El presidente Donald Trump tras firmar una acción ejecutiva en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Pete Marovich Pool/Getty Images

El Presidente estadounidense parece mostrarse incapaz de alcanzar unos logros legislativos dignos de formar un legado de la manera que lo hicieron muchos de sus antecesores en el cargo.

“Unos perdedores absolutos”. “Unos estúpidos que pierden el tiempo”. “Se están riendo [los demócratas] de los republicanos”. “¡CAMBIAD LAS COSAS!” Estas no son más que algunas de las críticas que tuiteó el presidente Donald Trump contra los republicanos recientemente, como muestra de su profunda frustración por el estancamiento del intento de revocar la Ley de Sanidad de Obama.

Desde que el ex presidente Obama firmó la Ley de Sanidad Asequible (AHA, en sus siglas en inglés) y Joe Biden destacó, con razón, que era “joder, algo muy importante”, los republicanos le declararon la guerra y prometieron revocarla y aprobar otra ley en su lugar. Los activistas del Tea Party se dieron a conocer en el verano de 2010 con sus protestas, que se tradujeron en una sangría para los demócratas del Congreso durante las elecciones legislativas de ese mes de noviembre. Los republicanos de la Cámara de Representantes aprobaron más de 50 proyectos de ley para revocar el sistema de Obamacare, pero el presidente impuso su veto.

En 2016, los republicanos alcanzaron el santo grial del gobierno en Estados Unidos: el control de la Casa Blanca, la Cámara de Representantes y el Senado, en parte gracias a esa promesa de revocar y sustituir la ley de sanidad de Obama. Entonces, ¿por qué no consiguen hacerlo?

En pocas palabras, aunque el Congreso sea el brazo legislativo del Estado, la dirección política, normalmente, corresponde al brazo ejecutivo, es decir, la Casa Blanca. Y la Casa Blanca actual está encabezada por un hombre que no tiene ningún interés en el funcionamiento de la política y sí una ignorancia lamentable sobre el proceso político, aparte de sentarse a firmar una ley con gran pompa y muchos bolígrafos o vetar otra con uno solo.

Pero remontémonos un poco: veamos por qué, para un presidente, es importante sacar leyes adelante. Si examinamos las cosas por las que se les recuerda, muchas veces nos encontraremos con que lo que más huella ha dejado es alguna ley de importancia trascendental. El New Deal de Roosevelt, el Sistema de Autopistas Interestatales de Eisenhower, la Ley de Derechos Civiles de Kennedy y Johnson, la Ley de Sanidad Asequible de Obama. No todos consiguen dejar un legado legislativo memorable. Por ejemplo, a Nixon se le recuerda sobre todo por el Watergate, y mucho menos por crear la Agencia de Protección Medioambiental (EPA en sus siglas en inglés) que Trump está intentando desmontar ahora, o por el Título IX, que consagró la igualdad de género en la educación y, entre otras cosas, dio a las niñas igualdad de oportunidades en las subvenciones de programas deportivos. Y a veces, cuando recordamos un logro legislativo, no es para bien: es el caso de la Ley Patriótica de George w. Bush.

Los decretos —las órdenes ejecutivas—, a los que Obama tuvo que recurrir tantas veces durante los seis últimos años de su presidencia, no son duraderos. Un presidente posterior puede revocarlos, hacer modificaciones o incluir excepciones en cualquier momento. La construcción de un legado permanente —que es el objetivo de la mayoría de los líderes— se basa en acciones que perduren. Los acuerdos internacionales suelen entrar en esta categoría, pero están de capa caída desde que Trump retiró a EE UU del Acuerdo de París. Lo mismo sucede con los nombres escogidos para el Tribunal Supremo. Pero las leyes aprobadas son lo que tiene una repercusión más directa en las vidas de los estadounidenses y, por tanto, lo que más contribuye a construir el legado presidencial.

