Un adolescente víctima de la práctica bacha bazi, sometido a esclavitud sexual en Afganistán. (Aref Karimi/AFP/Getty Images)

Las violaciones a hombres en conflicto pasan desapercibidas por la falta de cobertura legal y por el estigma al que se exponen quienes las sufren

Utilizada como botín, resarcimiento, castigo denigrante o simple satisfacción de apetitos personales en un clima de impunidad y odio, la violencia sexual forma parte del arsenal bélico. En una inmensa mayoría de los casos las víctimas son mujeres y niñas, pero también hay hombres que la padecen, y el silencio que suelen guardar hace que su tormento sea especialmente solitario y esté ayuno de solidaridad y asistencia.

No existen cifras generales que reflejen fielmente la magnitud del fenómeno de la violación a hombres en tiempos de guerra. Pesa un velo de absoluto secretismo impuesto por los prejuicios y tabúes de comunidades que se rigen por arquetipos masculinos hípervirilizados y que sencillamente no admiten la posibilidad de que un hombre pueda ser violado o agredido sin ofrecer una dura resistencia.

Se trata, no obstante, de una incidencia común en las guerras modernas. Un estudio pionero en la materia, publicado en 2011, hace un repaso a diversos conflictos de finales del siglo XX y principios del XXI en el que sorprende la frecuencia de la violencia sexual contra los hombres. Entre los casos más extremos figura El Salvador, donde más del 76% de los prisioneros políticos varones durante los 80 sufrieron agresiones de este tipo. Por su parte, la guerra en la Antigua Yugoslavia atestiguó casos en una escala y con una sistematicidad desconocidas.

 

Una pequeña proporción, un gran trauma

Actualmente, el fenómeno no se da en una geografía diferenciada, sino que tiene mayor prevalencia en los mismos países en conflicto en los que la violencia sexual contra las mujeres es endémica. Un ejemplo de ello es República Democrática del Congo, donde las violaciones a hombres en contexto bélico han sido meticulosamente registradas, dentro de lo posible (se da por sentado que las cifras reales son mucho mayores). Los datos reflejados en el informe del secretario general de Naciones Unidas sobre violencia sexual en conflicto publicado este año contabilizan un total de 514 agresiones de este tipo en las principales áreas de conflicto el país africano en 2016, entre cuyas víctimas hubo sólo tres hombres y un niño.

En términos cuantitativos, por lo tanto, resulta evidente que los ataques a varones se dan en una proporción muy inferior, pero no por ello hay que desdeñar el fenómeno ni el sufrimiento que acarrea. De hecho, República Democrática del Congo ofreció este año un ejemplo cercano y personalizado del tipo de trauma específico que las agresiones sexuales provocan en los hombres cuando un chico de aquel país, que había sufrido violaciones durante el conflicto y huyó a Uganda, decidió romper su silencio concediendo una entrevista a la BBC. Su inhabitual testimonio da cuenta no sólo del sufrimiento, sino también de la estigmatización a la que estaba sometido: “Oculté que había sobrevivido a una violación. No podía abrirme porque es un tabú. En tanto que hombre, no puedo llorar. La gente diría que soy un cobarde, un débil, un estúpido”.

Además, la escasez de casos documentados podría deberse, en efecto, a que la mayor parte de las víctimas opta por el silencio. De hecho, otros estudios algo más antiguos sostienen que la prevalencia de víctimas masculinas de violencia sexual en conflicto en el este del país fue del 23,6%, frente al 39,7% de mujeres. Es decir, mucho mayor en ambos casos de lo que otras cifras sugieren.

 

Los homosexuales como objetivo

El joven congoleño que se atrevió a hablar lo hizo ya seis años después de aquel suplicio y tras haber recibido asistencia por parte de una organización ugandesa, Refugee Law Project, especializada en la atención multifacética a refugiados (Uganda es también un país que criminaliza la homosexualidad, lo que ha llevado al arresto de refugiados varones que denuncian violaciones en sus lugares de origen).

En algunos conflictos, las agresiones a hombres no tiene un carácter general, sino que se dirigen expresamente contra los homosexuales. Es el caso de Colombia, donde se ha detectado un número indeterminado de incidentes de este tipo, con propósitos de purificación frente a conductas que son consideradas como desviaciones. La práctica totalidad de las partes del conflicto habrían incurrido en este tipo de agresiones correctoras, incluyendo a las FARC, al Ejército de Liberación Nacional (ELN), los paramilitares y a las propias Fuerzas Armadas colombianas. Algunos recuentos indican que al menos 650 hombres sufrieron este tipo de ataques entre finales de los 90 y principios de la década del 2000 durante el conflicto en el país, en muchos casos por razón de su homosexualidad.

Por su parte, el conflicto en Siria también ha dejado testimonios de agresiones expresamente dirigidas a varones homosexuales. Algunas fuerzas dentro del conglomerado de los rebeldes que se oponen a Bashar al Assad han practicado torturas y vejaciones de tipo sexual entre ciudadanos presuntamente gais, sobre todo en los controles de seguridad y las prisiones de las zonas que están bajo su poder.

Según la Comisión Internacional Independiente de Investigación de la ONU sobre Siria, las fuerzas gubernamentales también han agredido sexualmente a prisioneros varones, si bien no constan ataques deliberados contra homosexuales. En todo caso, es imposible obtener datos fiables sobre las atrocidades de los diversos bandos del conflicto sirio. La impunidad y opacidad propias de una guerra civil, el conflicto cruzado de propaganda desalentadora o incriminadora y el estigma y las represalias a los que las víctimas masculinas de la violencia sexual podrían exponerse en caso de denunciar lo ocurrido, impiden un conocimiento certero del alcance del fenómeno.

