• Columbia Journal of Transnational Law,
    vol. 42, nº 2,
    enero 2004, Nueva York

 

En mayo de 2003, un grupo de iraquíes y jordanos pretendió demandar
al general estadounidense Tommy Franks ante un tribunal belga por violaciones
de los derechos humanos cometidas durante la reciente guerra de Irak. Eligieron
Bélgica porque en 1993 había promulgado un estatuto de jurisdicción
universal que otorgaba a los tribunales de ese país competencia para
determinados casos relativos a los derechos humanos, con independencia de dónde
hubiera tenido lugar el presunto abuso o de la nacionalidad de los implicados.
Bajo la presión de EE UU, Bélgica anuló el pleito un mes
después y alteró la ley para que afectara sólo a aquellos
casos vinculados al país.

La marcha atrás de Bélgica no aplaca a quienes se muestran críticos
con el nuevo alcance de la legislación penal y condenan lo que consideran
un desequilibrio creciente entre poder y ley. El ámbito de la legislación
internacional está siendo ocupado por nuevos actores: desde el juez español
Baltasar Garzón, humillando al ex dictador chileno Augusto Pinochet al
pretender su extradición por su violación de derechos humanos,
hasta los juristas de la nueva Corte Penal Internacional (CPI). Las dudas acerca
de este tipo de incursiones en el ámbito legal han disparado una reacción
violenta contra la excesiva diligencia de la justicia penal internacional. Sorprendentemente,
esa reacción se ha visto reforzada por una decisión del Tribunal
Internacional de Justicia (TIJ), el principal organismo judicial de Naciones
Unidas. En 2002, el TIJ dictaminó que Bélgica debía retirar
una orden de arresto que había emitido contra el entonces ministro de
Asuntos Exteriores del Congo, Abdoulaye Yerodia Ndombasi, acusado de haber incitado
las masacres contra los tutsis en la República Democrática del
Congo en 1998. El TIJ decidió que los tribunales nacionales deben respetar
la inmunidad penal de los altos cargos gubernamentales –aunque estén
acusados de delitos extremadamente graves–, argumentando que los diplomáticos
amenazados de proceso penal no podían cumplir con sus importantes responsabilidades.
En un artículo en el Columbia Journal of Transnational Law,
el abogado británico Jonathan H. Marks (que participó en el caso
Pinochet) reprocha este razonamiento, "retrógrado",
aplicado en el caso del Congo.

¿Será posible que animales
políticos como los del Consejo de Seguridad lleguen a acuerdos sobre
inmunidad?

En un intento de integrar poder y ley, propone que sea el Consejo de Seguridad
de la ONU el que decida cuándo levantar la inmunidad soberana. Marks
indica que ya tuvo esa función cuando estableció los tribunales
para Yugoslavia y Ruanda. ¿Pero será posible que animales políticos
como los que se sientan en el Consejo de Seguridad lleguen a acuerdos de principios
sobre la inmunidad soberana? Aunque reconoce que los miembros permanentes con
derecho a veto se sentirán tentados a proteger a sus altos cargos y los
de sus aliados, Marks espera que se establezca un "código de conducta"
que oriente a los miembros del Consejo hacia una actuación de principios
y les aleje de una burda realpolitik. En otras palabras, Marks desea
que el Consejo de Seguridad incluya entre sus tareas la de guardián de
la inmunidad soberana.

Al proponer un maridaje de las tareas políticas del Consejo de Seguridad
con la responsabilidad legal de retirar la inmunidad soberana, Marks defiende
la complementariedad entre la intervención judicial y una acción
humanitaria eficaz. Pero la historia reciente debería hacer tambalearse
esta certeza: los tribunales de Yugoslavia y de Ruanda nacieron de la vergüenza
del Consejo por no intervenir de una manera firme para frenar el genocidio.
Desgraciadamente, la seguridad que parece mostrar Marks en que el Consejo de
Seguridad no usará esta nueva herramienta como una excusa para la inacción
parece bastante optimista.

