Algún día, quizá los historiadores vean 2010 como el año en el que el sistema comercial internacional murió o, por lo menos, contrajo una enfermedad terminal. El compromiso de los líderes mundiales de completar la Ronda de Doha este año parece cada vez más abocado a un nuevo fracaso, y ése sería el golpe de gracia para el sistema comercial que conocemos. Por supuesto, el comercio continuará atravesando las fronteras nacionales, y se producirán acuerdos concretos entre países. Ahora bien, la apertura general y lenta pero constante de los mercados que ha alimentado el crecimiento durante décadas está llegando a su fin. Después de ocho dolorosos años de estancamiento y de fracaso, en los que cada reunión ha sido un aplazamiento de problemas irresolubles para la siguiente, las conversaciones de Doha pueden venirse abajo en 2010, y es posible que, en el proceso, acaben con la Organización Mundial de Comercio (OMC).

Los negociadores podrían volver a aplazar el día del juicio final si establecen un nuevo plazo y deciden volver a intentarlo más adelante; como ya hicieron en Cancún, Ginebra (tres veces), Hong Kong y Potsdam. Pero se les acaban las posibilidades. Nada menos que una autoridad como Stuart Harbinson, el ex presidente del Consejo General de la OMC, que desempeñó un papel fundamental en el comienzo de la ronda en 2001, escribió hace poco: “Esta vez… la crisis es auténtica. Han pasado demasiados plazos y la OMC no puede permitirse el lujo de una repetición. Está en juego la credibilidad fundamental de la institución… 2010 es un verdadero plazo límite”.

Esto es peligroso, porque, a pesar de sus fallos, la OMC es una de las pocas organizaciones internacionales que funciona como se supone que debe hacerlo. El organismo, con sede en Ginebra, es la encarnación actual del sistema establecido tras la Segunda Guerra Mundial para evitar el retroceso al proteccionismo y las guerras comerciales de los años 30. Sus reglas sirven para contener las barreras arancelarias de los países miembros, y éstos llevan sus disputas comerciales ante sus tribunales, en vez de imponerse sanciones unos a otros. Además, es el guardián del principio de la nación más favorecida, que exige que los miembros traten los productos de cada uno de manera no discriminatoria; un valioso bastión contra los bloques comerciales que pueden desembocar en fricciones o incluso en conflictos militares. Si Doha se viene abajo, la capacidad de la OMC para seguir desempeñando sus funciones esenciales correrá peligro. Si no puede elaborar nuevos acuerdos, ¿cuánto tardará en perder la autoridad para arbitrar disputas? El organismo comercial no se desintegrará de la noche a la mañana, pero el riesgo es que sus tribunales se vean tan debilitados que los países miembros empiecen a ignorar sus decisiones e incumplan sus compromisos.

Sin unos acuerdos negociados sobre cuestiones polémicas, las demandas se extenderán como el fuego y se creará una situación que puede ser explosiva. Sobre el cambio climático, por ejemplo, en Estados Unidos y en Europa, algunos quieren imponer aranceles verdes a los artículos procedentes de países que no reduzcan sus emisiones de carbono con la suficiente rapidez (es decir, China e India). A falta de normas claras, China e India tendrían enorme libertad para oponerse a esos aranceles, lo cual colocaría a los tribunales de la OMC en la posición incómoda de tener que decidir: ¿son ilegales dichos aranceles, lo cual quiere decir que la libertad de comercio es más importante que salvar el planeta? O, si son legales, ¿deberían chinos e indios tener el derecho a aplicar aranceles a los artículos procedentes de países occidentales, a los que responsabilizan de haber creado el problema del calentamiento global?

Por desgracia, incluso en el mejor de los casos, es decir, que Doha terminase con un acuerdo, es posible que el régimen comercial mundial esté condenado a morir. Los objetivos iniciales de la ronda –que la globalización beneficie a los miles de millones que se han quedado atrás, mediante la eliminación de los subsidios agrarios y los aranceles que afectan a los pobres del mundo– se han vuelto tan absurdamente imposibles de conseguir que el hecho de completar lo que queda de un acuerdo supondrá una dolorosa hora de la verdad. Los términos han quedado tan rebajados en las negociaciones que ya no es posible decir que el acuerdo va a hacer maravillas por los desfavorecidos, ni siquiera que va a cambiar gran cosa en la forma de desarrollar el comercio mundial.  Qué irónico sería para el presidente Barack Obama. A pesar de hacer del multilateralismo una piedra angular de su política exterior, es posible que acabe presidiendo la marginación de la institución multilateral más lograda de todas.