Una sociedad abierta se define por los espacios que concede a la ciudadanía en materia de libre expresión, asociación, información o reunión. Según la clasificación de Civicus, actualmente sólo hay catorce países en todo el mundo que puedan definirse como plenamente abiertos. Este artículo trata de discernir cuáles son algunos de sus denominadores comunes.

Personas caminan por un parque en Estocolmo. (Jessica Gow/AFP/Getty Images)

Riqueza y desarrollo humano altos

La riqueza y el alto nivel de vida y desarrollo son elementos consustanciales a toda sociedad abierta. Si tomamos como referencia el PIB per cápita a precios corrientes para 2016 del Banco Mundial, observamos que cinco de los doce países considerados como abiertos por Civicus encabezan la clasificación en riqueza por habitante (Suiza, Noruega, Islandia, Dinamarca y Suecia), y que incluso los países abiertos más pobres (Portugal, República Checa, Estonia y Letonia) son comparativamente ricos.

Algo similar sucede al atenernos al Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, en el que varios de los mejor posicionados (incluido el primero, Noruega) coinciden también con los más abiertos.

El vínculo entre riqueza y apertura parece irrefutable en función de los datos —a pesar de que haya también países excepcionalmente ricos pero con libertades muy obstruidas—. Menos acuerdo existe en la indagación de los motivos. Algunos pensadores de corte liberal creen que las propias necesidades del capitalismo y de la creación de riqueza dan origen a un sistema (una suerte de renovada mano invisible) con la apertura, libertad y escasa intromisión estatal que requiere una economía para funcionar adecuadamente.

Otros economistas, entre los que destaca Amartya Sen, sostienen por el contrario que son las amplias libertades cívicas y democráticas las que crean y facilitan el desarrollo, promueven la iniciativa privada, mejoran la capacidad de la población para responder a las crisis y generan un clima general de mayor eficiencia económica.

Por un camino u otro, el punto de llegada parece el mismo: los países más abiertos son siempre muy ricos o ricos y presentan altísimos niveles de desarrollo humano.

Poca población

Todos los países que figuran como abiertos en la clasificación tienen poblaciones muy pequeñas, con la excepción de Alemania. Varios oscilan en torno a los diez millones de habitantes (Portugal, Suecia y Suiza), otros entre cuatro o cinco millones (Nueva Zelanda y Noruega, respectivamente), Eslovenia cuenta con dos millones y otros apenas superan el millón (Estonia).

Los defensores del vínculo entre apertura democrática y poblaciones exiguas sostienen que, en las comunidades pequeñas, las autoridades son más cercanas al pueblo y es posible una expresión más activa y un mejor seguimiento ciudadano de las políticas públicas (la democracia directa suiza, a golpe de referendos, sería un buen ejemplo). Pero también podría argüirse lo contrario: las poblaciones pequeñas permiten una supervisión más asfixiante por parte de las autoridades, ahogando así un espacio cívico que es, por su escasa dimensión, más fácilmente controlable.

La visión idílica de una democracia más abierta con poblaciones pequeñas y con autoridades más cercanas es esgrimida por los movimientos independentistas como un argumento adicional para su causa. Esta visión se fortalece con la perspectiva de que, tras la independencia, seguirán siendo miembros de espacios supranacionales como la Unión Europea. No en vano, la pequeña población de un futuro país independiente se antoja más viable bajo la premisa de su ingreso en un bloque regional basado en alianzas, responsabilidades compartidas y transferencias de soberanía.

Son parte de bloques supranacionales

Buena parte de los países más abiertos forma parte de la UE, lo que reivindica la pretensión comunitaria de ser un agente de promoción de las libertades individuales. Islandia y Noruega, que no son miembros de la Unión, están integradas en el Espacio Económico Europeo (EEE), un bloque eminentemente comercial pero que obliga a los miembros que no sean socios de la UE a asimilar sus legislaciones a la comunitaria en diversos ámbitos.

Por su parte, Nueva Zelanda es miembro de la Commonwealth, que presenta a sus componentes como unidos no sólo por valores históricos y culturales, sino también por su supuesto respeto a la libertad de expresión. Nueva Zelanda forma parte también de plataformas de integración supranacional como el naciente Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica o el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), si bien poseen una naturaleza fundamentalmente comercial y aglutinan a varios países no precisamente abiertos.

