La Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que en el mundo hay unos 260 millones de menores que trabajan, sobre todo en la agricultura, y alrededor de 170 millones lo hacen en condiciones especialmente gravosas. Éstas son algunas de las industrias donde el empleo infantil tiene mayor incidencia.

Tabaco

La recolección de tabaco es una de las actividades que tradicionalmente más se han servido de los menores, si bien no existen datos fiables que permitan calibrar el fenómeno con exactitud. Países como Brasil, India, China, Indonesia, Zimbabue e incluso Estados Unidos son casos conocidos.

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Chicos libaneses recogiendo hojas de tabaco en Sidiqin, ciudad al sur del Líbano. (Thomas Coex/AFP/Getty Images)

Una de las situaciones mejor documentadas es la de Zimbabue, precisamente uno de los países más dependientes de la producción tabaquera –y sexto proveedor mundial–. Human Rights Watch ha relatado recientemente casos de niños de 11 años trabajando en los cultivos de tabaco del país africano, en los que se ven expuestos a los efectos nocivos de los pesticidas y la nicotina, para poder costearse los estudios o complementar los magros ingresos familiares. Entre las promesas del nuevo presidente, Emmerson Mnangagwa, figura la de revitalizar la otrora poderosa industria agraria nacional, pero tratando de mitigar el fenómeno del barato trabajo infantil del que depende en buena medida. Sin embargo, hay pocas pistas de cómo pretende cuadrar ese círculo.

Algunos gobiernos han ido más allá y están comenzando a ensayar soluciones innovadoras gracias a sus alianzas con organizaciones especializadas en la erradicación del trabajo infantil en los campos tabaqueros. Un ejemplo es el acuerdo suscrito recientemente por las autoridades de Mozambique y la ECLT Foundation para fomentar alternativas al tabaco y endurecer la normativa.

Este último aspecto es clave, ya que el trabajo infantil en los cultivos de tabaco se beneficia de los vacíos legales. Es lo que ocurre en EE UU, donde las carencias normativas permiten la contratación de menores, que suelen ser inmigrantes y, en muchas ocasiones, realizan su labor en condiciones deplorables. Algunas organizaciones han alertado de esta laxitud legal y han emitido informes que contienen recomendaciones al Congreso y al propio presidente para que se introduzcan legislaciones y decretos que impidan el trabajo infantil.

Brasil es uno de los países afectados que cuentan con una legislación más avanzada. En 2008 prohibió el trabajo de los menores de 18 años en las plantaciones tabaqueras, estableciendo duras sanciones no sólo para los empleadores de menores, sino también para las grandes empresas que compran la materia prima.

La participación de los grandes grupos tabaqueros es esencial. Algunos están tomándose interés en este asunto, si bien parten de premisas debatibles. Un ejemplo es el de British American Tobacco, que ha implantado un código de conducta para impedir que se compre tabaco procedente de suministradores que empleen a menores de 18 años en tareas peligrosas. La compañía, no obstante, considera aceptable la participación de estos jóvenes en ciertas actividades exentas de riesgo –siempre y cuando no interfieran en su educación y las leyes locales lo permitan–.

 

Algodón

El trabajo infantil en la recolección y procesamiento manual del algodón está generalizado en países altamente dependientes de esta industria, como Costa de Marfil, Uzbekistán o Turkmenistán. Y también en ciertas zonas de India, China o Egipto.

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Un joven afgano cosecha algodón en una granja en las afueras de Jalalabad. (Noorullah Shirzada/AFP/Getty Images)

La extenuación y la intoxicación causada por el contacto con pesticidas son dos de los principales riesgos para la salud de los niños, que en muchos casos apenas reciben una remuneración por sus esfuerzos. Están obligados a ello por la pobreza, ya que su contribución es esencial para la supervivencia de sus familias. Pero también se ven empujados por la prevalencia de códigos culturales que ensalzan el trabajo a edades muy tempranas –es el caso, por ejemplo, en varios países algodoneros de África subsahariana– o el escaso aprecio de sus padres por la escolarización.

Las deficiencias legales y el afán por abaratar la mano de obra –que se ve a su vez impulsado por la creciente demanda de prendas de ropa a bajo precio en los mercados internacionales– son dos incentivos adicionales, además de la creencia de que las pequeñas manos de los menores son más idóneas para ciertos trabajos de procesamiento.

