El estado actual de las relaciones entre Serbia y Kosovo, a examen: resultados electorales, crisis gubernamentales y el papel de Rusia, EE UU y la UE en los Balcanes.

Balcanes
Un mural con la imagen de Vladímir Putin y Donald Trump junto a la frase "Kosovo es Serbia" en Belgrado. Pierre Crom/Getty Images

Con suma recurrencia nos referimos al no alineamiento político del mariscal Tito como si fuera una invención propia. Este planteamiento tiene un origen anterior y, en realidad, parte de una necesidad histórica. Los diplomáticos serbios del siglo XIX se familiarizaron con todo tipo de artimañas para subsistir ante el Imperio otomano, el ruso y el austro-húngaro. Educados en las capitales europeas, la diplomacia serbia en el Congreso de Berlín (1878), como más tarde la diplomacia local durante la formación del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, abrió el frasco de la esencias para desenvolverse con éxito en las altas instancias. Pero había una premisa elemental: dependían de las potencias internacionales para poder ejercer su autonomía política. En realidad, Tito solo siguió una larga estela marcada por la diplomacia de los eslavos del sur, aunque lo hiciera bajo bandera socialista y con una dimensión, si se quiere, más suntuosa: fumando puros durante la Guerra Fría.

Imbuidos como estamos en un proceso efervescente de unilateralismo político, espoleado por Donald Trump desde que llegó a la Casa Blanca, los códigos del multilateralismo de antaño nos parecen ahora más carentes de significado, exceptuándose, si se quiere, en el seno de la UE —la única entidad con señas de identidad multilaterales—. Las relaciones transatlánticas son tirantes desde que Trump marcó distancias frente a Alemania y Francia en el tablero internacional. La paradoja es triple: primero, el mundo ha cambiado mucho desde que Kosovo se declaró independiente en 2008, pero su reconocimiento sigue sin resolverse. Segundo, la soberanía de Kosovo se formalizó por aquel entonces bajo un multilateralismo atlantista, ahora menguante, que, paradójicamente, afianzaba su unilateralismo. Y, tercero, la sociedad y un sector de la clase política kosovar se siente más libre respecto a su mentor internacional, pero el tablero internacional resulta cada vez más desordenado, especialmente si eres un país pequeño, necesitas integrarte en los organismos internacionales y surgiste del legado de la era Clinton. Otras cosas no han cambiado: una cosa es declararse independiente y otra que te reconozcan.

La UE tiene el mismo tipo de problemas en las relaciones entre Kosovo y Serbia que tiene en otras esferas: la ausencia de la maniobrabilidad que exige un contexto político volátil e impredecible. Y las circunstancias no son las mejores: las sucesivas crisis externas e internas desde la crisis económica de 2008 solo han hecho que los problemas balcánicos queden a la cola de la agenda política, todo sea mientras haya estabilidad y seguridad en la región. El mantra europeo para los Balcanes occidentales de la última etapa.

Cuando los presidentes de Kosovo y Serbia impulsaron un acuerdo que delimitaba nuevas fronteras, la oposición al acuerdo vino sobre todo desde la cancillería de Angela Merkel. El fracaso de esa propuesta marcaba un relato que era conocido en la región: la solución al conflicto no solo dependerá de las partes encausadas. Si bien ese acuerdo generaba todas las suspicacias posibles, legitimas y razonables, también obligaba a las partes a comprometerse, refrendarlo, gestionarlo y convencer a sus propias sociedades. Y como ocurre en cualquier reunión que aspira a buscar soluciones: era recomendable desestimar la propuesta si resultaba inviable, pero más importante era aprovechar el momentum político y acompañar la voluntad política de una alternativa que interesara a los litigantes, porque lograr un acuerdo interesaba a la UE, los Estados miembros y los Balcanes occidentales. A todos.

El realismo político no lo explica todo en relaciones internacionales, y después del fracaso de aquella intentona, las relaciones entre Serbia y Kosovo no solo empeoraron (declaraciones tensas, la imposición de tarifas, presiones diplomáticas), sino que afectaron a las propias sociedades respectivas. Si uno sigue los datos de opinión local: el reconocimiento de Kosovo no es un tema que ocupe las prioridades de la sociedad serbia, pero tampoco es importante para los kosovares, al menos mientras no se propongan soluciones definitivas que las obliguen a posicionarse. Los serbios están en contra de la independencia de Kosovo, pero la opinión se relaja si hay soluciones atractivas que no les dejen como perdedores en el quite (estatuto serbio para los monasterios ortodoxos, las municipalidades serbias del norte…), y la sociedad kosovar está más preocupada por el desempleo, la corrupción, la no liberalización de visados o por la emigración a Europa que por lo bien que vaya el diálogo con Serbia. Son ya muchos años.

