Vista aérea de una carretera en un bosque. Imagen a través de dron. (Getty Images)

El quinto mayor emisor mundial de gases de efecto invernadero puede convertirse en un ejemplo de cómo conjugar la reducción de las emisiones con la expansión de la producción de energía. Todo dependerá de lo que suceda en la Amazonía.

La lista de los cinco mayores países emisores de gases de efecto invernadero (China, Estados Unidos, India, Rusia y Brasil) invita a pensar que hay denominadores comunes entre todos ellos: naciones de tamaño continental y grandes poblaciones que utilizan ingentes cantidades de hidrocarburos para, o bien sostener su actividad industrial y sus flotas de vehículos, o, como en el caso de Rusia, para apuntalar sus finanzas públicas por medio de la exportación masiva de combustibles fósiles.

La realidad no es exactamente así. Al final de la lista de grandes contaminadores mundiales está Brasil, que tiene una extensión territorial similar a Estados Unidos y una población que ronda los 210 millones de habitantes. Es la principal potencia industrial de América Latina y una de las grandes democracias en desarrollo. También es uno de los países con las mayores reservas de petróleo y gas del planeta, algunas de ellas inexploradas, como las que se encuentran en el subsuelo marino de la desembocadura del río Amazonas. 

Pero no son ni su industria de hidrocarburos, ni los hábitos de consumo de su población —un brasileño emite una séptima parte de lo que lo hace un estadounidense o un tercio de un europeo o de un chino— lo que explican que el país esté en el club de los mayores emisores. 

“En 2020, Brasil emitió 2.160 millones de toneladas de CO2 equivalente (tCO2eq). La particularidad de Brasil es que la generación de emisiones no está profundamente relacionada con la generación de energía (…) Mientras en el mundo el sector energético es responsable del 76% de las emisiones, en Brasil la matriz energética supone el 18% de las emisiones”, se lee en el reciente informe Neutralidade de carbono até 2050: cénarios para uma transiçao eficiente no Brasil

El talón de Aquiles del país se encuentra en la deforestación y en su imponente industria agropecuaria de carácter exportador (el país tiene más cabezas de ganado que habitantes y es el mayor exportador de soja, y el año pasado exportó 160.000 millones de dólares de agrocomodities). Conjuntamente, la deforestación y la agroindustria representan dos tercios de las emisiones de CO2 y otros gases con efecto invernadero. 

¿Supone esto que la gran nación amazónica lo tiene más fácil o más difícil que otros países para cumplir su compromiso climático de lograr la neutralidad de carbono para 2050?

La excepción brasileña: presas y sol

Central hidroeléctrica de Tucurui, Brasil, una de las diez más grandes en todo el mundo, según la Administración de Información Energética de Estados Unidos. (Dieh Sacramento/Gdpa/etty Images)

Lo primero que hay que entender cuando se analiza la descarbonización de Brasil es que ya tiene una de las matrices energéticas más limpias del mundo, lo que es una clara ventaja respecto a otros rivales económicos, incluidos países desarrollados del G7.

Esto se debe sobre todo a la herencia de la política de construcción de presas hidroeléctricas iniciada unas cuatro décadas atrás, cuando el país caminaba a marchas forzadas hacia la industrialización. Así, cuando las lluvias lo permiten, cerca del 60% de toda la energía eléctrica que consume el país proviene de las presas hidroeléctricas construidas en sus grandes ríos. En comparación, el total de la energía producida conjuntamente por el petróleo, el gas, el carbón y las centrales nucleares no llega al 15%.

Aunque contribuye sobremanera a tener una matriz energética poco intensa a nivel de emisiones, la producción de energía hidráulica no se puede deslindar de profundos y dolorosos efectos medioambientales y sociales. El mejor ejemplo es la presa de Belo Monte, un mastodonte erigido sobre el río Xingú cuyo proyecto original fue ideado por la dictadura militar (1964-1985), pero no vio la luz hasta el Gobierno de Dilma Rousseff. La presa, que genera energía en el corazón de la Amazonía para ser distribuida hasta regiones como São Paulo, ha causado el desplazamiento de grupos indígenas, deforestación, esquemas de corrupción a gran escala y la desestructuración social de una región donde la violencia se ha disparado.

Precisamente por estos impactos, además de por la caída de la productividad debido a la variación del régimen de lluvias, que hundieron la producción de la energía hidráulica hasta el 38% total en 2021, Brasil inició hace una década una silenciosa transición que, a imagen y semejanza de otros países beneficiados por una alta radiación solar, tiene como pilar la energía solar.

