Amanecer tras las turbinas eólicas en el este de Alemania. Patrick Pleul/AFP/Getty Images
Amanecer tras las turbinas eólicas en el este de Alemania. Patrick Pleul/AFP/Getty Images

Es hora de reflexionar seriamente sobre la manera de alumbrar una nueva geopolítica distribuida basada en las energías renovables.

Nuestro metabolismo energético es uno de los aspectos fundamentales del cambio de civilización al que estamos abocados, que es mucho más que una simple transición de un conjunto de tecnologías a otras. Estamos en el umbral de una bifurcación de gran envergadura, sólo comparable a las dos grandes revoluciones precedentes, la neolítica y la industrial, y en la que nos jugamos la supervivencia de la especie: con el formato actual de nuestro desarrollo no estamos matando el planeta y ni siquiera la vida (pues las bacterias nos sobrevivirán con toda seguridad) sino suicidándonos, liquidando las condiciones materiales necesarias para nuestra propia vida, a la manera de una Isla de Pascua de tamaño planetario. Evitarlo pasa, sin duda, por cambiar de energías fósiles a renovables.

La primera idea que viene a la mente es que la “geopolítica de las renovables” acabará siendo, con un poco de suerte, un puro oxímoron. Si la geopolítica ha estado determinada desde siempre, y especialmente en los últimos dos siglos, por la capacidad política y militar de acceso a recursos críticos, un metabolismo energético basado en el aprovechamiento ubicuo del sol, el viento, el agua y la biomasa será un disolvente de las desigualdades geopolíticas, evitando la concentración de poder en pocas manos y pasando de un régimen internacional basado en la defensa a ultranza de intereses particulares a otro en el que el bien común puede llegar a ser por fin el objetivo común de los actores políticos. Bella utopía, pero no desencaminada.

Es evidente que esa utopía aún no ha llegado. Hay y habrá una geopolítica de las renovables pero la tradicional, la del petróleo, el carbón y el gas, ya está tan caducada por la emergencia de un mundo más complejo y multipolar, que Occidente, el gran beneficiario hasta ahora, debería reflexionar seriamente sobre la manera de alumbrar rápidamente esa nueva geopolítica distribuida. Lo cual requiere primero un ejercicio de gran humildad: deberíamos dejar de dar lecciones morales que no somos capaces de sostener en nuestros actos (por ejemplo, cuando vendemos armas a regímenes que pisotean los valores que decimos defender), bajo riesgo de creciente ridículo e irrelevancia ante el mundo.

Por el contrario, hay que construir con sinceridad a partir del axioma “renovable” de que “el centro del mundo está en todas partes”. Y reconocer que el futuro de la humanidad y sus grandes retos globales como el cambio climático ya dependen más de lo que vaya a hacer el resto del mundo que de lo que hagamos nosotros, los países ricos. Bella ocasión para hacer coincidir intereses y bien común, ayudando al resto del mundo a hacer la transición energética en tiempo acelerado.

Por supuesto, el reto es mayúsculo, especialmente porque tendemos a infravalorar su complejidad y multidimensionalidad. Frecuentemente se asocia sostenibilidad a la exclusiva lucha contra el cambio climático, y ésta a la reducción de emisiones de CO2, cuando, los desafíos a los que nos enfrentamos son múltiples, están todos interconectados y tienen a la vez aspectos técnicos, económicos y políticos y, por tanto, superan nuestro marco conceptual de interpretación. Por ejemplo, para el surgimiento de la utopía renovable no es baladí recordar que la energía solar está conectada con la extracción de tierras raras, varias de las cuales han llegado a un punto crítico de no sostenibilidad, pues son a la vez esenciales para la producción de los centenares de millones de artefactos digitales sin los que parece ya no sabemos vivir.

Por ello mismo, por esa complejidad inherente al reto, debemos reconocer que los mecanismos que estamos utilizando por ahora son insuficientes e ineficaces, cuando no contraproducentes. Incentivar la innovación solamente vía mercados es una locura, pues la verdadera innovación es de resultados inciertos, cuando los actores en los mercados buscan rentabilidad asegurada a corto plazo. Así, lo que conseguimos es disonancia entre escalas temporales de los retos y de las soluciones, y una serie ininterrumpida de burbujas especulativas cortoplacistas que no generan los incentivos adecuados y no garantizan los cambios profundos, como queda claro en la caída del precio de los derechos de emisión de gases de efecto invernadero o en la montaña rusa de los precios del petróleo. A los españoles, alertados por la sabiduría machadiana, no debería sorprendernos constatar una vez más que “es de necio confundir valor y precio”.

Todo ello nos lleva a intuir que no debemos simplificar el problema al que nos enfrentamos para intentar encajarlo en las soluciones al uso (suponiendo que lo fueran) sino elevar la complejidad de nuestro marco conceptual y fomentar una diversidad de soluciones alternativas que se lleva muy bien con la ubicuidad de las fuentes energéticas renovables. Para el salto cualitativo que necesitamos hará falta completar una emergencia y empoderamiento de los ciudadanos en todas partes, que en gran medida relocalizarán la política, las soluciones y la vida en general, y que aportarán la resiliencia de la que nuestro sistema actual carece.

Por supuesto, ésta es una perspectiva de distribución, por no decir de disolución del poder y, por tanto, de la geopolítica, lo cual obviamente no gusta a los poderes ya establecidos pues intuyen, desde una perspectiva reduccionista, que tienen mucho que perder con ello. Pero en realidad todos tenemos mucho que ganar, que la bifurcación inevitable no se consolide en el colapso, la violencia y la miseria que ya estamos presenciando, y consiga elevarse hacia un plano de mayor complejidad y riqueza compartida. ¿Estamos preparados para la aventura?

 

comision

 

Este proyecto ha contado con el apoyo de la Comisión Europea