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El Presidente ruso, Vladímir Putin, en el Kremlin, Moscú. Mikhail Svetlov/Getty Images

Un retrato sarcástico y agudo de la Rusia moldeada por Vladímir Putin en las últimas décadas.


cover_rusiaThe Return of the Russian Leviathan 

Sergei Medvedev

Polity PR, 2019


Muchos periodistas occidentales residentes en Moscú y otros veteranos observadores de Rusia se han pasado la mayor parte de las dos décadas transcurridas desde que Vladímir Putin llegó al poder profetizando el principio del fin de su régimen. Tras la anexión de Crimea, tras la invasión de Georgia unos años antes, cuando el precio del petróleo se derrumbó y los exespías soviéticos Alexander Litvinenko y Sergei Skripal fueron envenenados, incluso ya cuando el encarcelamiento del oligarca Mijaíl Jodorkovsky, se sugirieron razones de todo tipo por las que era imposible que Putin continuara en el poder: las élites rusas iban a rebelarse, las sanciones económicas iban a asestar un golpe letal, la caída de los ingresos sería su fin.

Sin embargo, Putin ha sorteado todo lo ocurrido en estos años, incluidos el derribo de un avión malayo, el apoyo a Bashar al Assad y las crecientes dificultades económicas en Rusia, y ha conseguido reafirmar la posición de su país en el escenario mundial, como muestra el ejemplo más reciente, Libia. Tanto extranjeros como rusos han construido varias teorías que explican la permanencia de Putin en el poder, pero pocos han explicado lo absurdo de algunas de las reivindicaciones rusas tan bien como el libro de Sergei Medvedev The Return of the Russian Bear (El regreso del oso ruso).

Es una obra de una precisión forense, lleno de sarcasmo ingenioso y resonancias del escritor del XIX y autor de sátiras sobre la Rusia zarista Nicolai Gogol. El humor y la pasión que desprenden cada línea de sus 255 páginas hacen de él una lectura tremendamente placentera. Medvedev es profesor en la Escuela Superior de Economía de Moscú, conoce y comprende íntimamente su tema y sostiene que la nueva ola de nacionalismo que recorre Rusia es consecuencia de unas mentalidades incrustadas en la psique rusa desde hace siglos. A diferencia de Occidente, donde la conciencia del legado del colonialismo y los cambios sociales turbulentos han modernizado muchas actitudes, su país conserva su histórico sentimiento de superioridad respecto a sus vecinos, unido a una dolorosa nostalgia del imperio. El resultado, concluye, es una visión irracional del mundo que Putin y su camarilla han explotado y que, en muchos aspectos, es una visión infantilizada del mundo.

La historia de la carretera M9, que une Moscú con los puertos del Báltico, es decir, la capital con el oeste, es un buen resumen de todo lo que tiene de absurda la Rusia moderna: el asfalto se termina a unos 250 kilómetros de la capital y alguien ha debido de malversar el dinero para reparaciones: Medvedev describe un viaje reciente, demoledor y salpicado de barro, con la misma brillantez que los escritores satíricos del XIX. La corrupción impregna Rusia y, fuera de las grandes ciudades, la gente tiene que arreglárselas por sí sola. Sin embargo, en lugar de lamentar la suerte de sus compatriotas, Medvedev se muestra cáustico con lo que considera “una pérdida definitiva de la solidaridad social y la catastrófica estratificación de la sociedad rusa como […] consecuencia de las contrarreformas de Putin”, y convierte su relato en un hilarante “viaje al campo”, digno de Monty Python y merecedor de una película.

También está presente Gogol cuando el autor describe la Kutuzovsky Prospekt, la avenida que enlaza el centro de Moscú con los barrios elegantes en los que vive la élite. La parte central de esta carretera de 12 carriles, que se construyó a principios de los 50, está reservada a los poderosos, que utilizan coches con matrículas especiales, no respetan los límites de velocidad y exhiben sus luces y sus pases especiales cuando se encuentran con la policía. Esta avenida, dice Medvedev, pone de relieve “la mentalidad medieval en la que vive nuestra monarquía del petróleo […]. Aquí, el derecho de los poderosos a infringir la ley se lleva al extremo”. Los hijos de los ricos se consideran obligados a conducir de noche por Kutuzovsky a velocidades de vértigo, a más de 200 kilómetros por hora, y los que van en moto, a más de 250. Lo que empieza siendo el paso impresionante de los dirigentes por el carril central con sus luces azules acaba convirtiéndose en carreras de pesadilla y horribles accidentes de tráfico”.

En un revelador capítulo titulado “Una soberanía llena de agujeros”, Medvedev escribe que, seis años después de la anexión de Crimea, “está claro que Rusia ha perdido su soberanía técnica (los petroleros que no pueden perforar en la plataforma del Ártico sin recurrir a la tecnología occidental), su soberanía en política exterior (al entablar un enfrentamiento con Occidente, cada paso posterior dado por Rusia ha ido reduciendo su margen de maniobra hasta chocar con el muro de las sanciones), e incluso su soberanía interna. El mejor ejemplo de la actitud del Kremlin es Ucrania, que ha servido a Rusia “para construir todo un programa externo e interno a partir de la demonización del movimiento del Maidán y llenar las ondas de radio y televisión de interminables programas de entrevistas”. Si Ucrania desapareciera, la propaganda y la política exterior rusas se vendrían abajo.

Hay unos capítulos fascinantes dedicados a “El preservativo como señal de protesta”, “El cuerpo del rey”, “Los protocolos de los sabios de Sodoma” y “La política del cuerpo femenino” que solo un antropólogo ruso podría haber escrito. Los anticonceptivos estaban mal vistos por los burócratas comunistas, pero gozaron de un breve periodo de libertad en los años más liberales, antes de que Putin reprodujera el Estado autoritario y volvieran a caer en desgracia para la opinión oficial. “En Rusia, los preservativos siempre fueron agentes extranjeros”, reflexiona, una amenaza existencial contra un país que envejece rápidamente. “El problema es que los siloviki (los poderosos, especialmente en las fuerzas de seguridad), que controlan todo desde sus puestos —Crimea, Rusia—, solo son capaces de pensar y actuar en un espacio lleno de amenazas. Solo saben seguir la pista de esas supuestas amenazas, describirlas y neutralizarlas…”. Cuando miran otros países, no ven más que desafíos, nunca posibilidades. Necesitan las amenazas para mantener su dominio burocrático, obtener recursos y controlar la redistribución de las propiedades. “Sin embargo, la maquinaria chequista de reproducción de las amenazas se ha vuelto incontrolable y ha empezado a destruir todo lo que la rodea. ‘El periodo peligroso’ con el que nos amenazaba mi profesor militar en mi infancia ha llegado”.

Rusia es un vecino muy incómodo para Europa, y su malestar y su incapacidad de asumir los crímenes de Stalin lo demuestran. La escritora bielorrusa y premio Nobel Svetlana Alexievich recordó a los rusos su siniestro pasado. Arrojó luz sobre los lugares más oscuros. Lo mismo que hace el autor de este retrato sarcástico y agudo de un gobernante cuya popularidad cayó el verano pasado al 31,7%, la cifra más baja en 13 años, pero que parece destinado a seguir siendo nuestro interlocutor durante bastante tiempo todavía.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.