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Manifestaciones contra el Gobierno de Sebastián Piñera en Santiago de Chile con banderas chilenas y del pueblo mapuche. (MARTIN BERNETTI/AFP via Getty Images)

La región corre el riesgo de caer prisionera en la trampa de los países de ingresos medios. ¿Qué acciones podrían llevar los Estados para evitar quedar atrapados de forma permanente?

Las actuales protestas y los estallidos de violencia en Chile y Ecuador o las crisis políticas en Bolivia y Perú (por no hablar de la bomba de relojería que es Haití) responden a causas específicas de cada nación pero, a la vez, en todas existe un sustrato común: muestran el final de época y de modelo al que se asoma América Latina.

La región ha dado, desde los 80, un gran salto cualitativo y cuantitativo: se modernizó al abrirse al mundo, controló sus cifras macroeconómicas (inflación, endeudamiento y déficits), consolidó sus democracias y vio como se expandían unas clases medias heterogéneas y mayoritarias. Sin embargo, este proceso ha tocado techo y el progreso y desarrollo han encontrado unos límites que ahora ahogan a Latinoamérica. Es lo que se conoce como la trampa de los países de ingresos medios. Naciones que han dejado atrás la pobreza y el subdesarrollo, pero que no son capaces de alcanzar un estadio superior y que terminan estancadas. Estados que no encauzan las crecientes y nuevas demandas de las clases medias, las cuales acaban viendo defraudadas sus expectativas de alcanzar una calidad de vida mejor.

Esa frustración se alimenta de la desigualdad patente que genera una sociedad dual en la que unos poseen ingresos suficientes para financiarse una educación de calidad y una salud de primer nivel mientras que la mayoría padecen unos servicios públicos ineficientes y unos mercados controlados oligopólicamente que no cubren sus expectativas. Como señala Oswaldo Morales los sectores medios y populares “observan el encarecimiento de los servicios públicos, mientras se alejan cada vez más del nivel de vida de la élite”.

Esos disturbios que se han vivido en Chile y Ecuador, junto con la crisis política en Bolivia e institucional en Perú, son un fiel reflejo de que América Latina transita por un periodo marcado por tres fenómenos interconectados y que se alimentan mutuamente: el malestar social creciente generado por la crisis de la matriz productiva y la consecuente parálisis económica ha desembocado en una compleja gobernabilidad por la alta incertidumbre política y la desafección ciudadana.

El incremento del malestar social

El estancamiento económico alimenta el malestar social en aumento. Un desapego ciudadano de larga data ante un Estado ineficiente que no es capaz de poner en marcha políticas públicas eficaces en seguridad, transporte, educación o sanidad, ni garantizar la transparencia en la lucha contra la corrupción. Y, sobre todo, que no recupera las elevadas tasas de crecimiento de la Década Dorada (2003-2013), lo que disminuye las oportunidades de mejora social para amplios sectores de las clases medias y los sectores populares.

La subida de tarifas en Chile y en Ecuador no es la raíz de estas protestas sino el catalizador que convirtió el preexistente caldo de cultivo (insatisfacción por las brechas sociales, degradación de la calidad de vida y el bienestar y la falta de oportunidades) en un estallido social. Chile, la economía modélica por crecimiento sostenido, capacidad de reducir la pobreza y que aspiraba a codearse con las naciones más desarrolladas del mundo, esconde otra realidad: la del aumento de las desigualdades y la reducción de beneficios sociales junto con la existencia de una clase media con sueldos bajos y con accedo solo a servicios deficientes (seguridad, salud, educación y transportes).

El problema social de Chile es el de los países atrapados en la trampa de los ingresos medios. No es la pobreza, la cual se ha reducido del 30% en 2000 al 6,4% en 2017, sino la desigualdad: el país sigue siendo el más desigual de la OCDE, con una brecha de ingresos 65% más amplia que el promedio del bloque. Por su parte, las medidas económicas (subida de tarifas y recorte de subsidios) del presidente de Ecuador, Lenín Moreno, generaron malestar en la población porque suponían una considerable pérdida de poder adquisitivo y por ende de calidad de vida.