ENSAYOS, ARGUMENTOS Y OPINIONES DE TODO EL PLANETA

David L. Bosco

Columbia Journal of Transnational Law,
vol. 42, nº 2,
enero 2004, Nueva York

En mayo de 2003, un grupo de iraquíes y jordanos pretendió demandar
al general estadounidense Tommy Franks ante un tribunal belga por violaciones
de los derechos humanos cometidas durante la reciente guerra de Irak. Eligieron
Bélgica porque en 1993 había promulgado un estatuto de jurisdicción
universal que otorgaba a los tribunales de ese país competencia para
determinados casos relativos a los derechos humanos, con independencia de dónde
hubiera tenido lugar el presunto abuso o de la nacionalidad de los implicados.
Bajo la presión de EE UU, Bélgica anuló el pleito un mes
después y alteró la ley para que afectara sólo a aquellos
casos vinculados al país.

La marcha atrás de Bélgica no aplaca a quienes se muestran críticos
con el nuevo alcance de la legislación penal y condenan lo que consideran
un desequilibrio creciente entre poder y ley. El ámbito de la legislación
internacional está siendo ocupado por nuevos actores: desde el juez español
Baltasar Garzón, humillando al ex dictador chileno Augusto Pinochet al
pretender su extradición por su violación de derechos humanos,
hasta los juristas de la nueva Corte Penal Internacional (CPI). Las dudas acerca
de este tipo de incursiones en el ámbito legal han disparado una reacción
violenta contra la excesiva diligencia de la justicia penal internacional. Sorprendentemente,
esa reacción se ha visto reforzada por una decisión del Tribunal
Internacional de Justicia (TIJ), el principal organismo judicial de Naciones
Unidas. En 2002, el TIJ dictaminó que Bélgica debía retirar
una orden de arresto que había emitido contra el entonces ministro de
Asuntos Exteriores del Congo, Abdoulaye Yerodia Ndombasi, acusado de haber incitado
las masacres contra los tutsis en la República Democrática del
Congo en 1998. El TIJ decidió que los tribunales nacionales deben respetar
la inmunidad penal de los altos cargos gubernamentales –aunque estén
acusados de delitos extremadamente graves–, argumentando que los diplomáticos
amenazados de proceso penal no podían cumplir con sus importantes responsabilidades.
En un artículo en el Columbia Journal of Transnational Law,
el abogado británico Jonathan H. Marks (que participó en el caso
Pinochet) reprocha este razonamiento, "retrógrado",
aplicado en el caso del Congo.

¿Será posible que animales
políticos como los del Consejo de Seguridad lleguen a acuerdos sobre
inmunidad?

En un intento de integrar poder y ley, propone que sea el Consejo de Seguridad
de la ONU el que decida cuándo levantar la inmunidad soberana. Marks
indica que ya tuvo esa función cuando estableció los tribunales
para Yugoslavia y Ruanda. ¿Pero será posible que animales políticos
como los que se sientan en el Consejo de Seguridad lleguen a acuerdos de principios
sobre la inmunidad soberana? Aunque reconoce que los miembros permanentes con
derecho a veto se sentirán tentados a proteger a sus altos cargos y los
de sus aliados, Marks espera que se establezca un "código de conducta"
que oriente a los miembros del Consejo hacia una actuación de principios
y les aleje de una burda realpolitik. En otras palabras, Marks desea
que el Consejo de Seguridad incluya entre sus tareas la de guardián de
la inmunidad soberana.

Al proponer un maridaje de las tareas políticas del Consejo de Seguridad
con la responsabilidad legal de retirar la inmunidad soberana, Marks defiende
la complementariedad entre la intervención judicial y una acción
humanitaria eficaz. Pero la historia reciente debería hacer tambalearse
esta certeza: los tribunales de Yugoslavia y de Ruanda nacieron de la vergüenza
del Consejo por no intervenir de una manera firme para frenar el genocidio.
Desgraciadamente, la seguridad que parece mostrar Marks en que el Consejo de
Seguridad no usará esta nueva herramienta como una excusa para la inacción
parece bastante optimista.

David L. Bosco es redactor de la edición
estadounidense de Foreign Policy.