Hacia el final de 2018, parecía que el conflicto sirio iba a continuar en la misma dirección. Parecía que el régimen de Bashar Al Assad, con ayuda de Irán y Rusia, iba a ganar su batalla contra la oposición. La guerra contra el Estado Islámico se aproximaba a su fin. Las potencias extranjeras mantendrían un frágil equilibrio en varias partes del país: entre Israel, Irán y Rusia en el suroeste, Rusia y Turquía en el noroeste, y Estados Unidos y Turquía en el nordeste. Sin embargo, con una llamada al presidente turco Recep Tayyip Erdogan a mediados de diciembre para anunciar la retirada de las tropas estadounidenses, Trump rompió ese equilibrio, aumentó las posibilidades de una guerra sangrienta entre Turquía, sus aliados sirios, los kurdos de Siria y el régimen de Al Assad y, como consecuencia, dio tal vez al Estado Islámico la posibilidad de prolongar su vida, al alimentar el caos que tanto le beneficia.

La política anterior de Trump de mantener indefinidamente la presencia militar en Siria siempre tuvo un valor dudoso. No estaba claro cómo 2.000 soldados podían contrarrestar la influencia iraní o ejercer verdadera presión sobre el régimen de Al Assad. La lucha contra el Estado Islámico no ha terminado, pero no necesita que haya tropas norteamericanas sobre el terreno. Dicho esto, una retirada precipitada crea un gran riesgo, porque dejará a las Unidades de Protección popular (YPG) —el grupo armado de mayoría kurda que luchó junto con las fuerzas estadounidenses contra el Estado Islámico y hoy controla aproximadamente un tercio del territorio sirio— peligrosamente al descubierto.

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Soldados turcos en la ciudad de mayoría kurda de Afrín, en Siria, tras la tomar el control de la ciudad en marzo de 2018. OMAR HAJ KADOUR/AFP/Getty Images.

De ahora en adelante, las YPG podrían sufrir un ataque de Turquía (que las considera una organización terrorista, por su afiliación con el Partido Kurdo de los Trabajadores, PKK) o del régimen de Al Assad (que quiere reafirmar su poder en todo el país, incluidas las zonas petrolíferas del nordeste). Si esos ataques derivaran en una situación caótica, el Estado Islámico podría aprovechar la oportunidad para reaparecer, reagruparse y volver a capturar parte del territorio que ha perdido en los últimos dos años.

En resumen, la verdadera cuestión para Estados Unidos no debería haber sido si quedarse o marcharse, sino en qué plazos y en qué condiciones llevar a cabo la retirada.

Tanto a Estados Unidos como a Rusia debería interesarles evitar una lucha sin cuartel por el territorio abandonado por el primero, porque podría revitalizar al Estado Islámico y, en el caso de Rusia, porque entonces Turquía podría acabar controlando más territorio del aliado de Moscú. Para impedirlo, Washington y Moscú, juntos o por separado, deberán convencer a Turquía de que no lance un ataque contra el territorio en poder de las YPG, convencerles de que resten importancia a su faceta armada y facilitar un acuerdo entre Damasco y las YPG que incluya el regreso del Gobierno sirio al nordeste con cierto grado de autogobierno kurdo en la región. De esa forma, sería posible restablecer la soberanía de Siria, tranquilizar a Turquía al restringir la autoridad y el poder de fuego de las YPG y proteger a los kurdos de ataques militares. Quizá sea demasiado tarde para lograrlo. Pero no para intentarlo.

 

Este artículo forma parte del especial Las guerras de 2019

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia