Con respecto al artículo ‘La nueva ficción’ de Enric González (febrero/ marzo de 2010), aunque no he seguido con asiduidad ni excesivo interés las ficciones televisivas llegadas desde EE UU, considero que hay que tener mucho cuidado con utilizar el cine para ensalzarlas. Series como Los Soprano han sido elevadas hasta suntuosos altares, pero, claro, cuando uno ha admirado ficciones cinematográficas como las mejores de Scorsese (no la recientemente oscarizada, sino más bien obras cumbre del arte en movimiento, como Good fellas –Uno de los nuestros, en la versión española–), considera que la televisión bebe del cine y, sólo a veces, del bueno. Discrepo de los que observan mala salud en el séptimo arte. Si algo tengo claro es que se hacen varias obras maestras cada año y, lo que es realmente dramático o preocupante, buena parte del mejor cine no nos llega (el cine francés, cine amplio e interesantísimo del que sólo llegan chapuzas comerciales o llenasalas, por ejemplo). No vivimos tanto la edad de oro de la ficción cinematográfica televisiva como la edad de oro del nihilismo cultural. Al hablar del nivel shakespeariano de The Wire, Enric González ilustra, seguramente sin pretenderlo, el drama que he insinuado: The Wire es tan grande y admirada por muchos como Shakespeare semidesconocido y, sobre todo, no leído por muchísimos más. No tengo la impresión de que ciertas delicatessen televisivas profusamente admiradas gocen de dicho estatus porque un edificio cultural construido y aprehendido de manera coherente por los consumidores de arte (si el arte es consumible, que parece poco para él) haya permitido admirar sus innegables cualidades, sino que, fruto de un periodo temporal de límites más definidos de lo que pudiera parecer, se han creado las condiciones en las que una masa de espectadores se identifica con aquellas muestras de arte que comprende y disfruta de forma coyuntural. Es así como, explicándolo de forma algo más pedestre, podríamos decir que muchos seguidores de The Wire, que babean ante su admirada serie, se aburrirían soberanamente con el tal William. Son las contradicciones de la postmodernidad, qué le vamos a hacer; y digo vamos porque un servidor no es una excepción, faltaría más.

  • Lucien de Peiro