Por eso no fue de extrañar que, desde los primeros tiempos, se empezara a oír cómo presumían sobre todo lo que había conseguido Trump en el plano legislativo, sobre todo en una Casa Blanca tan aficionada a las fanfarronerías. El 25 de abril, el portavoz de la Casa Blanca (hoy ex portavoz) Sean Spicer anunció: “A pesar del histórico obstruccionismo de los demócratas del Senado, el Presidente ha trabajado con el Congreso para aprobar más leyes en sus 100 primeros días que ningún presidente desde Truman, y estas leyes cumplen sus promesas fundamentales al pueblo americano”.

Era una declaración muy audaz, pero sí es cierto que Trump firmó 28 leyes, que le colocaron en tercer puesto, detrás de Truman. ¿Qué leyes eran? Entre las 28, 13 estaban dedicadas a revocar normas económicas que había instaurado Obama. Debido a la Ley de Revisión en el Congreso, estaba obligado a someterlas a la aprobación de la cámara en sus 100 primeros días. Cinco leyes eran nombramientos de personal, y otras cuatro reconocían a los veteranos. Tres eran modificaciones de programas existentes, dos pretendían estimular la innovación y, por último, una amplía la política de sanciones a ciberterroristas de Obama.

El número de leyes que los presidentes consiguen aprobar en sus 100 primeros días ha disminuido, sin duda, así que, a primera vista, estas 28 parecen una hazaña considerable. Pero ninguna de ellas es precisamente de las que pasará a la historia como gran legado presidencial. Durante su campaña, Trump hizo tres grandes promesas para las que son necesarias leyes: revocar y sustituir el Obamacare, levantar un muro entre Estados Unidos y México y mejorar las infraestructuras. La historia nos dice que los votantes suelen restablecer el equilibrio de poder en las elecciones legislativas de mitad de mandato y compensan a un presidente republicano con un Congreso demócrata o viceversa. Por eso, cuando un partido controla la Casa Blanca y el Congreso, como ya les pasó a Obama y los demócratas en 2009-2010, intenta aprobar a toda prisa las leyes que considera prioritarias.

Si los republicanos hubieran empleado los siete últimos años en desarrollar la legislación necesaria para sustituir AHA, quizá habría tenido cierto sentido empezar por la sanidad, pero no es así. Además, ni siquiera están de acuerdo en la ley que debe sustituirla. Por otra parte, un presidente nuevo, al frente del partido, podría haber tenido la capacidad necesaria para unir a los congresistas, pero eso es pedir mucho más de lo que Trump puede y quiere dar. Los detalles del trabajo político no le interesan nada, y, cuando tuvo un atisbo de lo difícil que era la reforma sanitaria, dijo que “nadie sabía que la sanidad podía ser tan complicada”. Es evidente que todos los miembros del Congreso saben y han sabido siempre lo complicada que es, pero, sin un presidente comprometido, no es complicada, sino imposible.

Miembros del Congreso de Estados Unidos, 2017. Chip Somodevilla/Getty Images

Más le habría valido a Trump empezar con las infraestructuras, que habrían desconcertado a los demócratas porque son uno de sus objetivos tradicionales. Les habría obligado a colaborar con él y habría divido a los republicanos, exactamente el estilo de gobernar agitador que buscaban los que le votaron.

Pero no, Trump decidió empezar con el hueso legislativo más difícil y duro de roer. El contraste con la Casa Blanca de Obama es espectacular. Se dice muchas veces que el proceso de sacar leyes adelante es como el de fabricar salchichas, porque puede ser igual de desagradable. Obama, que había sido senador, tenía una idea muy realista del proceso y de cuál debía ser la intervención del presidente.

Es sabido que Hillary Clinton se implicó de lleno en la política sanitaria cuando intentó sacar adelante una reforma al comienzo de la presidencia de su marido. Obama, otro abogado famoso por su afición a los entresijos de la política, hizo lo mismo. Es decir, aunque la ley se redactó en el Congreso, la Casa Blanca, con Obama a la cabeza, estuvo muy involucrada en todo el proceso, y contribuyó con todos sus recursos.