 

Descrédito, humillación y ataques antirreproductivos

Por el momento, en Siria sólo cabe guiarse por los casos aislados documentados por las organizaciones que intentan investigar en las confusas circunstancias de una guerra en curso, como el terrible testimonio recabado por Amnistía Internacional de prisioneros rebeldes obligados a violar a sus compañeros. Este tipo de prácticas podrían ser comunes, pero es difícil discernir los hechos con precisión, sobre todo en un contexto en el que, según el mismo informe, más de 17.700 personas habrían muerto en prisión a mediados del año pasado desde que empezó la contienda.

En el conflicto que asola Sudán del Sur, sin embargo, sí ha sido posible recabar datos más precisos. En 2013 (año en el que comenzó la guerra entre las fuerzas gubernamentales del presidente Salva Kiir contra las de su antiguo adjunto Riek Machar) Naciones Unidas identificó a un total de 236 personas que habían sido objeto de violencia sexual en contexto bélico, de las cuales aproximadamente un 5% fueron hombres y niños varones.

Las informaciones recientes de la misión de la ONU en Sudán del Sur no dan constancia de ninguna víctima masculina entre los 577 casos de agresión sexual de tipo bélico documentados el año pasado. Pero eso no significa que no las haya habido. De hecho, un estudio de Amnistía Internacional incluye entrevistas a 168 víctimas de violencia sexual, entre ellas 16 hombres. La mayoría de los casos ocurrieron durante períodos de detención y las perpetraron agentes gubernamentales con el objetivo de denigrar a los cautivos e incluso impedirles que procreen —mediante castraciones y mutilaciones varias— y puedan así engrosar las filas del enemigo. Si alguien se pregunta cuánto tiempo más durará esta guerra, los terribles métodos antirreproductivos usados contra los prisioneros como arma preventiva le darán idea de que se prevé una lucha a muy largo plazo.

 

La fuerza de la tradición

La reticencia social por parte de las comunidades tradicionales a reconocer el fenómeno tiene su reflejo en las leyes. Según Refugee Law Project, hay 63 países que no tienen tipificada la figura legal de la violación masculina y 70 que criminalizan a los hombres que denuncian haber sufrido agresiones sexuales. Debido a esto, el 90% de los varones que viven en países en conflicto se verían privados de ayuda legal si alguna vez fueran víctimas de ataques sexuales. Combatir este fenómeno implica, por lo tanto, contrarrestar conjuntamente el efecto legal y social de tradiciones de virilidad anacrónicas.

En algunos casos, esa misma mentalidad arcaica convive con prácticas consuetudinarias de explotación sexual hacia personas del mismo sexo en un escenario de conflicto. Es lo que ocurre en Afganistán, donde el bacha bazi, una forma de esclavitud sexual de niños varones, forma parte del paisaje bélico tradicional entre los señores de la guerra (Naciones Unidas identificó cuatro casos en 2016).

La intervención de las potencias occidentales, pretextada en la eliminación de los talibanes y su régimen extremista, podría haber tolerado conscientemente este tipo de explotación sexual de menores por parte de las milicias aliadas, ignorándola y dejándola en manos de las leyes locales, poco propensas a castigarla. Una estrategia quizás efectiva a la hora de asegurarse la buena colaboración de las fuerzas aliadas y de respetar los procesos legales autóctonos, pero poco ejemplarizante por parte de una misión occidental teóricamente llamada a luchar contra la barbarie.

 

Empezando por lo básico

Lo que más dificulta la prevención de estos incidentes es el desamparo legal y social, que los hace invisibles. Tan oculto está el fenómeno que, en 2012, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) publicó unas pautas orientativas para facilitar a su propio personal y al de otras organizaciones la detección de estos casos. Estas pautas llaman la atención por su carácter simple y explícito, al referir actitudes tales como timidez, dolencias físicas, incomodidad para permanecer sentados, irritabilidad u homofobia exacerbada como síntomas potencialmente indicativos de una agresión encubierta.

El documento de ACNUR deja constancia escrita de que, aunque muchos países sólo consideran delito la violación de mujeres, y no la de hombres, las leyes internacionales siempre contemplan ambas como un crimen. Por su parte, el mencionado informe del secretario general de Naciones Unidas sostiene expresamente que la definición de “agresión sexual relacionada con un conflicto” incluye también a las víctimas masculinas, y también el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional contiene igualmente una definición inclusiva de la violación. Pero las guerras en curso demuestran no sólo la persistencia de las agresiones, sino la ínfima propensión de las víctimas a denunciarlas y de las autoridades y comunidades tradicionales a reconocerlas.

Suavizar esas tendencias requiere reformas legislativas en los muchos países que no reconocen la violación a hombres en conflicto, una labor en la que la justicia internacional tendrá que abrir la senda. También es necesaria la formación de los trabajadores humanitarios en técnicas preventivas que incluyan a las víctimas masculinas, la mejoría en la contabilización del fenómeno, la habilitación de cauces adaptados a las circunstancias de los varones para que las víctimas denuncien las agresiones y el escrutinio específico de los grupos más vulnerables (como refugiados, prisioneros y excombatientes).

A su vez, todos los esfuerzos destinados a frenar la violencia sexual en conflicto de forma general, aun cuando afecte mayoritariamente a las mujeres, pueden también tener efectos beneficiosos para los varones. Al fin y al cabo, las agresiones a unas y a otros se originan en un mismo escenario de impunidad y ansias de destruir al enemigo, en los mismos países y en los mismos conflictos, y son cometidas por el mismo perfil de agresores.