• La société de défiance (La sociedad de la desconfianza)
    Yann Algan y Pierre Cahuc
    102 págs., Éditions Rue d’Ulm,
    París, 2007 (en francés)

El pasado noviembre, Francia vivió un episodio que resumía lo que es su sociedad a la perfección. El nuevo Gobierno de Nicolas Sarkozy acababa de presentar una propuesta para reformar el plan de jubilaciones, un plan que permite que ciertas categorías de trabajadores se retiren antes y con pensiones más altas que otros. Entre estos privilegiados se encuentran los empleados de los ferrocarriles, metros y empresas de servicios públicos. Por razones tanto políticas como económicas, el inquilino del Elíseo quería aproximar más sus paquetes de jubilación a los del sector privado. Como es natural, los sindicatos se opusieron a las reformas. Por tanto, el 14 de noviembre, los parisinos se encontraron sin transporte público, y los trenes de todo el país se detuvieron.

Aunque La société de défiance se publicó un mes antes de las huelgas, ofrece una explicación profética para entenderlas. Los economistas Algan y Cahuc examinaron varios estudios internacionales, como la Encuesta Mundial de Valores y el Programa de Sondeos Sociales Internacionales, y compararon esas normas sociales con el rendimiento de las economías de sus respectivos países. Lo que descubrieron fue que la forma en la que se relacionan los franceses entre sí tiene una repercusión sobre la economía que no se parece a la de otros países ricos; y sus conclusiones no han aplacado precisamente los egos de los galos.

El libro revela que los franceses opinan (más que la gente de otros países desarrollados) que sus compatriotas se enriquecen abusando de un sistema profesional injusto y manipulado. El 52% cree que “no se puede llegar arriba sin ser corrupto”. En Gran Bretaña, Noruega y EE UU, no supera el 20%. Sólo les ganan los rusos y los polacos (85% y 70%, respectivamente). Además, los autores descubrieron que el 20% de los franceses afirma no tener “ninguna confianza” en la idea de justicia en su país, frente al 7% de los alemanes y el 2,2% de los daneses.

Pero la desesperación francesa va más allá. Algan y Cahuc revelan que los ciudadanos del Hexágono afirman, con más frecuencia que los de otros países ricos, que desconfían de sus compatriotas. En resumen, los franceses son más suspicaces y menos educados para con sus conciudadanos que los habitantes de otros países ricos. ¿Por qué? En opinión de Algan y Cahuc, la falta de confianza está muy unida al funcionamiento del Estado y al modelo social. En concreto, el carácter tan centralizado y corporativista del Estado galo se traduce en suspicacia y desconfianza entre sus ciudadanos.

Sabemos desde Adam Smith, dicen los autores, que la eficacia del mercado depende de la confianza de los inversores. Esta actitud de los franceses –respecto a las instituciones políticas y económicas del Estado y entre unos y otros– explica su desconfianza respecto a la economía de mercado. Pero también explica el reflejo estatalista y controlador que tiene el Gobierno desde 1945. La falta de solidaridad nacional hace que el Estado soborne a determinados grupos sociales y les ofrezca ventajas para mantenerlos controlados. Y ese sistema no ha generado precisamente un Gobierno eficiente, justo ni inclinado a las reformas. Por supuesto, cuando alguien como Sarkozy intenta poner fin a estos programas preferentes, los trabajadores pierden todavía más confianza en el Ejecutivo. Por eso los franceses volvieron a ver, en noviembre, cómo se paraban sus trenes.

Aunque su análisis es muy convincente, decidir, a partir de sondeos de opinión, que la desconfianza y el pesimismo son más fuertes en Francia que en otros países desarrollados parece un poco forzado. Además, Algan y Cahuc dicen que esa actitud frente al Gobierno y ante los demás es un hecho relativamente reciente, que surgió tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el Estado fuerte tiene una larga tradición en Francia.

Es cierto que el país no derrocha confianza. Pero eso puede achacarse, sobre todo, a la incapacidad y la falta de voluntad de los dirigentes para administrar las crisis económicas, desde la del petróleo en los 70. Por tanto, la desconfianza de la que hablan los autores es, con toda probabilidad, más el efecto que la causa de la mala administración. Tener unas desigualdades sociales tan arraigadas en un país en el que la palabra egalité está flanqueada por liberté y fraternité es inaceptable. Algan y Cahuc insisten en que los franceses han perdido su sentido de la solidaridad, a diferencia de los habitantes de otros países desarrollados, pero el individualismo ha corroído gradualmente desde los 50 lo que podía quedar de la “solidaridad” en todas las naciones desarrolladas, aunque sea en grados distintos. Todas sufren una pérdida de confianza en el Estado, el mal funcionamiento de la economía de mercado, aumentos poco razonables de los sueldos de los directivos mientras los trabajadores normales sufren. Puede que los franceses no sean buenos ciudadanos, pero no son los únicos.