Somalia es un Estado gobernado por la anarquía, un cementerio de fracasos en política exterior que no ha conocido más que seis meses de paz en los últimos veinte años. Ahora, el caos interminable del país amenaza con devorar toda una región. Y el mundo, una vez más, se limita a observar cómo arde.
Cuando uno aterriza en el aeropuerto internacional de Mogadiscio debe rellenar un impreso con su nombre, la dirección y el calibre del arma que lleva. Se crea o no, este desastre de ciudad, la capital de Somalia, recibe todavía vuelos comerciales. Algunos no han salido bien parados: al final de la pista quedan todavía restos de un avión ruso de carga derribado en 2007. Más allá del aeropuerto se encuentra uno de los monumentos al conflicto más asombrosos del mundo: kilómetro tras kilómetro de edificios derruidos e incendiados. La arquitectura de estilo italiano de la capital, en otro tiempo una joya, ha quedado reducida a un montón de ladrillos despedazados por las ametralladoras. Somalia vive desgarrada por la violencia desde que el Gobierno central se vino abajo, en 1991. Dieciocho años después y 14 intentos fracasados de formar gabinete, las matanzas continúan: atentados suicidas, bombas de fósforo blanco, decapitaciones, lapidaciones, grupos de adolescentes atiborrados de una droga local llamada khat que disparan unos contra otros y a todo lo que pille en medio... Incluso, de vez en cuando, misiles de crucero norteamericanos que caen del cielo. Y en el mar se vive la misma batalla campal. Los piratas somalíes amenazan con estrangular la estratégica vía marítima del Golfo de Adén, que atraviesan 20.000 buques cada año. En 2008, esos bucaneros secuestraron más de 40 navíos y obtuvieron hasta 100 millones de dólares en rescates. Es la mayor epidemia de piratería de la era moderna.
En mis más de doce viajes a este país durante los últimos dos años y medio, he aprendido a reelaborar mi propia definición de “caos”. He sentido la furia de la insurgencia iraquí en Faluya. He pasado noches sobrecogedoras en una cueva afgana. Pero en ningún sitio he tenido tanto miedo como en la Somalia actual, donde a uno pueden secuestrarlo o dispararle en la cabeza en menos tiempo del que tarda en secarse el sudor de la frente. Desde los espesos pantanos que rodean Kismayo en el sur, perfectos para emboscadas, hasta el laberinto letal de Mogadiscio, pasando por la guarida pirata de Boosaaso, en el Golfo de Adén, Somalia es nada más y nada menos que el lugar más peligroso del mundo.
El país entero se ha vuelto un campo de cultivo de caudillos, piratas, secuestradores, fabricantes de bombas, rebeldes islamistas fanáticos, pistoleros independientes y jóvenes desocupados y airados que carecen de educación y tienen demasiadas balas. Aquí no existe una Zona Verde, ningún lugar fortificado al que correr como último recurso si, Dios no lo quiera, uno resulta herido o se ve en apuros. En Somalia, cada cual se las arregla como puede. Los hospitales casi no tienen gasas ...
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