¿Es importante conocerlo para entender la nueva era de revoluciones?

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Cada revolución es una sorpresa. Aun así, la última Revolución Rusa es una de las mayores. En los años anteriores a 1991, casi ningún experto, estudioso, funcionario ni político occidental previó la inminente caída de la Unión Soviética y, con ella, de la dictadura de partido único, la economía estatal y el control del Kremlin sobre su imperio interior y en Europa del Este. Tampoco lo anticiparon los disidentes soviéticos ni, a juzgar por sus memorias, los futuros revolucionarios. Cuando Mijaíl Gorbachov se convirtió en secretario general del Partido Comunista en marzo de 1985, ninguno de sus contemporáneos preveía una crisis revolucionaria. Aunque había discrepancias sobre la dimensión y la profundidad de los problemas del sistema soviético, nadie pensaba que fueran a poner en peligro su existencia, al menos no a corto plazo.

¿Cómo es posible que hubiera una miopía tan universal? El hecho de que los expertos occidentales no predijeran la caída de la URSS puede atribuirse en parte a una especie de revisionismo histórico -llamémoslo anti anticomunismo- que tendía a exagerar la estabilidad y la legitimidad del régimen soviético. Pero otros a los que no podía considerarse blandos con el comunismo estuvieron tan confundidos como ellos con su desaparición. Uno de los arquitectos de la estrategia de Estados Unidos en la guerra fría, George Kennan, escribió que, al revisar toda “la historia de los asuntos internacionales en la era moderna”, le resultó “difícil pensar en ningún otro acontecimiento más extraño y sorprendente, y a primera vista inexplicable, que la repentina y total desintegración y desaparición… de la gran potencia denominada sucesivamente Imperio Ruso y Unión Soviética”. Richard Pipes, tal vez el principal historiador estadounidense de Rusia, además de asesor del presidente de EE UU Ronald Reagan, dijo que la revolución había sido “inesperada”. En 1993, la revista conservadora National Interest publicó, en un número especial, una colección de ensayos titulada The Strange Death of Soviet Communism (La extraña muerte del comunismo soviético).

Si hubiera sido más fácil de entender, este error de juicio colectivo podría haberse archivado sin problemas en el mismo depósito mental que acoge otros caprichos y rarezas de las ciencias sociales, y hoy estaría olvidado. Sin embargo, todavía ahora, 20 años después, la hipótesis de que la Unión Soviética iba a continuar como hasta entonces, o como mucho acabaría teniendo un declive prolongado, parece una conclusión tan racional como cualquier otra.

En 1985, la URSS poseía más o menos los mismos recursos naturales y humanos que 10 años antes. Desde luego, el nivel de vida era muy inferior al de la mayor parte de Europa del Este, y mucho más al de Occidente. Los desabastecimientos, el racionamiento de comida, las largas colas en las tiendas y la pobreza aguda eran males endémicos. Pero la Unión Soviética había atravesado situaciones peores y había salido adelante sin sacrificar ni pizca del control estatal de la sociedad y la economía.

Tampoco parecía que ningún parámetro fundamental del comportamiento económico anterior a 1985 indicara que se avecinaba el desastre. Entre 1981 y 1985, el crecimiento del PIB del país, aunque bajó de velocidad respecto a los años 60 y 70, siguió teniendo una media del 1,9% anual. Ese mismo comportamiento apático pero no catastrófico se mantuvo hasta 1989. El déficit presupuestario, que desde la Revolución Francesa se considera uno de los presagios más importantes de que se avecina una crisis revolucionaria, fue inferior al 2% del PIB en 1985. Aunque la brecha aumentaba a toda velocidad, se mantuvo por debajo del 9% hasta 1989, un tamaño que la mayoría de los economistas considera manejable.

La brusca caída de los precios del petróleo, de 66 dólares el barril en 1980 a 20 en 1986 (en precios del año 2000), fue un duro golpe para las finanzas soviéticas. No obstante, tras el ajuste por la inflación, el petróleo era más caro en los mercados mundiales en 1985 que en 1972, y sólo un tercio menos que en los años 70 en su conjunto. Al mismo tiempo, los ingresos soviéticos aumentaron más del 2% en 1985, y los salarios, tras el ajuste por la inflación, siguieron subiendo en los cinco años posteriores, hasta 1990, a una media de más del 7%.

No hay duda de que el estancamiento era visible y preocupante. Pero, como ha señalado el catedrático de la Wesleyan University Peter Rutland, “las enfermedades crónicas, al fin y al cabo, no son necesariamente mortales”. Incluso el principal estudioso de las causas económicas de la revolución, Anders Åslund, dice que, entre 1985 y 1987, la situación “no era ni mucho menos dramática”.

Desde el punto de vista del régimen, las circunstancias políticas eran aún menos complicadas. Tras 20 años de represión implacable de la oposición política, casi todos los principales disidentes estaban presos, exiliados (como estaba Andrei Sajarov desde 1980), se habían visto obligados a emigrar o habían muerto en campos de concentración y cárceles.

No parecía haber tampoco ningún otro signo de crisis prerrevolucionaria, como por ejemplo la otra causa tradicional del desmoronamiento de un Estado: la presión externa. Al contrario, se pensaba, con razón, que en la década anterior “se habían materializado todos los deseos fundamentales de los soviéticos, en el plano militar y en el diplomático”, ha escrito el historiador y diplomático estadounidense Stephen Sestanovich. Por supuesto, Afganistán tenía cada vez más visos de ser una guerra larga, pero, para tener una presencia militar de cinco millones de soldados, las pérdidas de los soviéticos eran inapreciables. Es más, aunque la enorme carga económica de mantener un imperio iba a convertirse en una cuestión crucial en los debates a partir de 1987, el coste de la guerra afgana no era nada del otro mundo: se calcula que fue de entre 4.000 y 5.000 millones de dólares en 1985, una parte insignificante del PIB soviético.

Tampoco fue Estados Unidos la fuerza catalizadora. La Doctrina Reagan de resistir y, en caso posible, invertir los avances de la Unión Soviética en el Tercer Mundo ejerció una presión considerable sobre el perímetro del imperio, en lugares como Afganistán, Angola, Nicaragua y Etiopía. Pero tampoco en esos casos fueron las dificultades soviéticas fatales, en absoluto.

Como precursora de una rivalidad que podía ser muy costosa, la Iniciativa de Defensa Estratégica propuesta por Reagan fue crucial, pero no era el anuncio de ninguna derrota militar, puesto que el Kremlin sabía muy bien que faltaban decenios para poder desplegar en la práctica defensas espaciales. Asimismo, aunque el levantamiento anticomunista pacífico de los trabajadores polacos en 1980 había inquietado a los dirigentes soviéticos porque había puesto de relieve la precariedad de su imperio en Europa, en 1985 Solidaridad parecía un movimiento agotado. La Unión Soviética aparentaba haberse acostumbrado a llevar a cabo pacificaciones sangrientas en Europa del Este cada 12 años -Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968, Polonia en 1980- sin que le importara gran cosa la opinión del mundo.

En otras palabras, aquella era una Unión Soviética en el apogeo de su poder y su influencia en el mundo, tanto desde su punto de vista como desde el del resto del mundo. “Solemos olvidar”, escribiría más tarde el historiador Adam Ulam, “que en 1985 no había ningún gobierno de un gran Estado que pareciera tan asentado en el poder y con unas políticas tan claramente trazadas como el de la URSS”.

Por supuesto, hubo muchas razones estructurales -económicas, políticas, sociales- por las que la Unión Soviética tenía que caer como cayó, pero no explican cómo ocurrió cuando ocurrió. ¿Cómo es posible que, entre 1985 y 1989, sin un empeoramiento agudo de las condiciones económicas, políticas, demográficas y de otro tipo, el Estado y su sistema económico empezaran a tener de pronto una imagen vergonzosa, ilegítima e intolerable para tal cantidad de hombres y mujeres, que su caída se hizo inevitable?

El progreso económico no puede sustituir al orgullo y al respeto que sienten por sí mismos los ciudadanos

Como casi todas las revoluciones modernas, la última revolución rusa comenzó con una liberalización vacilante desde arriba, basada en mucho más que la necesidad de corregir la economía o hacer que el entorno internacional fuera más benigno. El empeño de Gorbachov tenía una base claramente idealista: quería construir una Unión Soviética más ética.

Aunque su bandera era la mejora económica, no cabe duda de que Gorbachov y sus partidarios empezaron por tratar de arreglar los problemas morales, más que los económicos. La mayor parte de lo que decían en público durante los primeros tiempos de la perestroika se ve hoy como la expresión de la angustia que les producía la decadencia moral y los efectos corrosivos del pasado estalinista. Fue el comienzo de una búsqueda desesperada de respuestas a las grandes preguntas con las que empieza toda gran revolución: ¿Qué es una vida buena y digna? ¿Qué constituye un orden social y económico justo? ¿Qué es un Estado honrado y legítimo? ¿Cuál debe ser la relación de un Gobierno como este con la sociedad civil?

“Está creándose una nueva atmósfera moral en el país”, dijo Gorbachov ante el Comité Central en la reunión de enero de 1987 en la que proclamó que la glasnost -apertura- y la democratización eran las bases de su perestroika, o reestructuración, de la sociedad soviética. “Está produciéndose un nuevo examen y una nueva concepción creativa de los valores”. Más tarde, al recordar su sentimiento de que “no podíamos seguir así, teníamos que cambiar la vida por completo, romper con las malas conductas del pasado”, explicó que esa era su “postura moral”.

En una entrevista de 1989, el padrino de la glasnost, Aleksandr Yakovlev, recordaba que, al volver a la Unión Soviética en 1983, después de 10 años como embajador en Canadá, sintió que se acercaba el momento de que la gente gritase: “¡Basta! No podemos seguir viviendo así. Hay que hacer todo de una forma nueva. Debemos revisar nuestros conceptos, nuestras estrategias, nuestras concepciones del pasado y nuestro futuro… Estamos de acuerdo en que es sencillamente imposible vivir como antes, de manera intolerable y humillante”.

Para el primer ministro de Gorbachov, Nikolai Ryzhkov, “el estado moral de la sociedad” en 1985 era su elemento “más aterrador”: “Nos robamos a nosotros mismos, aceptamos y pagamos sobornos, mentimos en los informes, en los periódicos, desde los estrados, nos regodeamos en nuestras mentiras, nos colgamos medallas unos a otros. Y todo eso, de arriba a abajo y de abajo a arriba”.

Otro miembro del diminuto círculo original de liberalizadores de Gorbachov, el ministro de Exteriores, Eduard Shevardnadze, lamentaba también el desorden y la corrupción omnipresentes. Recuerda que dijo a Gorbachov en el invierno de 1984-1985: “Todo está podrido. Debemos cambiarlo”.

En los años 50, el predecesor de Gorbachov, Nikita Jruschov, había visto en persona la precariedad de la estructura que Stalin había construido a base de terror y mentiras. Pero la quinta generación de líderes soviéticos confiaba más en la resistencia del régimen. Gorbachov y su grupo parecían creer que lo que era justo era también políticamente posible. La democratización, declaró éste, no era “un eslogan, sino la esencia de la perestroika”. Muchos años después, explicó a unos entrevistadores: “El modelo soviético quedó derrotado no sólo en los planos económico y social; sino también en el cultural. Nuestra sociedad, nuestra gente, los más educados, los más intelectuales, rechazaron el modelo por motivos culturales, porque no respetaba al ser humano, le oprimía tanto espiritual como políticamente”.

El hecho de que las reformas desembocaran en 1989 en una revolución se debió, en gran parte, a otra causa idealista: la profunda aversión personal de Gorbachov a la violencia y, por tanto, su obstinada negativa a recurrir a la coacción de masas cuando los cambios empezaron a adquirir una profundidad y una dimensión que sobrepasaba su intención inicial. Utilizar la represión estalinista, aunque fuera para “preservar el sistema”, habría sido traicionar sus convicciones más profundas. Un testigo recuerda a Gorbachov diciendo, a finales de los 80: “Nos dicen que deberíamos dar un puñetazo en la mesa”, mientras cerraba el puño para ilustrarlo. “En general, podríamos hacerlo. Pero no me siento incitado a ello”, continuó el secretario general.

