¿Se encamina el sistema financiero internacional hacia una catástrofe? Los principales expertos, desde economistas galardonados con el Premio Nobel hasta líderes empresariales, coinciden en la misma respuesta: no lo sabemos. Entender tres paradojas básicas sobre la crisis puede mostrarnos el camino hacia la luz.

 

Los problemas económicos que estamos viviendo, ¿son una crisis de proporciones épicas que cambiará el mundo para siempre, o simplemente una época dolorosa pero normal dentro de los altibajos cíclicos de la economía? Cada semana, los gobiernos y las agencias de calificación de riesgos hacen serios avisos públicos y estimaciones severas sobre la marcha de la economía para este año. Los mercados financieros internacionales se han comportado de forma errática, respondiendo con fuertes bajadas nada más publicarse algún informe negativo sobre desempleo, construcción, opinión del consumidor o cualquier cosa que suene a malas noticias. Y luego recuperándose en cuanto los bancos centrales recortan los tipos de interés e inyectan más dinero. En los mercados reina tal confusión que en Asia los inversores están acudiendo a expertos en feng shui en busca de consejo sobre las perspectivas económicas para el Año de la Rata.

La astrología no arrojará luz sobre la situación, pero no parece que los economistas dominen el arte de la predicción mejor que los adivinos. Cuando estuve en el Foro Económico Mundial de Davos, se respiraba gran ansiedad en el ambiente. Un grupo de ultrapesimistas, liderado por el financiero George Soros y el economista de la Universidad de Nueva York Nouriel Rubini argumentaban que hemos entrado en la mayor crisis económica de los últimos 60 años. Están convencidos de que se producirán cambios profundos y permanentes en el mundo. Otros, como el columnista del Financial Times Martin Wolf afirman que ésta es sólo otra crisis más; importante, qué duda cabe, pero no catastrófica. Según este segundo grupo, la economía global crecerá más despacio pero no caerá en una profunda recesión. Entre los expertos ha habido división de estados de ánimo durante el encuentro de Davos y las semanas posteriores. Los directivos de empresas del sector industrial, por ejemplo, tienden a ser más optimistas que la gente del ámbito de las finanzas, que se está preparando para un par de años terribles. Pero la inmensa mayoría de los asistentes a este foro –figuras distinguidas del sector empresarial, líderes políticos, reputados comentaristas de los medios de comunicación e incluso ganadores del Premio Nobel de Economía– confesó no tener ni idea de qué ocurrirá al final.

La verdad es que uno se queda helado al ver cómo semejante incertidumbre se apodera de un grupo que incluye a muchas de las persones mejor informadas del mundo. Pero entre la confusión, detecté tres paradojas reveladoras sobre la actual crisis.

La primera es que esta sorpresa no debería ser tan sorprendente. Llevamos años oyendo decir que la economía mundial padece importantes desequilibrios. Los déficit comercial y fiscal de EE UU estaban haciendose insostenibles y la burbuja del mercado inmobiliario pronto iba a reventar. Por eso, los que previeron esta crisis decían que se trataba de un reajuste inevitable. Y ¿cuál fue la primera reacción cuando los demás se dieron cuenta? Sorpresa, seguida de intentos desesperados por detener el ajuste. Pero semejante remedio puede ser peor que la enfermedad. Afrontar los desequilibrios económicos a escala global no sólo es una necesidad a corto plazo, es también la clave para garantizar unos cimientos más sólidos de cara al futuro.

La segunda paradoja es que se teme un colapso inminente del crédito y un prolongado periodo de falta de liquidez, en un momento en que el planeta rebosa dinero en efectivo. Los principales exportadores de petróleo y otras materias primas y la mayoría de los países asiáticos disponen de un enorme superávit de liquidez. Sin embargo, no está claro de qué manera o a qué precio pueden acceder a estos fondos quienes necesitan dinero en efectivo. El sistema bancario internacional sigue siendo la vía para emparejar a prestamistas y prestatarios. Pero el problema es que los mercados de crédito se han tornado de una opacidad sin precedentes. El riesgo se ha hecho tan difícil de valorar que los prestamistas están cobrando intereses excesivos por los préstamos o posponiéndolos hasta que la solvencia de los prestatarios –normalmente grandes bancos que trabajan con valores hipotecarios– se aclare.

