Mientras el mundo estaba absorto en la elección de su líder
más poderoso, las termitas que socavan su poder seguían
royendo. Por ejemplo, en plena furia de la campaña presidencial de EE
UU, el mayor Ejército que la humanidad haya visto jamás –y
una fuente importante de poder para el presidente de EE UU– tuvo que
ver cómo un anciano ayatolá negociaba en su nombre el control
de la ciudad iraquí de Nayaf con un clérigo islámico hasta
entonces desconocido, Múqtada al Sáder.

Un protagonista destacado de la campaña presidencial (desde luego,
más influyente que Ralph Nader a la hora de darle contenido) fue Osama
Bin Laden, otra termita. A principios de 2003, cuando EE UU se disponía
a atacar a Sadam Husein para evitar que utilizara armas de destrucción
masiva o las pusiera al alcance de terroristas, otro hombre mucho menos conocido
se dedicaba a ganar dinero con una red mundial de venta de tecnología
de fabricación de bombas nucleares a cualquiera que estuviera dispuesto
a pagar el precio. Ahora sabemos que Libia, Corea del Norte e Irán han
sido clientes en alguna ocasión del ingeniero paquistaní Abdul
Qadir Khan. También sabemos que sus lucrativas actividades son un peligro
mucho más grave para la seguridad del mundo que el que representaba
el Irak de Husein.

Osama Bin Laden: una de las termitas de mayor peso.
Osama Bin Laden: una de las
termitas de mayor peso.

Las termitas nucleares no son las únicas que causan estragos.
Los deseos de los 8.000 colonos israelíes en la Franja de Gaza son casi
tan importantes como los del presidente de EE UU para cualquier futuro plan
de paz en Oriente Medio. Lo mismo ocurre con los caudillos traficantes de opio
que mandan en el Afganistán actual. Puede que la Casa Blanca tenga mucha
importancia en ese país, pero las termitas también.
Como la tienen los rebeldes, terroristas, milicias, yihadistas, contrabandistas,
ejércitos incontrolados, redes criminales internacionales y piratas
informáticos que parecen surgir en todas partes y que están poniendo
a prueba el temple de la superpotencia. En esta taxonomía de termitas figuran
algunos especímenes que son simplemente irritantes. Pero también
hay otros capaces de tirar abajo los rascacielos más altos. Ninguna
termita tiene tanto poder como el hombre al que los estadounidenses eligen
como presidente. Pero su tamaño no debe engañarnos respecto a
su influencia. En grupo, pueden devorar la agenda del presidente y afectar
a las vidas de la gente en la misma medida (o más) que él.

Por supuesto, estas termitas se veían venir desde hace tiempo.
En Sovereignty at Bay, un popular libro de 1971, el catedrático de Harvard
Raymond Vernon afirmaba que el rápido crecimiento de las multinacionales
iba a dejar obsoleto el concepto de soberanía nacional. En los años
90, otros autores desarrollaron esta idea y dijeron que, además de las
empresas, había otros actores no estatales que estaban adquiriendo poder
y desafiando a los Estados-nación. En 1997, Jessica T. Mathews, presidenta
del Carnegie Endowment for International Peace, escribió en Foreign
Affairs: "La concentración constante de poder en manos de los Estados,
iniciada en 1648 con la Paz de Westfalia, se ha terminado". En su best-seller
de 1999, The Lexus and the Olive Tree, el columnista de The New York Times
Thomas L. Friedman hablaba de los hombres airados e "investidos de superpoder" debido
a los cambios provocados por la globalización. Por desgracia, estos
textos tan proféticos no prepararon a los inquilinos del 1600 de Pennsylvania
Avenue para el estallido de violencia provocado por actores ajenos al Estado.
Ahora bien, la culpa de esta asombrosa ignorancia no es sólo de los
presidentes de EE UU. Para ser sinceros, los expertos que observaron la influencia
creciente de los actores no estatales en los 90 consideraron que era un factor
bastante benigno.

Rebelde: El clérigo chií Múqtada al Sáder.
Rebelde: El clérigo
chií Múqtada al Sáder.

Era la época de la sociedad civil. Las ONGs, dotadas de poder por la
democracia, la prensa libre, los viajes más baratos e Internet, proyectaban
su influencia y sus valores civilizadores en todo el mundo. La prohibición
de las minas antipersona, la lucha contra la degradación ambiental y
la defensa de los derechos humanos eran misiones de las que podían hacerse
cargo los ciudadanos corrientes, movilizados a escala mundial. No se prestaba
tanta atención al hecho de que los cambios políticos y tecnológicos
que daban poder a las ONGs también se lo daban a los terroristas.