Sin una perspectiva real para la ampliación europea desde la entrada de Croacia en 2013, ni Serbia ni Kosovo encuentran grandes incentivos para resolver este conflicto, entre otros motivos, y el más importante, porque asumen que, como ocurría hace un siglo, no depende solo de su voluntad de llegar a un acuerdo, sino de cómo se recibe ese acuerdo entre los grandes poderes. En este caso, como declaró el presidente ruso, Vladímir Putin, hace poco, todo se resolverá en una decisión del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, donde Rusia y China son contrarios a la independencia kosovar. ¿Por qué Moscú va a contribuir a resolver este entuerto si en el proceso puede perder influencia en la región a través de su alianza con Serbia? Parece que Belgrado tendrá que obtener algo a cambio.

El anuncio inesperado por parte del hombre de Trump en los Balcanes, Richard Grenell, de una reunión de alto nivel en la Casa Blanca para el 27 de junio llega con el presidente serbio, Aleksandar Vučić, con el control prácticamente absoluto de la política local, y con el presidente kosovar, Hashim Thaci, liderando una débil coalición política aupada al poder desde el 3 de junio, después de una controvertida moción de censura.Y con una oposición en ascenso, liderada por Albin Kurti, dirigente del partido más votado en las últimas elecciones. Vučić no ambiciona ningún acuerdo que pueda obligarle a reconocer a Kosovo, y Thaci parece ansiar un reconocimiento que pueda brindarle alguna salida política después de declarar hace poco que este era su último mandato.

La UE parece haber apostado, a través de su enviado, Miroslav Lajčak, por la normalización entre Belgrado y Pristina. Esto presume que son necesarias otras condiciones para que se sienten las bases para el fin de la contienda diplomática entre vecinos. Esto implicaría que las partes dejaran de medrar buscando apoyos y estrategias de desarme político en clave de contrincantes, y lograr algún tipo de solución gradual y no inmediata, frente a las aparentes prisas de Trump por hacerse con una victoria política ante París y Berlín, antes de las elecciones de noviembre. Todo esto habida cuenta de que cualquier solución formalizada por Thaci estaría pendiente de seducir a una oposición que reclama nuevas elecciones y que es cada vez más fuerte en las calles de Pristina. La realidad es que la influencia de la administración estadounidense no puede esquivar un escenario inevitable: este es un asunto que se deberá resolver más tarde o más temprano en el marco de la UE, siendo Serbia candidato y Kosovo aspirante al club europeo.

¿Qué puede esperarse en esta fase? Algún tipo de acuerdo que dé sentido a una foto en la Casa Blanca. En el estado actual las posiciones serbia y kosovar en la mesa se encuentran alejadas la una de la otra. Serbia no quiere sufrir otra derrota diplomática y Kosovo no está en condiciones de ofrecer nada si ello incomoda a París o Berlín, ni a la otra mitad del arco parlamentario kosovar. En realidad, el presidente serbio se encuentra en una posición de fuerza, en Belgrado, Washington, Bruselas y Moscú porque no habrá ningún acuerdo que le derrote políticamente. Y, más importante aún, si Trump volviera a ganar las elecciones, Vučić seguiría beneficiándose de una tendencia al alza donde se hacen fuertes el iliberalismo político que parece consolidarse en la escena internacional, y no solo en el Este europeo.

Solo hace falta seguir la agenda del presidente serbio. El domingo ganaba las elecciones en Serbia la coalición liderada por Vučić, después el líder serbio será recibido por Putin en Moscú durante el 75 aniversario de la victoria soviética, para luego ser recibido en la Casa Blanca el 27 de junio. Durante la campaña electoral el presidente de Partido Popular Europeo, Donald Tusk, apoyaba a Aleksandar Vučić, a pesar del indisimulable declive democrático de Serbia desde que el mandatario llegara al poder; y el comisario europeo Olivér Várhelyi, conocidos los resultados, le felicitaba omitiendo que Serbia en la práctica es un país de partido único. El presidente serbio ha sido muy claro: la entrada en la UE no es suficiente para reconocer Kosovo. Como quien dice, se puede permitir este tipo de declaraciones.

Hace casi dos meses se cumplían 40 años de la muerte de Tito. Queda el tiempo de un país formidable que ya es historia. Todavía se comparten recuerdos de los tiempos titoistas cuando el país emanaba fortaleza diplomática, política, militar, económica y cultural. Y, sin embargo, podemos pensar que el no alineamiento era la única opción posible en el menú internacional para mantener la mejor independencia posible. Como ocurría con Yugoslavia, Serbia no es que se siente en dos sillas al mismo tiempo. Se sienta en una, mientras observa cómo se mueve el resto. El concepto no es muy diferente del que inspiraba a la diplomacia serbia hace más de un siglo. Mantener su propia silla a cualquier coste. Kosovo sigue luchando por lograr la suya.