La internacionalización de la universidad española es la última barrera que tiene que cruzar el país.

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“No se me ocurre ningún activo más valioso que la amistad de los futuros líderes mundiales que se han educado aquí”, estas fueron las palabras del que fuera secretario de Estado de Estados Unidos en aquel momento, Colin Powell, en una declaración el 7 de agosto de 2001, enmarcada en la semana internacional de la Educación. Acaso tuviera en mente el paso del soviético Aleksandr Yakovlev en 1958 por la Universidad de Columbia —gracias al programa de intercambio Lacy-Zarubin— cuya ascendencia años después sobre las políticas reformistas de Gorbachov sería crucial. Más que este desconocido programa, es célebre el papel atractor que en EE UU genera la Comisión Fulbright, la cual ha becado a 180.000 estudiantes extranjeros a lo largo de sus 60 años de historia y actualmente opera en 150 países. Menos conocida es su genealogía, encarnada en la biografía de su promotor, el senador demócrata William Fulbright, quien en su juventud también disfrutó de una prestigiosa beca, la Rhodes, que todavía gestiona Reino Unido.

La activación de estas iniciativas, presentes desde antes de la Segunda Guerra Mundial en Francia o Alemania (el servicio DAAD se creó en 1925) ha estado históricamente ligada a las ramas de cultura de los ministerios de Asuntos Exteriores (de hecho, las Fulbright dependen del Bureau of Educational and Cultural Affairs del Departamento de Estado) y hoy se incardinan en la esfera de actuación del soft power. A su vez, resulta evidente el beneficio que reportan sobre la proyección exterior de las universidades de los países, más aún cuando las cifras de la movilidad académica se están redoblando, fruto del incremento global de matriculaciones y de las aptitudes que demanda el mundo laboral. En la actualidad, más de 4 millones de universitarios realizan estudios fuera de su nación de origen y no parece azaroso que los países que más estudiantes reciben (EE UU, Reino Unido, Francia y Alemania) cuenten con los sistemas más maduros de atracción de talento ni que, de acuerdo con los rankings internacionales, alberguen a las universidades más prestigiosas del mundo.

Estas dinámicas parecen haber cogido a España a contrapié (en parte comprensible, por el contexto de crisis) puesto que, pese a disponer del programa de becas MAEC-AECID, que en este 2015 conmemora 75 años de vida, el volumen de estudiantes internacionales que acoge, aunque en constante aumento (alrededor de 70.000, 20.000 en postgrado), está lejos de acercarse al de Francia o Alemania, que superan los 200.000. Es cierto que la internacionalización universitaria de América Latina, de donde procede un alto porcentaje de alumnos, se encuentra aún en fase expansiva (no representa ni el 1% del flujo mundial) y que internamente la propia región vive inmersa en una nueva oleada de masificación: el número de matriculados pasó de 6 a 11 millones entre 1990 y 2000 y una década después la cifra se aproximaba a los 20 millones, según la UNESCO (despuntando los casos de Brasil, con casi 7 millones; México, Argentina y Venezuela, con más de 2; y Colombia y Perú, superando ampliamente el millón de estudiantes). No obstante, es inútil ocultar las insuficiencias que el modelo español presenta al respecto.

Afortunadamente, el esfuerzo por abrir la universidad al exterior, del que los centros y las Comunidades Autónomas son corresponsables, ha retomado impulso institucional tras la publicación de la Estrategia para su internacionalización. Se trata de un documento que entronca con las líneas apuntadas en un informe programático de 2010, año en el que se produjo la acomodación de nuestro sistema de educación superior a Europa (el plan Bolonia). Con independencia del juicio que Bolonia depare, como proceso centrado en la función formativo-profesional de la universidad, más que en la cultural y la científico-técnica (por usar el criterio de Ortega), no cabe subestimar su importancia a efectos de movilidad, recogiendo el espíritu del programa Erasmus, nacido en 1987 y del que se han beneficiado dos millones de personas. Una iniciativa vigente, que ya rebasa el radio de acción comunitario, aglutina tanto la etapa escolar como el postgrado y en la que España ocupa un lugar privilegiado, como país que más estudiantes recibe y envía fuera de su territorio, aproximadamente 40.000 al año.

