• La caccia: Io e i criminali di guerra (La caza: los criminales de guerra y yo)
    Carla Del Ponte (con Chuck Sudetic),
    416 págs., Feltrinelli, Milán, 2008 (en italiano)

El 11 de marzo de 2006 cogí un tren de Budapest a Belgrado para participar en una reunión familiar. Erami primer viaje a la capital serbia en casi quince años. El vagón iba vacío, y compartí un vagón entero sólo con otro pasajero, al que llamaré Aleks. Aleks había sido miembro del Gabinete del último primer ministro de Yugoslavia, Ante Markovic, y ahora dirigía una importante empresa de importación y exportación en Viena. Hablamos sobre la guerra de Bosnia, la política serbia y la influencia estadounidense en los Balcanes. Abordamos con cautela cuestiones que podían revelar nuestras propias posturas políticas, como el bombardeo de Belgrado por parte de la OTAN. Aleks afirmó que añoraba la época en la que todavía se sentía como un ciudadano del mundo en lugar de como un miembro de una nación paria. Cuando faltaba alrededor de una hora para llegar a la capital serbia, sonó su móvil. Escuchó con mucha atención, con el rostro tenso. Y, cuando terminó la conversación, se volvió hacia mí y me dijo: “Se acabó”. Y, a continuación, añadió: “Ella sabía que no iba a conseguir la condena, así que le ha matado. Se acabó”.

Acababa de enterarse de que Slobodan Milosevic había muerto en prisión en Scheveningen, donde había sido recluido durante su juicio ante el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (TPIY), con sede en La Haya. Seis años después de la revolución de octubre, que puso punto final al mandato de Milosevic, Aleks seguía creyendo en la inocencia del fallecido líder serbio.

Con ese “ella”, Alek se refería a la suiza Carla del Ponte, la ex fiscal jefe del TPIY y autora de unas recientes y provocadoras memorias, La caza: los criminales de guerra y yo, escritas en colaboración con el antiguo periodista de The New York Times Chuck Sudetic. Durante sus ocho años en La Haya, Del Ponte hizo pocos amigos en la rota Yugoslavia. Los croatas se ofendieron por que tratara a su preciada guerra de liberación contra la minoría rebelde serbia como otro episodio más de limpieza étnica. Los bosnios no pudieron perdonarla por el hecho de que Radovan Karadzic y Ratko Mladic, los dos criminales de guerra más buscados, siguieran sueltos. Los serbios consideraron injusto que sus compatriotas representaran la mayoría de los acusados, culparon a Del Ponte de hacer caso omiso de las víctimas serbias en Kosovo, y de que sólo el juego sucio pudiera explicar por qué siete serbios – y no croatas o musulmanes– murieran durante o después de su juicio. Hasta los líderes kosovares estaban furiosos con Carla del Ponte. Su político más brillante, querido por la comunidad internacional, el ex primer ministro Ramush Haradinaj, fue procesado en 2005, justo cuando ayudaba a estabilizar la situación en Kosovo. En el libro, Del Ponte revela que era plenamente consciente de su resentimiento, y escribe que, fuera donde fuera, la recibían con grafitis que la describían como “la puta”, mientras las autoridades de Estados Unidos, de Ruanda y de casi todos los países involucrados levantaban “muros de goma”, fingiendo cooperación y paralizando en sus territorios las investigaciones de sospechosos de ser criminales de guerra.

No es de extrañar que La caza, repleto de detalles sobre las reuniones de Del Ponte con numerosos criminales y líderes mundiales, y salpicado de toques de intriga política tras las resoluciones del TPIY, haya despertado polémica en todos los rincones de Europa. Los políticos albanokosovares han exigido la prohibición total del libro dadas las acusaciones incendiarias de Del Ponte, quien afirma que el Ejército de Liberación de Kosovo participó en el tráfico de órganos de seres humanos. Los rusos han insinuado que van a solicitar una investigación exhaustiva sobre estas afirmaciones en nombre de sus amigos serbios. Los croatas están planteándose si Ante Gotovina, un general acusado de crímenes de guerra, fue delatado por las llamadas de su celosa mujer, dado que, según Del Ponte, fue capturado en las islas Canarias en compañía de una atractiva joven. Y a los obispos católicos de Croacia y El Vaticano les está dando un ataque porque la autora sostiene que se negaron a cooperar en la búsqueda de Gotovina.

Pero estas memorias son, en realidad, un relato de las limitaciones estructurales, tanto dentro como fuera del TPIY, que lo han hecho menos eficaz de lo que podría haber sido. El primer y más importante obstáculo para su éxito, según Del Ponte, es su carácter transnacional, su vinculación al sistema estatal internacional. Como dirían los realistas estadounidenses, adolece del mismo problema que los Estados: en casos de emergencia, no hay nadie a quien recurrir, salvo a los propios Estados que han creado el peligro. El tribunal no cuenta con una policía en la que confiar, y depende, tanto para sus investigaciones como para sus detenciones, de países con pocos incentivos para cooperar. De ahí que, en opinión de Del Ponte, la política siga triunfando sobre la justicia, se prime la estabilidad frente al castigo de los crímenes de guerra, y hasta los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, padres fundadores del TPIY, tengan pocas razones para abrir una brecha en las prerrogativas de la soberanía en pro de los nobles ideales del derecho internacional.


‘La caza’, repleto de detalles sobre las reuniones de Carla del Ponte con numerosos criminales y líderes mundiales, ha despertado polémica en toda Europa


El segundo obstáculo para la eficacia del tribunal reside en las contradicciones entre el derecho continental y el anglosajón. Del Ponte señala las dificultades, y las absurdas resoluciones legales esporádicas, que son consecuencia de los diferentes estándares de pruebas admisibles; de la distinta comprensión de la relación entre los fiscales, los jueces y los tribunales de apelación, y de las diferentes interpretaciones de los derechos de las víctimas y de los acusados en estas dos tradiciones jurídicas. La rabia de la autora queda más patente cuando compara el generoso trato dispensado a los criminales de guerra procesados con la falta de protección concedida a las víctimas dispuestas a testificar. La presunción de inocencia suena extraña para una persona con la formación en derecho continental como Del Ponte, que otorga a la fiscalía mucho más margen de actuación que el derecho anglosajón. Lo que se desprende del libro es que ella estaba firmemente convencida de que las personas a las que llevaba ante el tribunal eran culpables, y que las demás formalidades eran obstáculos.

Por último, es difícil fundamentar los casos en guerras en las que las fronteras entre Estados son difusas, no existen órdenes escritas y los investigadores carecen de formación en el terreno cultural y político local. En los casos demás nivel, estos problemas se complican por la falta de pistas documentales. La acusación y el veredicto de Milosevic dependían de una cuidadosa reconstrucción de la cadena demando del Ejército serbio, la policía y las tropas paramilitares que operaban tanto dentro como fuera de Serbia. Pero esa cadena no podía identificarse a partir de los propios crímenes o de órdenes escritas. El argumento de la fiscalía dependía de las transcripciones de las reuniones entre los presidentes de Serbia y Montenegro y el presidente de la ex Yugoslavia, así como de conversaciones telefónicas pinchadas entre Milosevic y sus subordinados, ambas difíciles de obtener y que hacían al tribunal rehén de múltiples intereses políticos y de inteligencia.

La visión de Del Ponte de que los Estados manipulan al tribunal en función de sus intereses sólo sirve para confirmar lo que la mayoría de los críticos del TPIY llevan pensando mucho tiempo: que no actúa en beneficio de la justicia, sino de las grandes potencias. Los vínculos entre el Estado, la policía, los servicios secretos y el submundo del crimen no han hecho más que solidificarse con la prolongada búsqueda de la justicia en la ex Yugoslavia. El TPIY se ha convertido en un pararrayos para los nacionalistas de todas las clases, un púlpito para su movilización política y una excusa para olvidar el pasado. Como ilustra la historia de Aleks, la manera en la que las personas, los países y las naciones se reconcilian con sus propias atrocidades ha resultado mucho más esquiva que el alcance de cualquier tribunal. De ahí que, pese a sus logros jurídicos, como elevar la violación a la categoría de crimen de guerra, cualquier relato sobre los tribunales penales internacionales, incluido éste, se interprete como la crónica de una profunda desilusión.