Lo más significativo es quizá que, como en cualquier ley importante, Obama tuvo que hacer una doble labor de persuasión. Primero, tuvo que convencer a los miembros de su propio partido en el Congreso, con la ayuda de la entonces presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, y el líder del Senado, Harry Reid. Hubo cientos de llamadas de teléfono y reuniones para presionar a los congresistas de los dos partidos, pero, para empezar, a los demócratas. La más memorable de todas fue la cumbre de Blair House, que pueden ver aquí, en la que quedó patente el profundo conocimiento de la ley que tenía Obama mientras trataba de convencer a los congresistas.

Este tipo de trabajo no puede hacerse a distancia, ni a base de intimidaciones en Twitter. El presidente tuvo que conocer los menores detalles de la ley para presentar unos argumentos que convencieran a los congresistas, y también comprender que no todo el mundo podía votar por todas las leyes que impulsaba el Partido Demócrata; algunos eran de estados o distritos más conservadores, igual que algunos republicanos pertenecen a estados o distritos más progresistas.

Además, Obama tuvo que utilizar el llamado púlpito presidencial para vender la ley a los ciudadanos, antes de que se votara y, todavía más, durante su periodo de entrada en vigor. Un sondeo llevado a cabo por Gallup el 22 de marzo de 2010 descubrió que, antes de que el Congreso aprobara la ley de sanidad, la opinión pública era ligeramente favorable (49% frente a 40%) y abrumadoramente favorable entre los demócratas (79% frente a 9%). Aunque los demócratas nunca estuvieron seguros de no perder su escaño en las siguientes elecciones legislativas, y muchos lo perdieron, esas cifras fueron útiles. Más tarde se criticó a la Casa Blanca de Obama por no vender mejor sus políticas y programas, sobre todo teniendo en cuenta el carisma y el talento que había desplegado Obama en su campaña.

Igualmente asombroso es que, con las dotes que mostró Trump para interpretar y explotar el ánimo de la gente durante la campaña, no haya hecho lo mismo con sus objetivos políticos desde que está en el poder. Un análisis de los tuits de Trump publicado recientemente en The New York Times destacaba que se le da muy bien hacer declaraciones negativas sobre sus rivales pero no tanto vender sus políticas, y el asunto de la sanidad es un ejemplo destacado.

Claro que uno no puede convencer de algo que no entiende, así que, en ese sentido, la revocación y sustitución del Obamacare ha tenido una doble desventaja, porque no solo Trump carece de la paciencia necesaria para hacer el trabajo político, es que, aunque la tuviera, le costaría mucho unir a los republicanos detrás de un proyecto de ley que puedan vender. Y una situación que ya era difícil se agravó aún más en junio, cuando el presidente criticó abiertamente el proyecto de ley que habían elaborado los republicanos en la Cámara de Representantes y dijo que era “infame”, no en Twitter, sino en un almuerzo con senadores republicanos en la Casa Blanca. En julio, celebró otra comida con los senadores para hablar de la ley de sanidad e hizo que el senador Dean Heller se sentara a su lado para intimidarlo y obligarle a apoyar la ley. Es completamente ridículo que un presidente amenace al senador más vulnerable de su propio partido con que perderá el cargo si no vota por una ley que casi todos consideraban muerta.

Seguro que la mayoría de los demócratas está de acuerdo en que los proyectos de ley de la Cámara y el Senado podrían calificarse de “infames”, por no decir algo peor, pero que lo dijera el propio Trump fue inquietante e incluso escandaloso. Sin embargo, fue coherente, porque su promesa postelectoral fue “un seguro para todos” con “franquicias mucho menores”. La Oficina de Presupuestos del Congreso, independiente, llegó a la conclusión de que esas dos leyes harían que millones de estadounidenses perdieran su seguro de salud.

Lo cual nos lleva de nuevo al hecho de que el centro ideológico de Trump, si es que lo tiene, está muy alejado de la ortodoxia republicana. Fue elegido con la promesa de agitar el statu quo, no de impulsar los objetivos republicanos tradicionales. Quizá no sea nada realista esperar que se lleve bien con el partido, pero el caso es que todo esto contribuye a crear una situación política muy extraña y un pésimo legado presidencial.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia