La geografía, se ha dicho, es la causa más fundamental de la suerte política, porque es la más inmutable. Las truculentas naturalezas de Prusia y de la Rusia de los zares, por no hablar de los Estados que los sucedieron, tuvieron mucho que ver con el hecho de que eran potencias terrestres con pocas fronteras naturales que las defendieran, mientras que Gran Bretaña, Estados unidos y Venecia podían, cada uno a su manera, defender la libertad porque tenían el lujo de estar protegidos de los vecinos entrometidos por las aguas de alrededor.

Precisamente porque la geografía es un factor tan arrollador e inmutable en el destino de un Estado, existe el peligro de otorgarle demasiado peso. De modo que, en vez de creer que condena inevitablemente a los Estados al fracaso, considerémosla un factor más que complica la situación de los países más débiles. El hecho de que tengan una geografía difícil debe animarnos a actuar, no empujarnos a la desesperación.

Y es una geografía difícil. Pensemos en África, donde se encuentran casi la mitad de los 60 primeros países en el Índice de Estados fallidos, en su mayoría al sur –o al menos en el extremo sur– del Sáhara. Aunque África es el segundo continente más grande del mundo, con el triple de superficie que Europa, la costa al sur del Sáhara es aproximadamente la quinta parte y no tiene tantos puertos naturales buenos. Pocos de los ríos tropicales africanos son navegables desde el océano, porque caen desde el altiplano interior a las llanuras costeras por una serie de rápidos y cataratas. Durante muchos siglos, el Sáhara impidió el contacto humano con el norte, así que África tuvo escasa relación con las grandes civilizaciones mediterráneas. Todo esto, combinado, hace que sufra la carga añadida del aislamiento geográfico. A diferencia de los países africanos más remotos, Kenia, Etiopía y Somalia, que gracias a su proximidad con el Océano Índico han tenido acceso al comercio mundial procedente de Oriente Medio y de Asia desde la antigüedad y la Edad Media. Pero también esos países tienen problemas relacionados con la geografía. Kenia soporta el problema del tribalismo en el interior, Etiopía posee un paisaje montañoso y propenso a las sequías, y Somalia es un desierto habitado por clanes con poco o nada en común. Mogadiscio, además, cuenta con la mayor línea costera de toda África, cercana a grandes rutas navieras. y, dado que la piratería es la consecuencia en el mar de la anarquía en tierra, no es extraño que la piratería somalí se haya convertido en un problema internacional.

Al otro lado del Golfo de Adén, Yemen tiene un problema similar. Sus 22 millones de habitantes están quedándose sin agua subterránea, por lo que los pronósticos no son buenos. Como Etiopía, Yemen está lleno de montañas, lo cual significa que al Gobierno central le es muy difícil llegar a vastas franjas de este país tan fragmentado. El régimen debe mantener la paz mediante un frágil equilibrio de relaciones tribales, porque ninguna tribu ni secta ha conseguido establecer una identidad para el Estado yemení. El aspecto que define al país es la dispersión del poder, en vez de su concentración. Por ejemplo, el wadi Hadhramaut, un oasis de 150 kilómetros de largo en el sureste de Yemen, rodeado por grandes franjas de desierto y una meseta rocosa, ha mantenido relaciones más estrechas desde la antigüedad con India e Indonesia, gracias a las rutas de las caravanas y los puertos de Arabia, que con otras partes de su propio país.

Irak, a 2.500 kilómetros hacia el norte, une las montañas kurdas con la llanura y con el desierto de Mesopotamia, y junta a grupos étnicos que antes o vivían por su cuenta o formaban parte de un imperio multinacional. Para mantenerlos unidos en un Estado artificial, fue necesario un uso de la fuerza sin precedentes en el mundo árabe, como demuestran las leyes de Sadam Husein y los dictadores militares anteriores a él, desde 1958. Si nos dirigimos al este, a Afganistán y a Pakistán, nos encontramos con dos países cuyos problemas geográficos son de tal dimensión que ninguno de los dos tiene unas fronteras lógicas. En la parte oeste, Afganistán es una extensión de la meseta iraní. En el nordeste, el Hindu Kush separa el cinturón tribal pastún entre los dos países de las patrias demográficas de los tayikos y los uzbekos; es decir, las fronteras más naturales están situadas en el centro del país. Pakistán es un rompecabezas artificial que, a diferencia de india, no tiene fronteras lógicas, de modo que hay unos grupos étnicos diferentes y separados por territorios que coexisten con dificultad. Hacia el sureste, la situación geográfica de Birmania es igualmente inestable. El país, escarpado y subdesarrollado, es tan grande como Francia y está formado en torno al fértil valle del río Irrawaddy, rodeado de montañas por tres lados. En general, los habitantes de etnia birmana viven en el valle, y los grupos étnicos minoritarios como los karen, karenni, shan y kachin viven en las colinas. La necesidad de controlar a los ejércitos irregulares de algunas de esas tribus, que constituyen un tercio de la población, fue la excusa que utilizaron los militares birmanos para hacerse con el poder en 1962. Es decir, detrás del régimen oscuro y autoritario de Birmania se encuentran problemas estructurales de etnia y de geografía.

Y los ríos y montañas no son las únicas cosas que complican el desarrollo de los Estados frágiles. En países como la República Democrática del Congo, Guinea, Nigeria, Sudán, Irak y Birmania, también debe tenerse en cuenta el factor geográfico del petróleo, el gas natural y los minerales y metales estratégicos. Las clases dirigentes muchas veces se disputan el botín, con lo que contribuyen a la inestabilidad. Ninguno de estos países está maldito. La actuación humana puede triunfar sobre el determinismo. Pero no debemos ser ingenuos: la geografía es un factor más en su contra.