Hay que tener en cuenta que si bien la mayoría de los países latinoamericanos se han convertido en naciones de clases medias, este sector es muy heterogéneo y una parte del mismo es clase media vulnerable: sus miembros tienen empleos de baja calidad, generalmente informales, y una protección social insuficiente, ingresos bajos, a menudo inestables, que los sitúan en riesgo de recaer en la pobreza. Un ejemplo muy concreto desvela la causa de ese acumulado, durante lustros, malestar social: En Chile un sueldo medio, considerado de clase media, ronda los 500.000 pesos (unos 620 euros). El arriendo de un apartamento (300.000 pesos), el transporte público (60.000 pesos) y un kilo de pan al mes (45.000 pesos) consumen más del 80% de los ingresos. Con el resto hay que hacer frente al pago de comida, seguridad privada, las carísimas medicinas, salud, educación etc.

De ahí nace la frustración que se ha visto en las calles de Santiago o en Ecuador. Las clases medias se acercaron hasta las mismas puertas del paraíso pero no entraron en él, como apunta Patricio Navia: “Las verdaderas razones detrás de la rabia radican en la frustración de una población a la que se le prometió el acceso a la tierra prometida de la clase media, pero a la que se le ha negado dicho acceso en la puerta debido a un campo de juego sin nivel caracterizado por una élite abusiva, un gobierno que no responde y una promesa incumplida de meritocracia e igualdad de oportunidades”.

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El presidente de Ecuador visita una de las instalaciones dañadas por las protestas desatadas en Ecuador por la subida del precio del petróleo. (RODRIGO BUENDIA/AFP via Getty Images)

La crisis de la matriz productiva

Este malestar social nace de una economía paralizada (el FMI calcula un crecimiento para la región del 0,2% en 2019) que no brinda suficientes oportunidades de mejora de estatus socio-económico. La caída del precio de las materias primas desde 2013 (como el petróleo ecuatoriano o el cobre chileno) ha puesto en evidencia las debilidades estructurales de la matriz productiva latinoamericana, basada en la exportación de productos primarios sin elaborar. Esta apuesta, que funcionó durante la Década Dorada (2003-2013), en la coyuntura actual ya no resulta funcional para vincularse a la Cuarta Revolución Industrial. La naciones latinoamericanas no se están subiendo a ese tren y se han quedado atrapadas en la trampa de los países de ingresos medios ya que no han acometido las reformas estructurales ineludibles que hagan a sus economías más productivas y competitivas por medio de inversión en innovación, capital físico (infraestructuras y logística) y humano (educación) con el objetivo de diversificar exportaciones con mayor valor añadido y vinculadas a las grandes cadenas de valor mundial.

En este sentido, uno de los países más afectados por esta crisis del modelo productivo latinoamericano ha sido Ecuador, que en las últimas cuatro décadas, y de manera creciente durante el periodo de la Revolución Ciudadana (2007-2017), ha apoyado su expansión en las exportaciones de petróleo, su principal fuente de divisas. Esto permitió al régimen correísta impulsar políticas sociales ambiciosas mientras que el gasto público pasó del 25% del PIB al 44% entre 2007 y 2014 lo que explica su reelección en 2009 y 2013 y que un teórico heredero suyo, como Lenín Moreno, alcanzara, en plena crisis económica, el Palacio de Carondelet en 2017.

La historia desde 2015 ha sido muy diferente. La bajada de los precios del petróleo ha desvelado los límites de un modelo que ya no es viable pues condujo a un débil crecimiento en 2015 (0,3%), caída del 1,7% en 2016, un repunte del 3% en 2017 -provocado por un incremento del gasto público con vistas a las elecciones presidenciales-, a la ralentización en 2018 (1,4%) y a la recaída en la crisis en 2019 (-0,4%). Esta reducción de ingresos hace insostenible la continuidad del modelo correísta basado en el incremento del gasto público por el elevado déficit público (que sigue alto pese a bajar del 6,7% al 3% del PIB) y por unos subsidios a los combustibles equivalentes, entre 2005 y 2018, al 50% del PIB y al total de la deuda externa. Con el margen de acción muy disminuido, el FMI se ha convertido en la única tabla de salvación financiera para Moreno que, como contrapartida, se ha visto en la necesidad de sincerar las cuentas y acometer un ajuste ahora detenido por la magnitud de la protesta social.

