Unas mujeres y sus hijos miran el panel de condolencias levantado tras el ataque terrorista perpetrado por Daesh a un centro comercial en Bagdad (Irak) que se cobró la vida de más de 200 personas. (Sabah Arar/AFP/Getty Images)
Unas mujeres y sus hijos miran el panel de condolencias levantado tras el ataque terrorista perpetrado por Daesh a un centro comercial en Bagdad (Irak) que se cobró la vida de más de 200 personas. (Sabah Arar/AFP/Getty Images)

La estrategia terrorista del autoproclamado Estado Islámico va más allá de su propaganda de terror. En los países con intereses estratégicos sus ataques contra sectores clave como el turismo están orientados a deslegitimar gobiernos y abrir una brecha entre la población que facilite el reclutamiento.

La secuencia de atentados perpetrados por Daesh en varios países de mayoría musulmana durante la última semana del Ramadán ha sido una de las más mortíferas desde que el líder de la organización, Abu Bakr al Bagdadi, proclamara el llamado califato en junio de 2014. Durante una semana, ha acaparado portadas una detrás de otra, una técnica que remite al afán propagandístico que ya lograra con la reivindicación de atentados en suelo europeo o con la difusión de brutales ejecuciones (la mayoría en forma de decapitación) en Siria, Irak o Libia.

La magnitud de las matanzas en Turquía, Líbano, Irak y Arabia Saudí consideradas en conjunto le ha dado empaque y ha engendrado nuevas preguntas: ¿ha perdido Daesh su capacidad militar y ha emprendido una estrategia más alqaedista? ¿Está ganando o perdiendo la guerra?

“Con la pérdida de sus ciudades en Irak y Siria, nos encaminamos hacia un giro más estratégico”, apunta el analista francés y autor de État islamique, le fait accompli, Wissam Nasr, “es una forma de incrementar su capacidad de golpear con fuerza allí donde estén”. Es el caso de Asia, donde Daesh ha abierto (o eso intenta) un nuevo escenario para su expansión en el que beneficiarse del poder de reclutamiento de acciones como la crisis de rehenes en la que murieron 22 personas en un café frecuentado por la comunidad internacional en el barrio diplomático de Daca, Bangladesh.

El ataque, y la posterior réplica que dejó cinco muertos durante la celebración del Eid, es parte de una campaña que ha golpeado también a Filipinas o Indonesia, y amenaza a India y Malasia, países donde es posible cooptar combatientes extranjeros herederos de una tendencia yihadista que ya aprovechase Al Qaeda. Como apuntaba en su comparecencia ante miembros del Congreso de EE UU el experto del Instituto Brookings, Joseph Chinyong Liow, el arraigo de Daesh en el Sureste Asiático es aún relativo, como en África subsahariana, pero puede crecer si la organización decide centrar allí su interés ante una eventual pérdida de fuerza en países árabes y Occidente.

No es la primera vez que Daesh aprovecha el mes de Ramadán para golpear en Oriente Medio y el Norte de África. En los últimos años, además, el Ramadán coincide con la temporada estival, de la que se aprovechan los destinos mediterráneos que han convertido el turismo en uno de los pilares fundamentales de su economía. Desde esta óptica, la acción terrorista de Daesh en el Mediterráneo adquiere una dimensión estratégica distinta que va más allá de la propaganda o de la mera acción de guerra. Y en ese sentido, los pequeños virajes en el modus operandi del grupo dicen tanto como la mortalidad de sus atentados.

Solo dos días después de que cinco personas muriesen en la villa de Qaa, pueblo de mayoría cristiana cercano a la frontera entre Líbano y Siria, el Ejército libanés anunció que había abortado “dos operaciones altamente peligrosas planeadas por Daesh, la primera contra una gran instalación turística y la segunda en un área densamente poblada”. El mismo ministro de Interior ratificaba la amenaza en declaraciones a la prensa local: “Las zonas turísticas frecuentadas por occidentales son los lugares que los terroristas pretendían atacar”.

La especulación ha hecho elevar el nivel de alerta en cada rincón de Líbano que empezaba a beneficiarse de una leve recuperación tras el batacazo por la guerra en la vecina Siria. El sindicato de restauradores se apresuró a desmentir en un comunicado “las informaciones (…) según las cuales las instituciones turísticas estarían amenazadas” y a recordar que “todas las empresas turísticas aplican medidas de seguridad draconianas”. La intención: intentar salvar la temporada alta en un sector que aporta más de un 8% directo al PIB (un 22% indirecto y un 7,9% del empleo en 2015, según datos del Consejo Mundial de Viaje y Turismo) y que solo en 2014 logró empezar a recuperar parte del millón y medio de turistas perdidos entre 2011 y 2013.

El buen pronóstico se debe, en parte, a una suerte de estabilización obrada a golpe de acuerdos políticos bajo la mesa que no han logrado imponer ni un Ejecutivo electo en Líbano ni un presidente tras más de dos años de desbarajuste institucional.

Sí han consolidado, sin embargo, el poder de Hezbolá, el partido-milicia chií convertido en garante de la seguridad en el país. Hasta ahora la milicia, que lucha en Siria y, en menor grado, en Irak, había sido el objetivo de los ataques reivindicados por grupos afines a Daesh y perpetrados por nacionales libaneses provenientes de depauperadas zonas de mayoría suní o por refugiados sirios o palestinos que militaban en grupos considerados terroristas.

