Mientras Estados Unidos lucha por poner fin a dos guerras y por recobrarse de una crisis financiera que ha supuesto una llamada a la humildad, el realismo está disfrutando de un renacimiento. Afganistán e Irak guardan un escaso parecido con las democracias que se nos prometieron.

Y Estados Unidos tiene un presidente, Barack Obama, que una vez comparó su filosofía en materia de política exterior al realismo del teólogo Reinhold Niebuhr: “Hay un gran mal en el mundo, y penurias y dolor”, dijo Obama durante su campaña de 2008. “Y nosotros deberíamos ser humildes y modestos en nuestra creencia de que podemos eliminar esas cosas”.

Pero uno puede llevar estas palabras de sabiduría hasta el extremo, como a veces hacen realistas como el ex secretario de Estado Henry Kissinger y el escritor Robert Kaplan, afirmando que Estados Unidos no puede permitirse los riesgos inherentes a apoyar la democracia y los derechos humanos alrededor del mundo. Otros, como el historiador cultural Jacques Barzun, van incluso más allá, diciendo que EE UU no puede de ninguna manera exportar democracia “porque no se trata de una ideología sino de un incontrolable  desarrollo histórico”. Si se lleva demasiado lejos, este absolutismo realista puede ser igual de peligroso, y erróneo, que la arrogancia neoconservadora.

Porque sí hay algo en lo que los neocons tienen razón: Como sostengo en The Democracy Advantage [La ventaja democrática], hay más probabilidades de que los gobiernos democráticos se embarquen en conductas que fomenten los intereses estadounidenses y eviten situaciones que supongan una amenaza para la paz y la seguridad que los regímenes autocráticos. Es más probable que los países democráticos se desarrollen y eviten hambrunas y el hundimiento económico. También es menos probable que se conviertan en Estados fallidos o sufran una guerra civil. Tienen además más probabilidades de cooperar para tratar temas de seguridad, como el terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva.

Como dolorosamente muestran las consecuencias de la invasión de Irak, la democracia no puede ser impuesta desde fuera por la fuerza o la coacción. Debe venir del pueblo de una nación que trabaje para situarse en la senda de la democracia y adopte después las políticas necesarias para seguir en ese camino. Pero deberíamos tener cuidado con no extraer demasiadas lecciones de Irak. De hecho, el mundo exterior puede marcar una enorme diferencia a la hora de hacer triunfar esos esfuerzos. Existen numerosos ejemplos —comenzando por España y Portugal y siguiendo por Europa del Este, América Latina, y Asia— en los que la lucha por establecer la democracia y fomentar los derechos humanos recibió un apoyo crucial de los organismos multilaterales, incluyendo  Naciones Unidas, así como de organizaciones regionales, gobiernos democráticos y grupos privados. Va absolutamente en interés de Estados Unidos proporcionar ahora ese tipo de asistencia a nuevas democracias, como Indonesia, Liberia y Nepal, y situarse al lado de quienes defienden la democracia en países como Bielorrusia, Birmania y China.

Todavía seguirá siendo cierto que en ocasiones Estados Unidos necesitará trabajar con regímenes no democráticos para garantizar un objetivo inmediato, como el uso de una base militar para apoyar la misión estadounidense en Afganistán, o, en el caso de Rusia, la firma de un tratado de control de armas. Nada de esto, sin embargo, debería producirse a costa de poder hablar claro en apoyo de aquellos que luchan por sus derechos.