Entre los países más abiertos, Suiza es el único que se ha resistido a formar parte de entidades supranacionales con cesiones parciales de soberanía. La Confederación Helvética rechazó ser parte del EEE, ciñéndose a la formulación menos integradora de la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC).

Más allá de la excepción suiza, los países más abiertos tienden a ser miembros de asociaciones supranacionales de mayor o menor calado y contenido político. En el caso de la UE, esta apertura tiene un carácter casi definitorio, ya que la libertad de opinión, expresión e información forma parte de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión. En otros grupos, como la Commonwealth o la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), la mayoría de sus miembros tiene un grado escaso de apertura.

Ello nos llevaría a concluir que no es tanto la supranacionalidad en términos genéricos lo que contribuye a ampliar el espacio cívico, sino más específicamente la vinculación (en diferentes grados de cesión de soberanía) a la UE. Esta última es la única alianza supranacional que garantiza la sujeción de sus miembros a un avanzado estándar de libertades cívicas o que, cuando menos, interviene con beligerancia cuando alguno de sus socios trata de restringirlas de forma contraria a los principios de la Unión (como en el actual caso de Hungría, cuyas tendencias recientes de acotación de las libertades son objeto de una fuerte reprobación por parte de Bruselas).

La canciller Angela Merkel en el Bundestag. (Sean Gallup/Getty Images)

Tienen gobiernos moderados, ya sean conservadores o progresistas

Normalmente, tiende a pensarse que los gobiernos conservadores son más restrictivos de las libertades cívicas que sus homólogos progresistas. No es el caso entre los países con mayor grado de apertura, cuyos actuales mandatarios —al igual que sus predecesores recientes en la alternancia de poder— provienen de familias políticas diversas.

Los países más abiertos del mundo incluyen actualmente tres gobiernos de izquierda moderada o socialdemócrata (Portugal, Suecia y República Checa), seis conservadores o de centro-derecha (Alemania, Irlanda, Islandia, Noruega, Nueva Zelanda y Suiza) y cuatro liberales (Eslovenia, Estonia, Dinamarca y Finlandia). El único mandatario que no se encuadra dentro de esas tres familias moderadas es el primer ministro de Letonia, miembro de un partido con tintes regionalistas y ligeramente euroescépticos.

Esta diversidad en la ideología de los mandatarios es relativa, puesto que no hay entre ellos ningún líder de extrema derecha o izquierda, a pesar de la creciente presencia de ambos en los parlamentos nacionales. En ello se advierte la relativa homogeneidad entre los grupos políticos del establishment europeo y la superación de ciertas fronteras ideológicas entre conservadores y progresistas moderados: pueden diferenciarse en muchas cosas, pero su respeto por las libertades cívicas esenciales, así como los límites que imponen a las mismas, no difieren en exceso.

A su vez, el hecho de que la mayoría de los países abiertos pertenezcan a la UE reduce el margen de maniobra de los gobernantes nacionales para vulnerar las libertades de expresión, información, reunión y asociación.

La mayoría no han estado bajo el yugo dictatorial en su pasado reciente

Los países más abiertos suelen tener a su espalda una larga trayectoria de libertades cívicas, pero hay varias excepciones. Varios de ellos —en concreto, cinco de catorce— se zafaron de regímenes autoritarios en tiempos relativamente recientes.

Uno de ellos es Portugal, que hasta 1974 no consiguió desembarazarse de la dictadura tras una revolución que demostró la fuerza de su sociedad civil. Hoy en día se considera un Estado muy avanzado en materia de libertades civiles, apuntaladas por su pertenencia a la UE desde 1986.

Estonia y Letonia fueron hasta 1991 repúblicas socialistas sometidas al poder soviético, si bien los Estados bálticos mantuvieron siempre un fuerte sentimiento de autonomía que, aun reprimido, permitió la subsistencia de sus respectivas sociedades civiles.