Sin embargo, según se advierte en la Estrategia, la apuesta por la internacionalización no puede restringirse al indicador del alumnado dado que, además de propiciar la incorporación de más profesores extranjeros, ésta ha de fomentar la creación de equipos multilaterales de I+D y afectar a la homologación de las titulaciones y de los protocolos de acreditación. El diagnóstico, con todo, no es alarmante: nuestro modelo goza de una alta calidad docente, posee un sistema de evaluación internacionalmente avalado y cuenta con una notable estructura exterior: existen consejerías de Educación en 17 países extranjeros, más una red de agregadurías en otros 7 países, a lo que hay que sumar la labor que realizan los asesores técnicos de las embajadas y el trabajo educativo de las Oficinas Técnicas de Cooperación, los centros culturales y las sedes del Instituto Cervantes. Del lado de las deficiencias, en cambio, sobresalen la escasa proporción de personal foráneo, la limitada involucración de las empresas o el discreto posicionamiento en los rankings internacionales (salvo en el QS, no se registran universidades españolas en los 200 primeros puestos de otras clasificaciones). Una situación que no obstante queda matizada en el análisis desagregado por áreas de conocimiento, donde sí encontramos instituciones ubicadas entre el top 100 global, como la Universidad de Barcelona en los campos de Ciencias Naturales y Medicina o la UCM en Ciencias Sociales. También se compensa con la presencia de hasta tres escuelas de negocio entre las 20 mejores del mundo y en el top 5 europeo.

Sin duda, la aparición de los rankings —el más antiguo de los cuales, el ARWU de Shanghái, nació apenas hace 12 años— ha suscitado controversias motivadas por su sesgo anglosajón (la producción científica y el índice de citaciones favorecen al inglés) y la ecuanimidad de los criterios (sobrevaloración del Nobel o de la Medalla Fields). Ello no exime para que la universidad española deba continuar profundizando en su apertura al exterior, extrayendo réditos del magnetismo cultural y lingüístico del país —en combinación con una mayor entrada del inglés en las aulas— y aprovechándose de su inserción en la agenda educativa europea, incluyendo el programa en I+D Horizonte 2020, presupuestado en 80.000 millones de euros para un período de seis años. En este sentido, una de las vías a explotar consiste en intensificar las relaciones académicas con otras partes del mundo, mediante convenios bilaterales, coincidiendo con un momento en el que la geopolítica del conocimiento experimenta alteraciones derivadas del impacto digital (Wikipedia) y del surgimiento de institutos punteros en las economías emergentes: Brasil, Corea, India, México, Singapur, Suráfrica y, sobre todo, China.

La oportunidad inmediata que se le ofrece al sistema español radica en consolidar el Espacio Iberoamericano del Conocimiento. Ideado en la Cumbre de Salamanca de 2005, integró al programa intergubernamental de Ciencia y Tecnológica (CYTED) y cobró concreción en 2008 a través de las becas Neruda de postgrado, a cargo de la OEI. Tras la Cumbre de Veracruz, ha recuperado prevalencia en la agenda de la SEGIB, bajo el propósito de articular un “Erasmus latinoamericano” que asigne hasta 200.000 ayudas de aquí a 2020. El alcance que este proyecto comporta —al compás del crecimiento académico en el subcontinente—, recomendaría flexibilizar la concesión de visados o los compromisos de retorno al estudiante, así como coordinar instrumentos ya existentes, incluyendo los programas formativos de la OEA, la Fundación Carolina, la Alianza del Pacífico y de las becas-país (Ciencia sin Fronteras, Prometeo, etc.). Además, resultaría imprescindible contar con el bagaje contrastado de entidades como el Grupo Santander, quien lideró la elaboración de la Carta Universia Río 2014, suscrita por 1.000 rectores, la cual propone la creación de un sistema de reconocimiento de títulos y el respaldo a iniciativas de excelencia académica.

Por lo demás, en la estela de EE UU y para dar respuesta a las adaptaciones tecnológicas que exige el presente, cabría asimismo diseñar unos MOOC con la triple implicación del Ministerio de Asuntos Exteriores, de los centros y de las empresas interesadas, obviamente con todas las cautelas que precisa un modelo todavía por apuntalar, en términos de ajuste de costes y garantía de continuidad (un 10% de quienes se matriculan en estos cursos no completan sus estudios). 11 años después del discurso de Colin Powell, al referirse en el Museo de Antropología de México al último proyecto de movilidad americano —100.000 Strong in the Americas—, el presidente Barack Obama sostuvo: “cuando estudiamos juntos y aprendemos juntos, trabajamos juntos y prosperamos juntos”. Quién sabe si no le estaba haciendo un guiño a algún Aleksandr Yakovlev cubano.