En algunos lugares, el trabajo infantil cuenta con una entusiasta aprobación oficial. Es el caso de Uzbekistán, donde cada año unos dos millones de niños se ven forzados a trabajar recogiendo algodón durante la época de la cosecha. Durante ese período, las escuelas se cierran y las autoridades se aseguran de que los niños estén en los campos. El Banco Mundial firmó en 2015 un acuerdo por el que concede una financiación multimillonaria al país para un proyecto de irrigación de campos algodoneros, poniendo como condición que no se utilice el trabajo de menores en la zona cubierta por el proyecto. Según algunas organizaciones, el Gobierno uzbeko no ha cumplido su parte del trato. Sin embargo, otros estudios genéricos sobre el empleo de niños en la cosecha del algodón en Uzbekistán arrojan una luz más favorable, al sostener que ya no se usa de forma sistemática.

En India y otros países asiáticos, el trabajo de los niños en la industria algodonera está unido a las dificultades de los padres para devolver las deudas contraídas, y al inevitable recurso a la mano de obra de sus hijos para satisfacerlas. Se calcula que la cuarta parte de los empleados en los campos algodoneros son menores de 14 años, que suelen trabajar en condiciones peligrosas para su salud y se ven condenados al absentismo escolar –más del 60% de los niños indios que trabajan en el algodón dejan la escuela–. A su vez, la generalización del trabajo infantil algodonero agrava tendencias de marginalidad ya existentes en ciertas zonas de India, como la discriminación de las mujeres –la mayoría de los menores que dejan el colegio para ir a trabajar son niñas– o las brechas entre las castas –los menores reclutados suelen pertenecen a los grupos tradicionales más desfavorecidos, los dalits y los adivasis–.

 

Café

El café es otro producto agrícola que depende del trabajo infantil en países como Costa de Marfil, Kenia, México, Nicaragua, Honduras o Uganda. Los peligros que acechan a esta joven mano de obra van desde la exposición a pesticidas dañinos hasta las lesiones derivadas de cargar con pesos excesivos.

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Una chica cosecha granos de café en el estado de El Paraiso, 120Kms al este de Tegucigalpa. (Orlando Sierra/AFP/Getty Images)

Las motivaciones para el empleo de mano de obra infantil son poderosas. Los agricultores se llevan una ínfima fracción del precio de venta del café en el mercado, por lo que los ingresos son magros y la necesidad de sacar a los niños del colegio y ponerlos a trabajar resulta imperativa –cuando sube el precio del grano, el incentivo para que todos los miembros de la familia arrimen el hombro se hace aún más acuciante–. A su vez, las familias que se dedican a recoger el grano suelen ser deudoras de los grandes terratenientes, a quienes deben sumas de dinero que sólo pueden devolver poniendo a trabajar a toda la familia, niños incluidos.

La vinculación entre la industria cafetera y el trabajo infantil es insoslayable. Según un estudio, las tasas de empleo de menores en las regiones de Brasil donde se produce café son un 37% mayores que en otras. Sin embargo, un informe de la organización de responsabilidad corporativa Finnwatch no acredita que los cafetales de Brasil –un caso muy relevante, tratándose del primer productor mundial– empleen mano de obra infantil. Por el contrario, encomia los esfuerzos del país por erradicarla mediante legislaciones vigorosas o medidas tales como los subsidios condicionados a la escolarización y vacunación de los hijos. El mismo estudio desvela una prevalencia rampante del trabajo de menores en otros países cafeteros, como Honduras, donde los investigadores se toparon con algunos trabajadores de entre cinco y seis años –a pesar de que la edad legal para trabajar en el país es de 14 años–.

Atajar el problema pasa por una mayor implicación y supervisión en el siguiente peldaño de la cadena productiva: el de las empresas que reciben el grano desde los campos y luego se encargan de tostarlo y comercializarlo. Específicamente mediante un mejor control de las prácticas de sus suministradores.

Otro potencial freno al trabajo infantil podría venir de los países consumidores, y más concretamente de la UE, principal mercado importador mundial de café. El Parlamento Europeo está incrementando la presión sobre la Comisión para que explore medidas contra el trabajo infantil, tanto en las plantaciones de café como en las de cacao. Sin embargo, los avances son muy lentos, y Europa se resiste a legislar sobre su responsabilidad en tanto que consumidor principal.

 

Oro

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Un niño minero posa mientras otro niños buscan oro en la República Centroafricana. (Issouf Sanogo/AFP/Getty Images)

La extracción del metal precioso presenta considerables riesgos para la salud de los más de un millón de niños, según la OIT, que trabajan en las pequeñas minas de África, Asia y Suramérica, cuyo índice de siniestralidad es hasta 90 veces superior al de los yacimientos ubicados en países industrializados. Estas explotaciones, normalmente desreguladas e informales, se expanden rápidamente, y con ellas las masas de menores que acuden a trabajar en ellas.