El papel de las ideas y los ideales en el desencadenamiento de la Revolución Rusa se comprende aún más si miramos lo que estaba ocurriendo fuera del Kremlin. Un importante periodista soviético y apasionado defensor de la glasnost, Aleksandr Bovin, escribió en 1988 que los ideales de la perestroika habían madurado por la irritación cada vez mayor de la gente ante la corrupción, el robo descarado, las mentiras y los obstáculos al trabajo honrado. “Había en el aire ilusiones de cambios sustanciales”, recordaba otro testigo, que construyeron una base importante de partidarios de las reformas radicales. Las expectativas creadas por la llegada al poder de Gorbachov eran tan fuertes, y cada vez más, que influyeron en su política. De pronto, las propias ideas se convirtieron en un factor material, estructural, de la revolución que empezaba a desplegarse.

La credibilidad de la ideología oficial, que, en palabras de Yakovlev, mantenía unidos el sistema político y el económico de la Unión Soviética “como anillos de acero”, empezó a debilitarse a toda velocidad. Las nuevas ideas contribuyeron a cambiar la actitud respecto al régimen y a producir “una transformación de los valores”. Poco a poco, empezó a ponerse en tela de juicio la legitimidad del orden político. En un ejemplo del inmortal Teorema de Thomas de Robert K. Merton -“Si los hombres definen las situaciones como reales, estas son reales en sus consecuencias”-, el deterioro de la economía soviética no adquirió importancia hasta después, y a causa, de un cambio fundamental en la percepción y la valoración de la conducta del régimen.

En una carta escrita a una revista en 1987, un lector decía que lo que veía a su alrededor era una ruptura radical en la conciencia. Tenía razón, como sabemos, porque aquella revolución rusa fue la primera cuyo rumbo se trazó en los sondeos de opinión pública casi desde el principio. Ya a finales de 1989, la primera encuesta nacional representativa descubrió un apoyo abrumador a la celebración de elecciones libres y la legalización de los partidos políticos aparte del Partido Comunista, después de cuatro generaciones bajo una dictadura de partido único y cuando los grupos independientes eran todavía ilegales. A mediados de 1990, más de la mitad de los entrevistados en una región de Rusia estaban de acuerdo en que era más probable tener “una economía sana” si “el Gobierno permite que los individuos hagan lo que deseen”. Seis meses después, un sondeo realizado en toda la región descubrió que el 56% apoyaba una transición rápida o gradual a la economía de mercado. Un año después, la proporción de los partidarios del mercado subió al 64%.

Quienes inspiraron esa extraordinaria ruptura en la conciencia no se diferenciaban mucho de quienes desencadenaron las demás revoluciones clásicas de la era moderna: escritores, periodistas, artistas. Como observó Alexis de Tocqueville, esos hombres y mujeres “ayudan a crear esa conciencia general de insatisfacción, esa opinión pública consolidada, que… crea una demanda real de cambio revolucionario”. De pronto, “toda la educación política de la nación se convierte en la tarea de sus hombres de letras”.

Así ocurrió en la Rusia soviética. Las colas en los quioscos de prensa -a veces, muchedumbres que daban la vuelta a la manzana desde las seis de la mañana, de forma que los ejemplares diarios se agotaban muchas veces en dos horas- y el aumento increíble de las suscripciones a los principales periódicos y revistas liberales, son prueba del inmenso poder de los ensayistas más importantes de la glasnost, o, en palabras de Samuel Johnson, los “maestros de la verdad”: el economista Nikolai Shmelyov; los filósofos políticos Igor Klyamkin y Alexander Tsypko; brillantes ensayistas como Vasily Selyunin, Yuri Chernichenko, Igor Vinogradov y Ales Adamovich; los periodistas Yegor Yakovlev, Len Karpinsky, Fedor Burlatsky, y al menos dos docenas más.