Hay que reconocer que algunas comisiones de expertos advirtieron sobre la
amenaza que representaban los terroristas capaces de moverse por el escenario
internacional, pero las autoridades oficiales se apresuraron a descartar sus
recomendaciones. En los estruendosos, globalizadores, democratizadores y prósperos
años 90 era más fácil centrarse en la expansión
beneficiosa de una sociedad civil mundial, decidida a difundir valores positivos,
que en la expansión, también muy rápida, de las redes
terroristas. El clima intelectual de los 90 no favorecía pensar demasiado
en las oscuras amenazas de la globalización. Las brillantes posibilidades
de la época cegaron a muchos expertos al respecto de los peligros de
un mundo en el que las redes de ciudadanos adquirieron una capacidad sin precedentes
de crear el caos. Era tal la distracción que, mientras los autores del
11-S aprendían a volar y compraban cuchillas, el aparato de
defensa de EE UU se consumía en el debate sobre las ventajas de una
inversión de miles de millones de dólares y varios años
en un sistema nacional de defensa contra misiles balísticos que sólo
otros países podían lanzar. Eso, en una nación en la que
60 millones de personas embarcan en más de 675.000 vuelos cada año,
116 millones de vehículos cruzan las fronteras terrestres y llegan a
los puertos más de 90.000 buques mercantes con más de 9 millones
de contenedores de carga. En medio de un tráfico tan intenso tiene que
haber termitas, y el escudo antimisiles no sirve de nada.

Colonos judíos: sus deseos cuentan en la Casa Blanca.
Colonos judíos: sus
deseos cuentan en la Casa Blanca.

La Comisión del 11-S llegó a la conclusión recientemente
de que parte del problema era "un fallo de imaginación". Las autoridades
estadounidenses no fueron capaces de prever que los terroristas podían
convertir unos aviones de pasajeros en misiles. Ahora todo el mundo tiene claro
que se produjo dicho fallo. Sin embargo, lo que no está tan claro es
por qué no se conciben formas más eficaces de acabar con las termitas que
están erosionando los cimientos del mundo occidental. Ningún
problema se resuelve si antes no se reconoce su existencia. Reconocer que la
Casa Blanca tiene un problema de termitas sería un gran paso
para comenzar la búsqueda de soluciones.

 

 

 

Las ‘termitas’ de la Casa Blanca.
Moisés Naím

Mientras el mundo estaba absorto en la elección de su líder
más poderoso, las termitas que socavan su poder seguían
royendo. Por ejemplo, en plena furia de la campaña presidencial de EE
UU, el mayor Ejército que la humanidad haya visto jamás –y
una fuente importante de poder para el presidente de EE UU– tuvo que
ver cómo un anciano ayatolá negociaba en su nombre el control
de la ciudad iraquí de Nayaf con un clérigo islámico hasta
entonces desconocido, Múqtada al Sáder.

Un protagonista destacado de la campaña presidencial (desde luego,
más influyente que Ralph Nader a la hora de darle contenido) fue Osama
Bin Laden, otra termita. A principios de 2003, cuando EE UU se disponía
a atacar a Sadam Husein para evitar que utilizara armas de destrucción
masiva o las pusiera al alcance de terroristas, otro hombre mucho menos conocido
se dedicaba a ganar dinero con una red mundial de venta de tecnología
de fabricación de bombas nucleares a cualquiera que estuviera dispuesto
a pagar el precio. Ahora sabemos que Libia, Corea del Norte e Irán han
sido clientes en alguna ocasión del ingeniero paquistaní Abdul
Qadir Khan. También sabemos que sus lucrativas actividades son un peligro
mucho más grave para la seguridad del mundo que el que representaba
el Irak de Husein.

Osama Bin Laden: una de las termitas de mayor peso.
Osama Bin Laden: una de las
termitas de mayor peso.

Las termitas nucleares no son las únicas que causan estragos.
Los deseos de los 8.000 colonos israelíes en la Franja de Gaza son casi
tan importantes como los del presidente de EE UU para cualquier futuro plan
de paz en Oriente Medio. Lo mismo ocurre con los caudillos traficantes de opio
que mandan en el Afganistán actual. Puede que la Casa Blanca tenga mucha
importancia en ese país, pero las termitas también.
Como la tienen los rebeldes, terroristas, milicias, yihadistas, contrabandistas,
ejércitos incontrolados, redes criminales internacionales y piratas
informáticos que parecen surgir en todas partes y que están poniendo
a prueba el temple de la superpotencia. En esta taxonomía de termitas figuran
algunos especímenes que son simplemente irritantes. Pero también
hay otros capaces de tirar abajo los rascacielos más altos. Ninguna
termita tiene tanto poder como el hombre al que los estadounidenses eligen
como presidente. Pero su tamaño no debe engañarnos respecto a
su influencia. En grupo, pueden devorar la agenda del presidente y afectar
a las vidas de la gente en la misma medida (o más) que él.

