La crisis siria nos revela mucho sobre el papel de la UE en el mundo.

 

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Como en otros escenarios de la primavera árabe, la Unión Europea no ha ejercido en Siria un papel diplomático decisivo. Y ello a pesar de que no cabe duda sobre la centralidad geoestratégica del conflicto, sus efectos desestabilizadores para la región y la influencia que ejercen múltiples actores externos. Buena parte de estos actores han mostrado cautela y vacilación ante el escenario sirio. La respuesta de la UE, por su parte, revela al menos tres elementos clave de su papel en el mundo.

En primer lugar, los tres grandes –Reino Unido, Alemania y Francia– llevan hoy la batuta de cualquier asunto significativo para la política exterior europea. Su posición define la agenda del resto de Estados miembros y de la Alta Representante, Catherine Ashton. Francia y el Reino Unido personificaron durante meses la posición más contundente contra el régimen de Bashar al Assad. Alemania, en cambio, siempre insistió en el necesario respaldo del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y se mostró cautelosa con las consecuencias de una intervención militar.

El resto de los Estados miembros se subieron al carro de uno u otro país grande, con Dinamarca apoyando la posición francesa, España, Italia y Bélgica pidiendo un papel más activo del Consejo de Seguridad y los Países Bajos claramente detrás de las dudas alemanas sobre la intervención. Catherine Ashton, más por reacción que por acción, encarnó el término medio entre las posturas de los tres grandes durante el Consejo de Asuntos Exteriores de Vilnius, en el que la UE reclamó una respuesta contundente al uso de armas químicas en Siria pero también más negociaciones en el marco de la ONU.

En segundo lugar, y a pesar de los avances introducidos por el Tratado de Lisboa, la acción exterior de la Unión continúa mostrando graves señales de fragmentación. Elementos de política exterior como la seguridad, el desarrollo, la defensa o las migraciones continúan tratándose como compartimentos estancos, sin que la unión de los instrumentos de la Comisión y las políticas del Consejo bajo el mandato de la Alta Representante y Vicepresidenta de la Comisión haya recogido aún todos sus frutos. Buena muestra de ello es la respuesta a las olas de refugiados que llegan a las costas europeas como consecuencia de la crisis siria. Mientras Francia encabezaba el apoyo a la oposición siria y el posible ataque militar al régimen de Al Assad, negaba al mismo tiempo el derecho de asilo a un buen número de refugiados sirios.

Finalmente, la guerra en Siria ha puesto de manifiesto la oposición de la opinión pública europea al uso de la fuerza en la escena internacional. Los sondeos realizados por el German Marshall Fund de Estados Unidos revelan que casi tres cuartas partes de los europeos están a favor del liderazgo de la Unión en la escena internacional. Sin embargo, la mayoría de europeos están también en contra de la intervención militar en Siria (más de un 70%), dando muestras de que aspiramos a que Europa sea un polo de poder mundial sin la fuerza militar que ello requiere en determinadas circunstancias. Parafraseando al periodista británico Gideon Rachman, la opinión pública europea puede haberse convertido en un animal más vegetariano que sus respectivos Estados en un mundo lleno de carnívoros.

Además de estos tres elementos, la crisis siria también refleja una serie de consecuencias inesperadas para la política exterior europea. Por un lado, los efectos negativos sobre la credibilidad de los países europeos en su respuesta a Siria han sido en gran medida autoinfligidos. El Primer Ministro británico, David Cameron, alentó su propia pérdida de credibilidad al pedir el apoyo de la Cámara de los Comunes a la intervención en Siria y perder la votación. Su derrota forzó la capitulación del Reino Unido, llevándose por delante buena parte de la relación especial que une Londres con la Casa Blanca. El Presidente francés, François Hollande, también puso en entredicho su credibilidad cuando defendió la intervención en Siria contra viento y marea, ante altas dosis de oposición entre la opinión pública francesa y un dudoso respaldo de la Asamblea Nacional.

Por otro lado, la reacción a los ataques con armas químicas en Siria ha configurado un curioso triángulo de relaciones entre Francia, el Reino Unido y Estados Unidos. Además del desgaste de la relación transatlántica, París se ha convertido en el socio europeo que ha prestado un apoyo más explícito a la política de Washington hacia Damasco. Del famoso discurso de Dominique de Villepin en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas oponiéndose a la intervención en Irak hemos pasado a la declaración del Secretario de Estado John Kerry refiriéndose a Francia como el “aliado más antiguo” de Washington en la escena internacional.

Sin embargo, las maniobras de Hollande no están exentas de riesgos. El paso atrás en la intervención militar dado por la Administración Obama y la falta de una alianza explícita entre Washington y París pueden menoscabar esta nueva relación especial. La erosión de las relaciones transatlánticas debe ser percibida también como una consecuencia temporal e inesperada del complejo escenario diplomático creado por la crisis siria.

La diplomacia internacional hacia Siria ha acabado favoreciendo el término medio al que llegó la UE después de numerosos desencuentros internos, aunque ello no haya sido el resultado de un papel de mediador activo. La UE más bien ha reaccionado a lo que otras potencias –principalmente Rusia y EE UU– han acordado. En vistas a la próxima conferencia de paz de Ginebra, y para recuperar una cierta centralidad diplomática, la UE debería favorecer la solución multilateral al conflicto sirio y facilitar la presencia de Irán, Arabia Saudí y otras potencias regionales en la mesa de negociaciones.

 

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