Chile, por su parte, es la economía más fuerte y desarrollada de la región pero se halla en un periodo de ralentización prologada que le ha llevado de crecer a una media del 6,1% (1990-1999) al actual 3,5% en esta década. Un crecimiento que es insuficiente para satisfacer las nuevas y más elevadas demandas de las clases medias y absorber las presiones del mercado laboral. El más de un millón de personas que salieron a las calles de Santiago se ha convertido en la imagen icónica de ese extendido malestar “clasemediero”.

Incertidumbre y compleja gobernabilidad

De la trampa de los países de ingresos medios (estancamiento económico, frustración de expectativas y malestar social) se sale mediante reformas estructurales profundas que en América Latina no se están poniendo en marcha. La causa de esa parálisis son unos sistemas de partidos deslegitimados ante la ciudadanía porque no canalizan las demandas sociales y la ineficiencia de unos modelos institucionales donde conviven legislativos fragmentados junto a presidentes debilitados y con fuertes limitaciones para impulsar un proyecto político coherente. Todo ello mina la confianza de la ciudadanía en los representantes políticos y ha desembocado en una creciente desafección política e insatisfacción con respecto a la democracia, sistema al que solo apoya el 48% de la población, según los datos del último Latinobarómetro.

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Un hombre duerme entre los carteles de Alberto Fernandez y Cristina Fernández, ganadores de las elecciones en Argentina. (Spencer Platt/Getty Images)

América Latina ha entrado de lleno en un tiempo de incertidumbre y de graves problemas de gobernabilidad ya que los sistemas políticos y los partidistas no parecen capaces de resolver los problemas de gobernabilidad. En Perú, el presidente del país, Martín Vizcarra, ante tres años de choque de trenes institucional entre el Legislativo y el Ejecutivo, se vio obligado a cerrar el Congreso y convocar elecciones legislativas. Y en Bolivia, la institución electoral, cooptada y dominada por el oficialismo, llevó a cabo un polémico y oscuro recuento electoral que ha degenerado en una oleada de protestas y con la oposición no reconociendo el resultado de los comicios del 20 de octubre.

Para Latinoamérica, son tiempos de incertidumbre: la mayoría de los ejecutivos afrontan serios problemas para garantizar la gobernabilidad (caso ecuatoriano) y la estabilidad del sistema político (Bolivia). Gobernar se hace cada vez más difícil por la ausencia de consensos institucionales y visiones comunes de país que provocan que los diferentes gobiernos afronten serios obstáculos para sacar adelante reformas que acaban bloqueadas como ocurre en el Chile de Piñera (más aún tras la oleada de protestas) o en la Colombia de Iván Duque. Los consensos, tan deseados, han sido sustituidos por grietas sociales y políticas que impiden acordar políticas de Estado.

Los nuevos gobiernos que pueblan la región se encuentran con un escaso margen de acción para impulsar cambios, reformas e incluso ajustes como el que buscaba aplicar Lenín Moreno en Ecuador. Ese acotado margen de acción se debe a que los mandatarios no cuentan con respaldo social suficiente, como evidencian las protestas en Ecuador y Chile, y el apoyo político es muy escuálido e inestable. Esa situación conduce a que los gobiernos sean especialmente endebles a la hora de afrontar la oposición que procede tanto del Legislativo como desde las calles. Vizcarra ha debido apelar a una medida inédita como la de cerrar el Congreso, y Moreno y Piñera finalmente se han visto obligados a retirar las medidas que impulsaron ante la magnitud de las protestas.

