
Las 44 monarquías que aún existen en el mundo representan modelos muy diferentes de entender esta institución. Todas afrontan desafíos para garantizar su pervivencia y legitimarse más allá de la religión o la tradición, frente a movimientos que piden reformas o su desaparición.
Desde hace siglos, la humanidad ha sido gobernada por líderes que adquirían el poder por vía hereditaria o “elección divina”. De generación en generación, el sistema monárquico —del griego, el “gobierno de uno”— ha llegado hasta nuestros días, pasando por épocas de poder total e incontestable, como ocurría con los faraones egipcios o el absolutismo de Luis XIV, a momentos de mayor debilidad, e incluso declive y desaparición. Ya fuera en guerra abierta o de forma más sutil, desde la Revolución Francesa a las Primaveras Árabes, los monarcas han visto aparecer nuevas formas de gobierno que han cuestionado su poder, incluso de manera antitética.
Las 44 monarquías aún existentes en los cinco continentes son prueba de que, con todas sus diferencias, es posible escribir más líneas en sus respectivas historias. El término monarquía engloba distintos sistemas políticos. Por un lado, están las llamadas parlamentarias o constitucionales, aplicables —con sus divergencias— en 10 Estados europeos; 9 Estados caribeños, regidos por la reina Isabel II del Reino Unido, quien también reina en 5 países de Oceanía y Canadá; 2 en África (Marruecos y Lesoto); y 7 en Asia. Dicho término también engloba las monarquías absolutas, que siguen existiendo en varios países del Golfo Pérsico o el caso particular de Ciudad del Vaticano.
Si la designación real está marcada por la sucesión dinástica, el siglo XX introdujo un nuevo método de elección: las monarquías electivas, instauradas en países como Malasia o Camboya, donde el mandato de los jefes de Estado no emana directamente de las urnas, sino de órganos creados para ello.
A pesar de las diferencias, todas han afrontado desafíos para mantener una institución, no exenta de debate, que ha tomado distintos caminos para garantizar su futuro. Pese a que, en países como Reino Unido, Suecia o Japón, su continuidad a medio plazo parece garantizada, otras monarquías como la de Tailandia o Jamaica ven debilitada su aceptación.
La resiliencia de las monarquías actuales responde a factores dispares. Por un lado, su supervivencia se ha garantizado mediante el monopolio del poder, como sucede en países como Arabia Saudí o Eswatini (antigua Suazilandia). Otras, en cambio, han encontrado la llave de su continuidad en su habilidad para adaptarse y juzgar qué movimientos de reforma deben ser reprimidos y cuáles integrados en el sistema. Los monarcas han buscado maneras de legitimar su posición más allá de la tradición o la religión. A veces, como apuntaba Lampedusa en la novela El Gatopardo, "si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".

Las coronas del Sudeste Asiático y Oceanía
El 20 de septiembre, a escasos metros del Gran Palacio de Bangkok, una placa rezaba que Tailandia “pertenece al pueblo y no es propiedad del monarca”. Al día siguiente desapareció. Pero el lema resuena con fuerza en las manifestaciones, cada vez más numerosas, que claman por una reforma de la monarquía y del sistema político. La disolución del partido The Future Forward Party en febrero detonó las protestas de centenares de tailandeses —especialmente, de los jóvenes—. Sin embargo, la respuesta represiva del gobierno, lejos de silenciar las voces reformistas, las ha amplificado, pese a que el cuestionamiento de la monarquía está sujeto a largas penas de prisión.
Las peticiones de los tailandeses se resumen en diez puntos, que no contemplan la abolición de la monarquía, pero sí proponen reformas. “Empezaron con tres puntos: la disolución del Parlamento [constituido por el golpe de Estado de 2014], enmendar la Constitución e investigar los asesinatos de los disidentes —explica Pavin Chachavalpongpun, profesor del Centro de Estudios del Sudeste Asiático de la Universidad de Kioto y exiliado tailandés—. Finalmente, se han convertido en diez. Muchos entienden que la monarquía es la fuente de los problemas. El rey ha perdido contacto con el pueblo y parece como si quisiera volver a una monarquía absoluta”.
En el Sudeste Asiático existen cinco reinos: Tailandia y Bután, constitucionalmente declarados como monarquías parlamentarias; Camboya y Malasia, monarquías electivas y Brunei, regido por un sultanato absoluto. Engrosa esta lista Yogyakarta, una provincia de la isla filipina de Java y la única en la que el pueblo no elige a su gobernador, cargo que ocupa el sultán. “El que sostiene la Tierra”, como se le denomina, cuenta con un abrumador apoyo popular que impidió que en 2010 el gobierno aboliera esta institución.
“La clave de la supervivencia y del éxito es ser capaz de adaptarse y ser resiliente al cambio y al ambiente político a nivel nacional e internacional. Adaptarse es ser compatible con la democracia. Pero en Tailandia, el rey no ha tomado ese camino —analiza Chachavalpongpun—. En general, el futuro de la monarquía en el Sudeste Asiático es sombrío”.
En Brunei, única monarquía absoluta de la región, el sultán ejerce el poder sin restricciones parlamentarias, reforzado por el estado de emergencia vigente desde 1962. El sultán es además primer ministro, ministro de relaciones exteriores, de defensa y de finanzas. También jefe del islam, en un país que en 2014 implementó regulaciones penales basadas en la ley sharia. Su poder es incuestionable y toda crítica es penada con dureza y cárcel, como sucede también en Camboya.
“Las monarquías absolutas van en contra de las políticas del siglo XXI, basadas en la igualdad y la representación política —apunta Chachavalpongpun—. Estas ideas llegan tarde o temprano, la cuestión es cuándo y cómo. Las monarquías que no respeten estos principios van a tener cada vez menos espacio”.
Desde su independencia en 1957, en Malasia el rey es elegido cada cinco años por las cabezas de las nueve familias reales del país. Su papel es básicamente ceremonial, en especial desde que en la década de 1990 el Parlamento restringió su veto legislativo. Los numerosos escándalos de las casas reales —como la agresión que sufrió en 1992 un entrenador de hockey, golpeado de forma reiterada por el sultán, propiciaron que el Parlamento eliminara su inmunidad. También son la principal amenaza a la erosionada reputación de la monarquía malaya, una institución que ancestralmente ha encarnado las tradiciones y valores del país.
La Constitución de Camboya preceptúa que “el rey no tendrá el poder de nombrar un heredero al trono”. Corresponde al Consejo Real del Trono, organismo conformado por las principales figuras del Parlamento y las órdenes budistas Mahanikay y Thammayut, elegir de entre las dos históricas casas reales al monarca vitalicio. Desde que se reinstauró la monarquía parlamentaria en 1993, los monarcas han mantenido tensas relaciones con el gobierno. En 2005, Hun Sen, el primer ministro en el poder desde 1979, ya advirtió que podría disolver la Corona si quisiera. “La monarquía empieza a ser percibida como una marioneta del gobierno”, afirma Chachavalpongpun.
En 2018, Camboya aprobó una ley de lesa majestad que castiga las críticas a la monarquía con penas de hasta cinco años de cárcel y multa. “El primer ministro ha construido un sistema legal y político para consolidarse como la única autoridad del país, sin amenazas de oposición”, afirmaba Human Rights Watch.
Asia es también la casa de la monarquía más antigua del mundo: la dinastía imperial japonesa, en el trono desde hace más de dos milenios. La figura del emperador no afronta amenazas que puedan poner punto final a su historia. La discusión se centra hoy en reescribir las normas para permitir que una mujer asuma el trono, aunque los tradicionalistas siguen oponiéndose a abolir la ley sálica.

Sobrevivir a dos guerras mundiales
El convulso siglo XX llegó a su fin en Europa con bastantes casas reales apartadas del poder. Ya con los zares derrocados por la Revolución rusa, la Primera Guerra Mundial supuso el final de dinastías como la otomana y austrohúngara. Tras la segunda contienda, con las armas enfundadas, pasaban a la historia, entre otros, los tronos de Italia, Irlanda o Rumanía. La última monarquía en extinguirse sería la griega en 1973.
Las once monarquías europeas que han sobrevivido a la implementación de sistemas democráticos han visto decrecer su poder hasta convertirse en instituciones con funciones reducidas y, prácticamente, ceremoniales. Entre ellas, dos sistemas prescinden del factor hereditario: Andorra, un coprincipado en el que la jefatura de Estado corresponde al presidente de Francia y al Obispo de Urgell, y Ciudad de Vaticano, donde el Papa asume su reinado absoluto tras ser elegido por el cónclave de cardenales.
En este continente, los desafíos, pese a que no parecen amenazar la continuidad de estas coronas a corto plazo, existen. El investigador del University London College, Bob Morris, se cuenta entre quienes no creen que haya amenazas persistentes, pero apunta algunas debilidades: “Existe inquietud por la continuación del principio hereditario y por el coste que originan sus privilegiadas vidas. También, quizás, la sospecha de que conserven algún poder político o influencia”.
Solo en los dos últimos años, las coronas europeas han afrontado crisis de distintas intensidades, que han motivado desde la retirada del título de alteza real a cinco de los nietos del monarca sueco hasta la desaparición de la vida pública del príncipe Andrew en Reino Unido a raíz del caso Epstein. En España, hay tres investigaciones judiciales abiertas sobre las finanzas del rey emérito. Con la concatenación de escándalos, la inviolabilidad jurídica de la monarquía, presente, además de en España, en casi todas las constituciones de los reinos europeos, como Bélgica, Mónaco o Países Bajos, ha saltado al debate político.
La percepción es clave en política. Las casas reales, en ocasiones con apoyo de los medios de comunicación, han buscado asociar su papel a valores y funciones que, en principio, poco tenían que ver con la institución, y destacar que su labor podía incluso reforzar la democracia. Para ello, han apostado por ideas como “unidad” o “imparcialidad” como contrapunto al debate de los partidos políticos, además de potenciar sus perfiles personales.
Pero este rol de árbitro o moderador conlleva una serie de exigencias para poder justificar ese estatus por encima de la agenda política. Morris destaca algunas como ser políticamente neutral, evitar los escándalos o cualquier indicio de corrupción, mantener el tamaño de la familia real dentro de dimensiones adecuadas o la responsabilidad y transparencia de la monarquía, cuestión no exenta de debate.
Las encuestas muestran que el apoyo a la monarquía se mantiene alto en países como Dinamarca, Países Bajos, Noruega o Reino Unido, entre el 70 y el 80%. Es algo inferior, en torno al 60 y 65%, en Bélgica y Suecia. Los jóvenes son quienes tienden a mostrar un menor respaldo. En 2018, Ipsos Global Advisor concluía que, de entre las casas reales europeas, la española era la que contaba con menos apoyo. Dos años después, una encuesta mostraba que el 40% de españoles votaría a favor de un Estado republicano y un 34,9% apoyaría a la monarquía. La llave del cambio estaría en manos del 12,9% de indecisos.
Descolonización y monarquía
Pese a los procesos de descolonización e independencia, la familia real británica mantiene su reinado en otros 15 países del continente americano y Oceanía. Antigua y Barbuda, Australia, Bahamas, Barbados, Belice, Canadá, Granada, Jamaica, Nueva Zelanda, Papúa Nueva Guinea, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, las Islas Salomón y Tuvalu tienen como jefa de Estado a la reina Isabel II.
El futuro de la Casa Windsor, sin embargo, pende de un hilo en Barbados, país que ha anunciado su intención de convertirse en una república en 2021, coincidiendo con el 55º aniversario de su independencia. No es el único que tiene planes de destituir a la reina: Jamaica ha anunciado su intención de sumarse a otros países de la Commonwealth como Guyana, que dio ese paso en 1970; Trinidad y Tobago en 1976 o Mauricio en 1992.
“Como ha dicho la Reina, corresponde exclusivamente a esos países decidir si desean mantener esa conexión —apunta Morris—. Cuando ella muera, los reinos podrán revisar su relación con la monarquía, incluidos aquellos que intentaron cambiar de sistema sin éxito (como Australia, Tuvalu y San Vicente y las Granadinas)”.
Las propuestas republicanas de Australia se frustraron en las urnas en 1999, cuando el respaldo a Isabel II obtuvo el 55% de los votos. Más de veinte años después, la idea de someter la monarquía a un segundo referéndum gana fuerza: el 62% quiere un Jefe de Estado australiano. En Nueva Zelanda, el apoyo a la monarquía decae, especialmente entre los jóvenes. La primera ministra, Jacinda Arden, ha declarado que, pese a que “no es prioridad de su gobierno”, cree que será testigo “de una transición” hacia un modelo republicano.
En Oceanía, existen, además de los cinco países en los que reina Isabel II, dos monarquías polinesias: Samoa —donde la figura del monarca es electiva— y Tonga. El futuro de ambas, de momento, está garantizado.

Oriente Medio y las excepciones africanas
La Primavera Árabe pasó sin echar raíces en las monarquías de Oriente Medio. Mientras en repúblicas como Egipto, Túnez, Libia, Siria o Yemen las movilizaciones acabaron con los regímenes autoritarios anteriores, e incluso detonaron guerras civiles, en las monarquías del Golfo apenas consiguieron reformas cosméticas. La feroz represión y la coordinación mutua de los distintos reinos, que articularon ayudas millonarias para frenar las protestas, sofocaron cualquier conato de cambio drástico.
La pervivencia de las monarquías en el Golfo, Jordania y Marruecos se arraiga en un factor clave: “Su cultura política es única, tiene sus raíces en la herencia nómada y pastoril de las tribus beduinas y bereberes —analiza Víctor Menaldo, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Washington—. El hecho de que hayan desarrollado sistemas predecibles de sucesión es otra de sus fortalezas”.
En Oriente Medio, cinco de las siete monarquías existentes son absolutas. En Arabia Saudí, Qatar, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos y Omán no existe poder capaz de hacer de contrapeso a las decisiones de reyes o emires. Solo Jordania y Kuwait esbozan en sus cartas magnas un perfil más democrático, otorgándole poder a sus Asambleas Nacionales, aunque en el caso de Kuwait la vigencia de su mandato se decide al antojo de sus emires: desde 1963 hasta la actualidad, la Cámara se ha disuelto 11 veces. “Ambos países tienen elementos de democracia al tener algunos cargos electos y un mínimo de pluralismo. Pero no son democráticos —analiza Menaldo—. La democracia trata de derechos y libertades, prensa libre, poder judicial independiente, elecciones libres y justas para todos los cargos y sin restricciones al sufragio. Ninguno de los dos países cumple con esos aspectos”.
En Arabia Saudí, la represión contra la disidencia ha alcanzado hasta a los propios miembros de la familia real. Desde que en 2017 Mohamed Bin Salman (MBS) desplazara de la línea de sucesión a su primo y entonces heredero, ha ido apartando a aquellos príncipes que pudieran hacerle sombra, amparándose en una supuesta lucha contra la corrupción.
MBS goza aparentemente de un fuerte respaldo popular, sobre todo entre los jóvenes, que ven en su figura al reformador de una monarquía gerontocrática. Su futuro reinado, sin embargo, deberá afrontar desafíos comunes a las monarquías del Golfo como el aumento del paro o la disminución de los ingresos petroleros. De momento, las críticas al régimen absolutista han encontrado un nuevo punto de convergencia. En septiembre, disidentes saudíes han lanzado el Partido de la Asamblea Nacional (NAAS), para "instituir la democracia como forma de gobierno". Pese a que aclaran que "no albergan hostilidad personal hacia la familia real", su creación supone un quebradero de cabeza más para la casa de Saud. En los reinos del Golfo los partidos políticos están prohibidos.
El futuro del resto de monarquías absolutas de la región esboza amenazas similares. “Los principales desafíos son encontrar la manera de modernizarse, respetando sus tradiciones y permaneciendo estables, y mantener a los jóvenes empleados y satisfechos, un problema particularmente espinoso —apunta Menaldo—. Las monarquías luchan por reformar sus sistemas evitando demasiados cambios. Han logrado sofocar protestas y mantener a raya la democracia. Queda por ver si eso seguirá así en el futuro”
Marruecos y Jordania, monarquías que han perdurado sin poder jugar la baza petrolera, sufren turbulencias que afectan también a sus jefes de Estado.
La complicada situación económica jordana, donde el paro alcanza el 40%, ha alimentado protestas que salpican al monarca, Abdalá II, y que piden mayor participación y mejores condiciones de vida, lo que ha llevado hasta a las tribus jordanas —apoyo histórico de la realeza— a mostrar su descontento en las calles. Además, el llamado “pacto del siglo” propuesto por EE UU, que busca que los países árabes negocien puntos conflictivos de su relación con Israel, dificulta la estabilidad de su reinado, ya que más de la mitad de la población es palestina.
En Marruecos, el rey ha buscado marcar diferencia con el reinado de su padre, atenuando la percepción de corrupción y planteando ciertas reformas. Sin embargo, las medidas de democratización aprobadas por referéndum en 2011 no han llegado tan lejos como se planteaba, y el monarca sigue manteniendo un fuerte poder en el reino. Las protestas del Rif que estallaron en 2016 y la respuesta represiva del régimen han deteriorado la imagen de Mohamed VI, foco de fuertes críticas, en particular en las redes sociales.
En la punta del continente, pervive la última monarquía absoluta de África: Eswatini. El poder incontestable del monarca le ha permitido cambiar el nombre del Estado o costear sus lujos con los fondos públicos de un país muy empobrecido. Las protestas que en 2019 pedían mayor democratización han mostrado, pese a la represión, un creciente sentimiento antimonárquico.
El siglo XXI demostrará, aunque con retraso, si el derrocado rey egipcio Faruk tenía razón cuando pronosticó que “dentro de poco solo quedarán cinco reyes, los cuatro de la baraja y la reina de Inglaterra”, o si las monarquías seguirán siendo parte de la historia política.