“Brasil no puede depender de las buenas condiciones hidrológicas para responder a la creciente demanda y para reducir las emisiones de su sector energético”, explicaba recientemente Matt Ewen, analista del think tank sobre tendencias del sector energético Ember. “La forma más barata y confiable de proporcionar energía y reducir las emisiones es construir más instalaciones solares y eólicas”. 

Desde 2011 la producción de energía eólica ha crecido un 36% anual y la solar un 26% en Brasil. Todo ello fue crucial para que en febrero se lograra el hito de que menos del 5% de la energía procediera de la quema de combustibles fósiles, según un informe de mayo de Ember.

Esa revolución la están liderando los estados del sudeste del país, como São Paulo o Minas Gerais, que tienen mayor músculo financiero. Pero también está llegando a otras regiones, como el desfavorecido noreste de estados como Bahía, o incluso a la Amazonía, donde los paneles solares representan una revolución energética para un área inmensa de baja densidad de población donde la energía eléctrica era una quimera hasta hace algunos años para pequeñas poblaciones aisladas.

Etanol, un aliado en la transición

Otra de las ventajas competitivas de Brasil es su consolidado sector de biocombustibles, cuyo desarrollo recibió un espaldarazo crucial durante los dos primeros mandatos de Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2006 y 2007-2010). El país apostó por desarrollar verticalmente el sector del etanol (biocombustible a base de caña de azúcar) e implicó a los productores de automóviles, que en Brasil fabrican coches cuyos motores son capaces de funcionar indistintamente con gasolina o etanol (la gasolina brasileña tiene un 27% de etanol en su composición, lo que la convierte en una de las que menos emisiones generan del mundo).

Sin embargo, como explica a esglobal el analista Ricardo Baitelo, del Instituto Energía e Meio Ambiente (IEMA), el futuro del sector automotriz, incluso en Brasil, está en el coche eléctrico.

“A pesar del potencial de los biocombustibles, la electrificación es el camino. Sin embargo, el etanol, por sus menores emisiones respecto a la gasolina, permiten al país emprender esa transición con más calma”, dice Baitelo, que recuerda que un problema estructural es la dependencia de la flota de camiones para mover mercancías por el país, debido a la carencia de una red ferroviaria a la altura de las dimensiones de Brasil.

En este contexto, está por ver cuál será la política del tercer gobierno de Lula respecto a la explotación de sus reservas petroleras. Baitelo, que cree acertada la reciente decisión del ente medioambiental federal brasileño de negar la licencia de exploración a la estatal Petrobras en la desembocadura del río Amazonas, recuerda que Lula quiere “recuperar el uso del petróleo para sufragar el coste de la salud y de la educación”. Sin embargo, explica, ello sitúa a Brasil “en una posición antagónica: por una parte, el país dice estar decidido a descarbonizar su sector energético aún más; por otro, aspira a seguir siendo exportador de energía fósil, como Australia o Indonesia con el carbón”.

La Amazonía determinará si Brasil es villano o héroe climático

Los expertos concuerdan que es imposible que Brasil cumpla con sus compromisos adquiridos en el Acuerdo de París sin erradicar antes la deforestación ilegal en la región, que se expande por más del 50% de su territorio. De hecho, si hasta 2028 no se logra frenar la deforestación ilegal será casi imposible lograr la neutralidad de carbono para 2050, según los expertos.

Los datos de abril, cuando se logró una reducción del 68% de la deforestación amazónica respecto al mismo mes del año anterior, señalan que el Gobierno puede haber corregido lo peor del desenfrenado ciclo de destrucción impulsado por la administración de Jair Bolsonaro (2019-2022). Pero queda mucho por hacer en esta región azotada por la ausencia del Estado de derecho y dominada por el poder político y económico de las élites agroindustriales. Las mismas que, por medio de sus representantes en el Parlamento, donde tienen el mayor número de diputados y senadores, impusieron hace unas semanas una serie de derrotas a la ministra de Medio Ambiente, Marina Silva, para desposeer a su Cartera de competencias. El objetivo lo resumió la propia Silva hace unos días: “quieren implementar el gobierno Bolsonaro en el gobierno Lula”, es decir, seguir maniatando a los entes federales que limitan la expansión de la agroindustria en una de las últimas fronteras económicas del planeta.

Quien gane esa batalla en curso establecerá la posición de Brasil en el nuevo mapa geopolítico posclimático. Es decir, será la Amazonía —la mayor selva tropical del planeta y el mayor sumidero terrestre de CO2— la que determine si Brasil es un paladín de la lucha contra el calentamiento global o un villano.