Cada crisis de este tipo viene acompañada de llamadas a reestructurar el sistema financiero global.

De este modo, parcelas de sequía financiera coexisten con inmensas reservas de liquidez. Ningún ejemplo ilustra mejor esta paradoja que los fondos de inversión estatales –empresas propiedad de países que las usan para invertir en compañías extranjeras– que constituyen una de las vías de salida de estos superávit de liquidez. Los Emiratos Árabes Unidos, Singapur y Kuwait, por ejemplo, han participado hace poco en el rescate de Citigroup y Merrill Lynch –amortiguando el impacto de los 20.000 millones de dólares (unos 13.000 millones de euros) de pérdidas que estas entidades han sufrido hasta la fecha como resultado de la crisis de hipotecas subprime (aquellas con un alto riesgo de impago)estadounidenses– invirtiendo en ellos a través de sus fondos de inversión estatales. Aunque éstos pueden ser un mecanismo importante, el carácter altamente personalista de su dirección y la opacidad de sus criterios de decisión hacen que los banqueros y los políticos occidentales recelen de ellos, como se demostró en una de las sesiones más polémicas del Foro de Davos. El antiguo secretario del Tesoro estadounidense (y miembro del consejo editorial de la edición estadounidense de FP) Lawrence Summers sugirió que los fondos estatales de inversión de Noruega, Rusia, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos estaban actuando de manera poco transparente y, en ocasiones, permitiendo que los políticos condicionen sus decisiones. Un participante del Golfo Pérsico respondió, en tono irónico, que no tenía muy claro por qué a ellos les exigían mayores estándares de transparencia que a los fondos privados de inversión en renta variable, a los de inversión de alto riesgo o a los bancos privados de inversión.

Esta falta de transparencia es la tercera paradoja. En momentos de crisis, la información siempre es incompleta y difícil de interpretar, pero casi nunca hasta el extremo que estamos viendo en la actualidad. La información está siendo oscurecida por el uso excesivo y generalizado de instrumentos financieros sofisticados, como los derivados. Éstos son tan complejos que incluso quienes los compran y los venden a veces no son capaces de calcular su valor exacto y su riesgo asociado. Este tipo de contratos –que dispersan el riesgo y se intercambian electrónicamente a gran velocidad por todo el mundo– hacen difícil saber quién posee qué, quién ha transferido a quién y quién ha traspasado qué porcentaje de los activos y obligaciones asociados a ellos. Ya podemos imaginar que, si a los mismos expertos que operan con estos productos financieros les resulta difícil desentrañar su valor y riesgo, más complicado será para los organismos públicos encargados de supervisar estos mercados. Lo paradójico es que esta falta de claridad ocurre justo en el tipo de mercados financieros que, en teoría, debería ser más transparente, ya que los compradores, vendedores y analistas que los siguen suelen estar muy bien informados de lo que hacen todos los demás.

Sin embargo, ahora sabemos que los mercados financieros son mucho menos transparentes de lo que esperábamos. La economía se enfrenta a un monstruo financiero cuyo tamaño, comportamiento e itinerario de viaje alrededor del planeta siguen siendo un misterio. Aún no conocemos cuánta destrucción causará, cuáles serán los siguientes países y sectores que golpeará, y cómo reaccionará frente a iniciativas gubernamentales como el plan de estimulación de EE UU. Pero hay una cosa que sí sabemos: cada crisis de este tipo viene acompañada de llamadas a reestructurar el sistema financiero global. Ya estamos escuchando propuestas para renovar totalmente su arquitectura. Si el pasado sirve de guía, en vez de eso cambiarán sólo las cañerías. Así que tendremos que aprender a vivir en un mundo confuso y paradójico –las condiciones de mercado óptimas para los adivinos.