El miedo a abrir una “nueva fase más agresiva de la batalla contra la organización terrorista”, como afirmaba un comunicado gubernamental, podría conllevar un endurecimiento de la represión por parte del Gobierno libanés contra los refugiados. Tras el ataque de Qaa, y pese a haberse confirmado que los terroristas no provenían de los asentamientos cercanos, el Ejército detuvo a más de 100 personas en los campos de refugiados de la zona. Desde 2014, el país ha institucionalizado la culpabilización de los refugiados con redadas, repatriaciones a una Siria en guerra y detenciones sistemáticas. Una nueva escalada represiva puede, como señala Georges Fahmi, experto en radicalización del Carnegie Endowment for Peace, derivar en un aumento del resentimiento que ha convertido a los refugiados asentados por todo el perímetro libanés en carne de cañón para las filas de Daesh. Vital para el abastecimiento de las brigadas que combaten en Siria.

El mismo temor se extiende por una Turquía que ha bajado hasta el sexto destino preferido en todo el mundo. El atentado que dejó casi medio centenar de muertos en el aeropuerto Ataturk de Estambul, el más grande de la ciudad y uno de los principales ‘hub’ mundiales que conecta Europa y Asia, no solo obligó a cancelar todos los vuelos en los dos días siguientes, también hizo bajar de golpe el número de reservas justo antes del puente del Eid el Fitr, una de las más importantes vacaciones para la población musulmana y que inspira paquetes turísticos similares a los de Navidad o Semana Santa.

El ataque al aeródromo viene precedido de otras dos operaciones a principios de año que dejaron 40 muertos, todos turistas extranjeros, en dos lugares emblemáticos: Sultanahmet e Istiklal. Ambos ataques marcaron un antes y un después en el nivel de amenaza terrorista que afronta Turquía, según Gareth Jenkins, analista político basado en Estambul, para quien el objetivo era dañar al Estado turco y a su presidente, Recep Tayyip Erdogan, atentando contra un sector clave, tanto para la economía (12% indirecto del PIB) como para su imagen exterior.

“ISIS (sic., siglas en inglés de Daesh) ha empezado a atacar intereses turísticos en Turquía por dos motivos principales”, apunta Haldun Solmaztürk, general de brigada retirado y experto en seguridad asociado al Chatam House, “quieren que el Gobierno turco ‘tolere’ su presencia en Turquía (por ejemplo, su infraestructura) y limite su apoyo a la coalición internacional”.

Es la misma intención que deduce Jenkins, quien pone el acento en la escalada de ataques desde 2014 (primero, en territorios de mayoría nacionalista kurda opuestos al AKP islamista de Erdogan y cercanos a la frontera y, después, contra fuerzas de seguridad), que se ha producido de forma paralela a las acciones emprendidas contra la organización (mayor control fronterizo, cierre de páginas webs proselitistas, etcétera) y que han cerrado el “corredor” turco que garantizaba provisiones y fondos, además de asistencia sanitaria y cruce de combatientes.

Más grave ha sido la situación en Túnez, donde el asesinato de 63 personas (cuatro tunecinas) hace un año en el Museo del Bardo y un resort playero en Susa, hundieron una actividad económica que proporcionaba al país más del 8% directo del PIB en 2010 (ha caído por debajo del 6% en 2015) y emplea a más de 400.000 personas. En 2015, según datos ofrecidos por la ministra de Turismo, Túnez perdió más de un 30% de los ingresos derivados del turismo, una cifra que ha bajado hasta el 54% en los dos primeros meses de 2016 con respecto al año anterior, según el Banco Central.

La estocada ha contribuido a arruinar una economía que se encuentra herida de muerte. Con un paro según datos del Banco Mundial, que supera el 15%, endémico entre la población joven, donde la cifra se eleva hasta el 40% (en torno al 30% entre 2005 y 2010, de acuerdo con la OCDE), y un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. La crisis económica es, además, caldo de cultivo para los procesos de radicalización que explican por qué el país mediterráneo, con once millones de habitantes, ocupa un lugar preminente en el ranking de nacionalidades que más combatientes extranjeros aportan a los movimientos yihadistas en otros países.

Para Fahmi los factores políticos y socioeconómicos son, precisamente, los que más influyen en los procesos de radicalización que preceden a la conversión yihadista. Y ambos, según el especialista, no han hecho sino empeorar desde la revolución, “lo que ha llevado a un desencantamiento entre la población de las clases medias y bajas y de la juventud en particular”. Atacar los fundamentos de la economía tunecina equivale a amplificar la brecha que alimenta las huestes de Daesh favoreciendo el reclutamiento en un territorio cuyas fronteras alimentan una Libia colindante transformada en centro de entrenamiento de combatientes en el Magreb.

La diferencia en el objetivo (que no en la dimensión asesina o mediática) de la amenaza contra intereses turísticos en Líbano, Turquía o Túnez son indicativos de una acción estratégica que hibrida entre acción terrorista y planificación militar. Si en Europa, pero también en Arabia Saudí o contra extranjeros en Bangladesh, el objetivo es, como apunta Wissam Nasr, “forzar a los gobiernos (que participan en la Coalición anti Daesh) a retirarse de la guerra”, el ataque a la economía de los países mediterráneos desvela la intención de seguir alimentando al califato.