Para ellos, era esencial una resurrección moral. Y eso quería decir no sólo la revisión del sistema político y económico soviético, no sólo la transformación de las normas sociales, sino una revolución individual: un cambio del carácter personal del súbdito ruso. Como declaró Mijaíl Antonov en un ensayo fundamental de 1987, “¿Qué nos está ocurriendo?”, en la revista Oktyabr, había que “salvar” a la gente, no de peligros externos, sino “sobre todo de ellos mismos, de las consecuencias de los procesos desmoralizadores que matan las cualidades humanas más nobles”. ¿Salvarlos cómo? Haciendo que la incipiente liberalización fuera definitiva e irreversible; no el breve deshielo de Jruschov, sino un cambio climático. ¿Y qué garantizaría esa irreversibilidad? Sobre todo, la aparición de un hombre libre que fuera inmune a los elementos recurrentes de la esclavitud espiritual. El semanario Ogoniok, una publicación fundamental de la glasnost, escribió en febrero de 1989 que sólo “un hombre incapaz de ser informador de la policía, de traicionar y de mentir, en nombre de nada ni de nadie, puede salvarnos de la reaparición de un Estado totalitario”.

El hecho de que este fuera un  razonamiento en círculo -para rescatar a la gente había que salvar la perestroika, pero ésta sólo podía salvarse si era capaz de cambiar al hombre desde dentro– no parecía preocupar a nadie. Quienes pensaban en voz alta sobre estas cuestiones parecían suponer que la salvación del país a través de la perestroika y la liberación de su pueblo de la ciénaga espiritual estaban estrechamente -quizá indisolublemente- unidas, y no decían más. Lo que importaba era recuperar a los individuos como ciudadanos, sacándoles de la servidumbre y la esclavitud. “¡Basta!”, declaraba Boris Vasiliev, autor de una popular novela corta de la época sobre la Segunda Guerra Mundial, que se convirtió en una película muy aplaudida. “Basta de mentiras, basta de servilismo, basta de cobardía. Recordemos, por fin, que somos todos ciudadanos. ¡Ciudadanos orgullosos de una nación orgullosa!”

En su reflexión sobre las causas de la Revolución Francesa, De Tocqueville destacaba que los regímenes derrocados en las revoluciones, en general, son menos represivos que los que les habían precedido. ¿Por qué? Porque aunque la gente “puede sufrir menos, su sensibilidad está exacerbada”.

Como de costumbre, Tocqueville había señalado un elemento crucial. Desde los padres fundadores de Estados Unidos hasta los jacobinos y los bolcheviques, los revolucionarios han luchado fundamentalmente defendiendo una misma bandera: la defensa de la dignidad humana. En la búsqueda de la dignidad a través de la libertad y la ciudadanía es donde reside y seguirá residiendo  la sensibilidad subversiva de la glasnost. Igual que las páginas de Ogoniok y  Moskovskie Novosti deben ocupar con orgullo su puesto como símbolos de la revolución rusa más reciente junto a la imagen de Boris Yeltsin sobre el carro de combate, las páginas web en árabe son emblemas de la revolución actual junto a las imágenes de las multitudes rebeldes en la Plaza Tahrir de El Cairo, la plaza de la Casbah en Túnez, las calles de Bengasi y las ciudades acribilladas de Siria. Dejando al margen las lenguas y las culturas políticas, sus mensajes y los sentimientos que inspiraron son muy parecidos.

El frutero Mohamed Bouazizi, cuya inmolación desencadenó la rebelión tunecina con la que comenzó la primavera árabe de 2011, “no lo hizo porque estaba en paro”, le explicó un manifestante en la capital a un periodista estadounidense, sino “porque… fue a hablar con [las autoridades locales] responsables de su problema y le dieron una paliza… Fue por el Gobierno”. En Bengasi, la revuelta libia se inició con un grito de la multitud: “¡El pueblo quiere que acabe la corrupción!” En Egipto, lo que impulsaba a las masas era “un pueblo que, después de mucho tiempo oprimido, se había cargado de poder, porque ya no quería tener miedo, ya no quería que le privasen de su libertad, ya no quería seguir sufriendo humillaciones a manos de sus propios dirigentes”, como escribió en febrero el columnista de The New York Times Thomas Friedman desde El Cairo. Podría haber estado informando desde Moscú en 1991.