Por supuesto, estas termitas se veían venir desde hace tiempo.
En Sovereignty at Bay, un popular libro de 1971, el catedrático de Harvard
Raymond Vernon afirmaba que el rápido crecimiento de las multinacionales
iba a dejar obsoleto el concepto de soberanía nacional. En los años
90, otros autores desarrollaron esta idea y dijeron que, además de las
empresas, había otros actores no estatales que estaban adquiriendo poder
y desafiando a los Estados-nación. En 1997, Jessica T. Mathews, presidenta
del Carnegie Endowment for International Peace, escribió en Foreign
Affairs: "La concentración constante de poder en manos de los Estados,
iniciada en 1648 con la Paz de Westfalia, se ha terminado". En su best-seller
de 1999, The Lexus and the Olive Tree, el columnista de The New York Times
Thomas L. Friedman hablaba de los hombres airados e "investidos de superpoder" debido
a los cambios provocados por la globalización. Por desgracia, estos
textos tan proféticos no prepararon a los inquilinos del 1600 de Pennsylvania
Avenue para el estallido de violencia provocado por actores ajenos al Estado.
Ahora bien, la culpa de esta asombrosa ignorancia no es sólo de los
presidentes de EE UU. Para ser sinceros, los expertos que observaron la influencia
creciente de los actores no estatales en los 90 consideraron que era un factor
bastante benigno.

Rebelde: El clérigo chií Múqtada al Sáder.
Rebelde: El clérigo
chií Múqtada al Sáder.

Era la época de la sociedad civil. Las ONGs, dotadas de poder por la
democracia, la prensa libre, los viajes más baratos e Internet, proyectaban
su influencia y sus valores civilizadores en todo el mundo. La prohibición
de las minas antipersona, la lucha contra la degradación ambiental y
la defensa de los derechos humanos eran misiones de las que podían hacerse
cargo los ciudadanos corrientes, movilizados a escala mundial. No se prestaba
tanta atención al hecho de que los cambios políticos y tecnológicos
que daban poder a las ONGs también se lo daban a los terroristas.

Hay que reconocer que algunas comisiones de expertos advirtieron sobre la
amenaza que representaban los terroristas capaces de moverse por el escenario
internacional, pero las autoridades oficiales se apresuraron a descartar sus
recomendaciones. En los estruendosos, globalizadores, democratizadores y prósperos
años 90 era más fácil centrarse en la expansión
beneficiosa de una sociedad civil mundial, decidida a difundir valores positivos,
que en la expansión, también muy rápida, de las redes
terroristas. El clima intelectual de los 90 no favorecía pensar demasiado
en las oscuras amenazas de la globalización. Las brillantes posibilidades
de la época cegaron a muchos expertos al respecto de los peligros de
un mundo en el que las redes de ciudadanos adquirieron una capacidad sin precedentes
de crear el caos. Era tal la distracción que, mientras los autores del
11-S aprendían a volar y compraban cuchillas, el aparato de
defensa de EE UU se consumía en el debate sobre las ventajas de una
inversión de miles de millones de dólares y varios años
en un sistema nacional de defensa contra misiles balísticos que sólo
otros países podían lanzar. Eso, en una nación en la que
60 millones de personas embarcan en más de 675.000 vuelos cada año,
116 millones de vehículos cruzan las fronteras terrestres y llegan a
los puertos más de 90.000 buques mercantes con más de 9 millones
de contenedores de carga. En medio de un tráfico tan intenso tiene que
haber termitas, y el escudo antimisiles no sirve de nada.

Colonos judíos: sus deseos cuentan en la Casa Blanca.
Colonos judíos: sus
deseos cuentan en la Casa Blanca.

La Comisión del 11-S llegó a la conclusión recientemente
de que parte del problema era "un fallo de imaginación". Las autoridades
estadounidenses no fueron capaces de prever que los terroristas podían
convertir unos aviones de pasajeros en misiles. Ahora todo el mundo tiene claro
que se produjo dicho fallo. Sin embargo, lo que no está tan claro es
por qué no se conciben formas más eficaces de acabar con las termitas que
están erosionando los cimientos del mundo occidental. Ningún
problema se resuelve si antes no se reconoce su existencia. Reconocer que la
Casa Blanca tiene un problema de termitas sería un gran paso
para comenzar la búsqueda de soluciones.