estado de la Unión que tuvo lugar el pasado noviembre pareció distanciarse de su otra cabeza, afirmando que el Gobierno debía admitir su responsabilidad por las penurias de la crisis económica y pidiendo una política exterior menos agresiva. Se helará el infierno antes de que Putin –que se sentaba mohíno en primera fila durante el discurso presidencial– permita que alguna de las recomendaciones de Medvédev cale en el Kremlin.

Pero no son sólo los líderes rusos quienes no están alineándose en la misma dirección. Los rusos estamos divididos en nuestra actitud ante nuestra historia, en especial sobre nuestro pasado estalinista. El año pasado, el periódico liberal Novaya Gazeta reprodujo algunas de las órdenes de ejecución firmadas por Stalin que han sido desclasificadas; ahora, su nieto Yevgeny Dzhugashvili ha demandado a los periodistas por mentir sobre la memoria del gran líder. En 2007, un libro de texto que defendía el racionalismo de Stalin al asesinar a millones de personas fue publicado como una guía para profesores en los colegios rusos; en 2009, Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, un relato de los horrores inhumanos del régimen de Stalin, fue lectura obligada para los mismos escolares. La esquizofrenia de dos cabezas en acción: en los primeros cursos, los niños estudian que Stalin fue un “gestor eficiente” que “cuidaba” de su pueblo; en los siguientes cursos, descubren que cometió crímenes contra ese mismo pueblo. No es extraño que un 51% de los rusos crea que Stalin fue un líder sabio, y que un 56% piense que hizo más cosas buenas que malas, según una encuesta del Centro Levada.

Entonces, ¿con qué águila se corresponde Rusia? ¿Es el gigante modernizador e innovador de la industria posterior a la guerra fría que Medvédev cree que puede ser, que se enfrenta a sus demonios mientras avanza? ¿O es el saco de boxeo de Occidente aferrado al pasado, arruinado y desesperado que dice Putin, la sociedad preocupada por revivir las glorias de su pasado y por ocultar sus abusos? Sólo hay una solución a esta duplicidad de testas, y es una que incluso Stalin apreciaría: eliminar una cabeza.