“¡Dignidad antes que pan!”, fue el eslogan de la revolución en Túnez. La economía tunecina había crecido entre el 2 y el 8% anual en las dos décadas anteriores a la revuelta. Dados los altos precios del petróleo, Libia, que estaba al borde del levantamiento, también experimentó una especie de expansión económica. Ambas cosas nos recuerdan que, en el mundo moderno, el progreso económico no puede sustituir al orgullo y al respeto que sienten por sí mismos los ciudadanos. Si no lo recordamos bien, seguiremos sorprendiéndonos -por las revoluciones de colores del mundo postsoviético, la primavera árabe y, tarde o temprano, una inevitable ola de agitación democrática en China- tanto como nos sorprendimos en la Rusia soviética. “El Todopoderoso nos proporcionó tal sentido de la dignidad que no podemos tolerar la negación de nuestros derechos y libertades inalienables, por muchas ventajas reales o supuestas que ofrezcan los regímenes autoritarios estables”, escribió este mes de marzo Roza Otunbayeva, presidenta de Kirziguistán. “Es la magia de las personas, jóvenes y viejas, hombres y mujeres de diferentes religiones y convicciones políticas, que se reúnen en las plazas y anuncian que basta ya”.

Por supuesto, el magnífico impulso moral, la búsqueda de la verdad y la bondad, es una condición necesaria, pero no suficiente, para reconstruir un país. Puede ser suficiente para derrocar al ancien régime, pero no para superar de golpe una cultura política nacional enraizada en el autoritarismo. Las raíces de las instituciones democráticas engendradas por revoluciones de corte moral pueden ser demasiado superficiales para sostener una democracia capaz de funcionar en una sociedad con muy escasa tradición de organización de base y autodeterminación. Esto será seguramente un gran obstáculo para que se hagan realidad las promesas de la primavera árabe, igual que sucedió en Rusia. El renacimiento moral ruso se vio frustrado por la atomización y la desconfianza nacidas de 70 años de totalitarismo. Y, aunque Gorbachov y Yeltsin desmantelaron un imperio, el legado del pensamiento imperial en millones de rusos les volvió receptivos al neoautoritarismo de Putin, con sus leitmotifs propagandísticos del acoso hostil y la “Rusia que se levanta después de estar de rodillas”. Además, nunca se ha explorado del todo la inmensa tragedia nacional (y culpa nacional) del estalinismo ni se han reparado sus crímenes, lo cual ha corrompido toda la iniciativa moral, tal como advirtieron con tanta pasión los trovadores de la glasnost.

Por eso es por lo que da la impresión de que la Rusia actual se encamina de nuevo hacia otra perestroika. Aunque las reformas de mercado de los años 90 y los precios actuales del petróleo, combinados, han proporcionado una prosperidad sin precedentes históricos a millones de ciudadanos, la descarada corrupción de la clase dirigente, la nueva censura y el abierto desprecio por la opinión pública han producido un distanciamiento y un cinismo que están empezando a alcanzar (e incluso sobrepasar) el nivel de principios de los 80.

No hay más que pasar unos días en Moscú, hablando con los intelectuales o, mejor aún, seguir los blogs en LiveJournal (Zhivoy Zhurnal), la plataforma de Internet más popular de Rusia, o las páginas de los grupos independientes y de oposición, para ver que el lema de los 80 –“¡No podemos seguir viviendo así!”- está volviendo a ser artículo de fe. El imperativo moral de la libertad está reafirmándose, y no sólo en los círculos reducidos de los activistas a favor de la democracia y los intelectuales. En febrero, el Instituto de Desarrollo Contemporáneo, un think tank liberal presidido por Dmitri Medvédev, publicó lo que podría ser un programa para las elecciones presidenciales de 2012: “Antiguamente, Rusia necesitaba la libertad para vivir [mejor]; ahora la necesita para sobrevivir… El reto de nuestra época es la revisión de nuestro sistema de valores, la formación de una nueva conciencia. No podemos construir un nuevo país con las viejas ideas… La mejor inversión [que puede hacer el Estado en el hombre] es la libertad y el imperio de la ley. Y el respeto a la dignidad humana”.

Era la misma búsqueda intelectual y moral del respeto y el orgullo que, partiendo de un implacable escrutinio moral del pasado y el presente del país, en unos pocos años vació de contenido al poderoso Estado soviético, le arrebató su legitimidad y lo convirtió en un cascarón agotado que se derrumbó en agosto de 1991. El relato de este viaje intelectual y moral es un aspecto fundamental de la historia de la última gran revolución del siglo XX.

 

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