También la República Checa vivió más de veinte años bajo el yugo soviético, del que se zafó en 1989 gracias, en parte, a las acciones del Foro Cívico. Eslovenia, que se independizó de la Antigua Yugoslavia tras una breve contienda en 1991, formó antes parte de la federación socialista del mariscal Tito, el satélite más escurridizo de los soviéticos.

La presencia entre las sociedades más abiertas de varios países con un pasado reciente autoritario demuestra su capacidad de alcanzar o superar en muy poco tiempo los estándares de libertades de Estados de mayor recorrido democrático, la resistencia de los movimientos cívicos incluso bajo férulas tiránicas y la eficacia de la UE como impulsora y supervisora de libertades.

Un policía quita una barricada montada durante las protestas contra el G20 en Hamburgo, en lo que se bautizó como Welcome to Hell.
(Thomas Lohnes/Getty Images)

Baja conflictividad y movilización laboral y social (con excepciones importantes)

En la mayoría de los países abiertos impera una relativa paz social. Sus calles no sufren o han sufrido recientemente tensiones sociales en una escala comparable, por ejemplo, a las huelgas del movimiento sindical francés, los disturbios raciales en Estados Unidos, las manifestaciones contra las medidas de austeridad en Grecia o la tensión vivida en España por la movilización independentista en Cataluña.

Pero tampoco yacen en un estado letárgico. Portugal fue testigo de cuatro huelgas generales en un solo año (2013) para protestar por las medidas de austeridad. Alemania vivió en 2015 multitud de paros convocados por distintos sectores profesionales, y más sonadas aún fueron las masivas protestas de julio de 2017 durante la cumbre del G20 en Hamburgo (ilustrativamente bautizadas como Welcome to Hell).

La diminuta Islandia rompió su tradicional placidez para convertirse en el escenario de la revolución de las cacerolas entre 2008 y 2009, que tumbó al Gobierno conservador y acabó cristalizando en un referéndum en el que una aplastante mayoría se negó a devolver depósitos multimillonarios a los gobiernos británico y holandés por la quiebra del banco Icesave.

Un estudio de la media de días no trabajados por cada mil empleados por motivo de huelga en distintos países de Europa muestra que algunas de las sociedades más abiertas figuran también entre las más propensas a los paros. Dinamarca, con 89 días perdidos, es el tercer país europeo más propenso a las huelgas, seguido por Noruega (76). Datos que, no obstante, palidecen ante las 514 y 171 jornadas perdidas respectivamente en Chipre y Francia.

Algunos de los países más abiertos han conocido o conocen movilizaciones importantes actuales o recientes, pero con una regularidad y alcance comparativamente moderados. Esto contribuye a distender el escrutinio de unas autoridades que, paralelamente, facilitan con su actitud abierta la convocatoria normal de protestas, huelgas y manifestaciones.

Fuerte presencia de movimientos políticos radicales

Sería tentador pensar que los países más abiertos se permiten mayores libertades por no tener que lidiar con movimientos políticos radicales. Pero un recorrido general por varios de ellos desmiente esa teoría.

En las pasadas elecciones germanas, casi seis millones de personas votaron a Alternativa para Alemania, que se erigió en tercera fuerza del Bundestag. No es sino la expresión más relevante de un auge popular de la extrema derecha que desafía por primera vez el status quo de moderación alemana posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Varios países escandinavos muy abiertos llevan años conviviendo con una ultraderecha en ascenso. El Partido del Pueblo Danés tiene 37 diputados en el Parlamento nacional y, además, compite por los votos radicales con la Nueva Derecha, otra agrupación xenófoba. Los Verdaderos Finlandeses, rebautizados como el Partido de los Finlandeses, obtuvieron los segundos mejores resultados en las elecciones de 2015 y entraron en un gobierno de coalición con los conservadores hasta su posterior escisión.

La amplia apertura de la que gozan estos países puede derivarse de una ausencia tradicional de movimientos radicales de presencia masiva, situación que ha permitido a sus sociedades civiles florecer sin intrusiones por parte de las autoridades. Pero esa misma libertad podría haber facilitado el auge de la ultraderecha en años recientes.

A medida que los movimientos radicales sigan creciendo, será interesante comprobar si los distintos gobiernos mantienen las libertades o las restringen para acotar la extensión de estos u otros fenómenos.