Los riesgos derivados de esta actividad son variados e incluyen la extenuación, la asfixia, la pérdida auditiva por efecto de vibraciones y explosiones, o la exposición a polvo y a sustancias altamente tóxicas como el mercurio. Todo ello afecta desproporcionadamente a los menores que aún están desarrollándose.

Si bien existe unanimidad sobre los daños a la salud que entrañan ciertas actividades de la minería aurífera, hay una división de opiniones en lo relativo al impacto que esta actividad tiene sobre la escolarización. Agencias internacionales como la OIT reprueban todo desempeño infantil en las minas de oro, ya que impide a los menores ir al colegio. Sin embargo, otros estudios mencionan opiniones favorables a ciertas tareas relacionadas con la extracción de oro menos arriesgadas, ya que precisamente permiten a estos menores costearse su escolarización.

El trabajo infantil en el sector del oro es especialmente grave en África, donde crece descontroladamente en países como Burkina Faso y Níger. Allí, los menores ni siquiera son adecuadamente remunerados, sino que se les paga muchas veces en forma de comida y techo. A su vez, la concentración de trabajadores en estos yacimientos informales provoca actividades paralelas indeseables como la prostitución infantil. Otro caso tristemente conocido es el de la República Democrática del Congo, donde miles de niños secuestrados por las milicias se desempeñan en las minas informales del este del país, contribuyendo con su trabajo a la financiación de las guerras internas.

Los intentos de atajar el problema pasan, por un lado, por la introducción y cumplimiento de normativas locales que complementen a los convenios internacionales en la materia. Un país africano que ha dado ya los primeros pasos es Tanzania al aprobar normas exigentes y más inspecciones en las minas con licencia. Sin embargo, esta iniciativa legal ignora la raíz del problema, al ocuparse sólo de los yacimientos formales y no de las explotaciones sin licencia en las que se concentra el fenómeno.

Otra forma de mitigarlo es asegurarse de que algunos de los principales importadores mundiales de oro establezcan mecanismos efectivos de seguimiento de sus suministradores, por medio de certificaciones fiables del origen del producto.

 

Hornos de ladrillo

Este sector es menos conocido, pero su dependencia respecto al trabajo de los menores alcanza condiciones epidémicas en ciertos países.

Un caso extremo es el de Bangladesh –considerado por la consultora Verisk Maplecroft como el país del mundo con mayor riesgo de trabajo infantil–, donde la acelerada demanda de la construcción ha llevado a una producción anual de unos 12.000 millones de ladrillos. Esta industria frenética recae en buena medida sobre los hombros de menores procedentes de familias pobres que, en un 80% de los casos, tienen que dejar el colegio. El trabajo repercute gravemente en su salud, no sólo por las sustancias potencialmente perniciosas a las que están expuestos, sino también por los devastadores efectos psicológicos que se derivan de esta tarea estresante y rutinaria.

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Una mujer y un niño ropen ladrillos en Dhaka, Bangladesh. (Lalage Snow/AFP/GettyImages)

En India, muchas familias pobres asumen deudas con los propietarios de los hornos de ladrillos, y luego se ven obligadas a trabajar en ellos a destajo –junto a sus hijos– para tratar de devolver lo debido. Y en muchos casos, el patrón retiene sus magros salarios hasta que satisfagan la deuda. Así, los menores se ven arrastrados a trabajar junto a sus padres en esta industria insalubre, viviendo en las propias instalaciones de los hornos y sin acudir a la escuela durante los períodos de labor.

También es frecuente el trabajo infantil inducido por las deudas familiares en los hornos de ladrillos de Camboya. Esta realidad se hizo notoria hace dos años con un sonado informe que relata cómo familias enteras trabajan prácticamente sin descanso en pequeñas factorías ubicadas cerca de la capital, a la vista de la policía y las autoridades, que hacen la vista gorda. La legislación nacional prohíbe las peores formas de trabajo infantil y el empleo forzoso asociado a las deudas pero las autoridades, a juzgar por las conclusiones del estudio, no han hecho cumplir la ley. El Gobierno camboyano ha negado los resultados del mencionado informe.

La falta de alternativas, la desesperación de los pobres por encontrar un modo de vida, por precario que sea, y los intereses de una expansiva industria inmobiliaria, se conjugan para suscitar la apatía gubernamental.