Mientras, el autoritarismo gana terreno en una Venezuela sumida en la crisis humanitaria y colapso económico. Argentina sufre un vuelco político-electoral en plena crisis y en Centroamérica la situación no es mejor: a las incógnitas que despiertan los nuevos gobiernos de Panamá, Guatemala y El Salvador se une la pervivencia del autoritarismo de Daniel Ortega en Nicaragua y la sombra de la penetración del narcotráfico sobre la Honduras de Juan Orlando Hernández. Costa Rica, imagen de la estabilidad, sigue sin resolver su grave problema de déficit fiscal. Y sobre los dos gigantes regionales, México y Brasil, sobrevuelan más dudas que certezas debido a la compleja personalidad de sus respectivos presidentes (Andrés Manuel López Obrador y Jair Bolsonaro).

Los sucesos de Ecuador y Chile anuncian los nuevos tiempos en los que ha entrado la región. Tras la bonanza de la Década Dorada (2003-2013) se abrió un periodo de estancamiento (2013-2019) marcado por el bajo crecimiento económico -e incluso crisis- y un aumento del malestar social. Los gobiernos, con decreciente respaldo político y social, han demorado la puesta en marcha de reformas estructurales y el temor a las fuertes movilizaciones en su contra ha desembocado en una situación de profunda parálisis reformista.

Es el ejemplo de Mauricio Macri en Argentina que optó por medidas de corte gradualista (2015-2018) hasta que al empeorar el panorama no tuvo más remedio que realizar un duro plan de ajuste (2018-19), cuando ya había perdido respaldo social y se había reducido su margen de maniobra. Algo parecido le ha ocurrido a Lenín Moreno, quien en Ecuador priorizó el cambio político (acabar con el predominio del correísmo) y demoró las reformas económicas maniatado por su intrínseca debilidad política. La movilización social en Chile hace prever las grandes dificultades que va a tener Piñera para retomar su agenda de reformas estructurales. Y en Bolivia emerge una nación crispada, polarizada de manera centrífuga y por los extremos, partida política y geográficamente.

Ese permanente y creciente malestar social, que alimenta la anemia económica, se ve acrecentado por la falta de oportunidades para una población que aspira a formarse mejor y a encontrar empleos formales y bien remunerados y explica que el voto se halla convertido en una herramienta de protesta contra sistemas políticos y partidistas disfuncionales. Todo lo cual concluye en un voto de castigo a los oficialismos, en el respaldo a candidatos personalistas y antistablishment (Bolsonaro o Bukele), que tengan lugar quiebres institucionales (Perú y Bolivia) o estallidos sociales como el liderado por los indígenas ecuatorianos o los sectores populares en Chile.

El riesgo es que este incendio se extienda. Y candidatos no faltan: Argentina acaba de acudir a votar en medio de una difícil situación interna y de este complejo contexto regional. Todo ello despierta el temor de que si el próximo mandatario, Alberto Feernández, no reconduce la economía, podría tener lugar un efecto contagio. El país contiene todos de los ingredientes que están detrás del actual incendio regional: parálisis económica, Estado ineficaz, malestar social y desafección política. Y en México, si bien todavía perdura la luna de miel con Andrés Manuel López Obrador, este podría acabar siendo víctima de sí mismo y de las elevadas expectativas de cambio que generó.

América Latina vive, parafraseando a Mario Vargas Llosa, “tiempos recios” en los que el reto pasa por diseñar una alternativa socioeconómica y política capaz de evitar que el ensueño del revanchismo social genere monstruos, los cuales, como en la película Joker, acaban liderando una destructiva revuelta social. La respuesta a la actual crisis regional es política y pasa por alcanzar consensos a largo plazo para poner en marcha reformas estructurales de carácter integral capaces de construir instituciones y un Estado eficaz y eficiente que promueva el cambio de matriz productiva y el crecimiento con inclusión social. Un tarea titánica pero ineludible para que los países latinoamericanos no queden atrapados perennemente en la trampa de los países de ingresos medios, antesala para una decadencia prolongada. Son tiempos de tribulación en los que no queda otra que hacer mudanzas.