Póster con la imagen de Donald Trump, el Capitolio al fondo de la imagen, Washington. Jewel Samad/AFP/Getty Images

¿Puede el sistema político de EE UU enfrentarse al desafío que representa el presidente estadounidense?

Donald Trump niega que en la Casa Blanca reine el caos. Su jefa de prensa indica que el Presidente fomenta la competencia como forma de trabajo y repite que el reemplazo constante de funcionarios y las pugnas internas no son relevantes. Lo importante, dice, es el trabajo que está haciéndose para crear empleo en favor de “America first”. Pero el problema va más allá de las luchas internas en el gabinete y afecta a las relaciones del Presidente con otros sectores institucionales y con el Partido Republicano, al funcionamiento del sistema democrático y a la gobernabilidad.

El diario The New York Times indicó el 31 de julio que nunca se han visto enfrentamientos tan fuertes entre el presidente de Estados Unidos con parte del Congreso, los medios de prensa, el Fiscal General del Estado, oficiales de las Fuerzas Armadas y hasta la dirección de los boy-scouts (debido al disparatado e insultante discurso que Trump realizó hace pocos días ante 40.000 jóvenes y sus familias). Ese enfrentamiento es también muy fuerte con jueces, gobernadores y amplios sectores de la sociedad civil.

Un ejemplo del choque entre el Presidente y los militares ha sido el anuncio de Trump de que, “después de haber consultado” con sus generales, no se admitirían transexuales en el Ejército. El tweet tomó por sorpresa al secretario de Defensa, el general retirado James Mattis. La Junta de Estado Mayor declaró que la política actual (que permite a transexuales ser  miembros de las fuerzas armadas) no cambiará mientras el presidente no siga las reglas establecidas.

Trump alegó que se cerrarían las puertas de los cuartes a los transexuales para ahorrar costes, dando a entender insidiosa y erradamente que las operaciones de cambio de sexo las paga el Estado. Según diversos estudios, la participación de estos ciudadanos en los ejércitos no supone gastos adicionales para el Departamento de Defensa ni tampoco ha ocasionado particulares trastornos en las misiones. Cincuenta seis altos mandos retirados criticaron su tweet. Su anuncio, en realidad, fue orientado a satisfacer a los grupos evangélicos más conservadores y tratar, infructuosamente, de desviar la atención sobre la “cuestión rusa”.

 

Obstrucción a la justicia

El yerno de Donald Trump, Jared Kushner, en un evento en Washington. Nicholas Kamm/AFP/Getty Images

Pese a la obstinación en negarlo, después de seis meses en el poder, el gobierno de Trump se encuentra crecientemente acorralado por las evidencias que se acumulan sobre posible obstrucción a la justicia en las investigaciones sobre las relaciones entre su equipo, su yerno, Jared Kushner, su hijo, Donald Trump Jr., y Rusia, para interferir en la campaña electoral de 2016 en contra de Hillary Clinton.

Si se probase esa obstrucción se abriría un posible juicio político al presidente. Eso no es sencillo y se requeriría un acuerdo entre los partidos Demócrata y Republicano en el Congreso, algo que podría ocurrir si estos últimos empiezan a percibir que Trump no es una ventaja sino un lastre para su futuro institucional.

Desde que asumió el Gobierno ha acumulado fracasos en política interior y no presenta ninguna coherencia ni visión en la acción exterior. Las encuestas indican que su popularidad ha descendido a niveles no conocidos en presidentes anteriores en un período tan corto de tiempo, pero mantiene el apoyo entre un grupo de alrededor de 60 millones de votantes.

Entre las promesas espectaculares que realizó, Trump está cumpliendo las que se refieren a revertir políticas liberales y progresistas, como retirar a su país del Acuerdo de París sobre Cambio Climático, y las que afectan a sectores más frágiles, como la creciente expulsión de inmigrantes indocumentados y recortar la ayuda internacional al desarrollo. El mayor fracaso del presidente y los republicanos ha sido tratar de anular la reforma del sistema de salud que impulsó la Administración Obama. La semana pasada el Senado rechazó la propuesta, que hubiese dejado sin cobertura médica a entre 23 y 30 millones de personas hasta 2028.

Su próximo empeño es que se apruebe una reforma fiscal que elimine todavía más los impuestos para las empresas y sectores con mayores ingresos (siguiendo la lógica neoliberal de que esto generará más empleo). Continúa, así mismo, insistiendo en que construirá un muro entre México y EE UU, aunque su nuevo jefe de gabinete, el general retirado John Kelly, podría haberle convencido de abandonar esa idea a cambio de más control tecnológico y policial.

Respecto al empleo, ha dejado atrás su política de que las empresas estadounidenses cierren sus fábricas en países donde pagan bajos costes de mano de obra y vuelvan a producir en casa. Entre tanto, su campaña para que la producción de carbón vuelva a tener un papel central en la economía encuentra respuesta limitada al tiempo que numerosos gobernadores y empresas energéticas están optando por otras formas de producción más limpias.

 

Política internacional sin rumbo

Revistas con imágenes del presidente de EE UU, Donald Trump, y el líder chino, Xi Jinping, en Pekín. Nicolas Asfouri/AFP/Getty Images

La diplomacia de la Casa Blanca no ha logrado que China colabore en convencer al régimen de Corea del Norte de que detenga su programa de misiles de largo alcance; es incierta la posición de Washington sobre aumentar el número de tropas en Afganistán o retirarse totalmente; y el supuesto plan innovador para el conflicto israelí-palestino parece haber fallecido antes de nacer. En el caso norcoreano, en el mismo día Trump acusó a China de “no colaborar” y el secretario de Estado, Rex Tillerson, dijo que China “estaba colaborando”.

En Oriente Medio Trump busca la manera de cancelar el acuerdo sobre el programa nuclear iraní, lo que llevaría a Teherán a definitivamente querer contar con armas de este tipo. El entusiasta apoyo de la Casa Blanca a Arabia Saudí ha agudizado la crisis entre este y otros países de la región con Qatar, y ha mostrado las incoherencias entre la Casa Blanca y el debilitado Departamento de Estado.

Entre tanto, la supuesta nueva relación que Trump iba a generar con Moscú está convirtiéndose en un inmenso atolladero. Por un lado, siguen adelante varias líneas de investigación del sistema judicial y del Congreso sobre las relaciones del equipo de Trump y su familia con Moscú. Al mismo tiempo, el Congreso ha aprobado de forma unánime una serie de sanciones a Rusia, que obligan al presidente a ejecutarlas. De este modo, el supuesto clima de cordialidad que hubo entre Trump y el presidente ruso, Vladímir Putin, en la reciente reunión del G-20 se ha transformado en una guerra diplomática. A finales de julio Moscú ordenó que EE UU debe reducir su personal diplomático en 755 miembros, esto incluye personal local que tiene que dejar su trabajo y un numero indeterminado todavía de personal estadounidense que debe abandonar Rusia antes del 1 de septiembre.

La Casa Blanca ha dado pasos atrás en algunas de las medidas de deshielo que Barack Obama promovió hacia Cuba, y al anunciar sanciones a Venezuela hará más dura la vida de los ciudadanos de ese país; además, favorecerá el discurso del gobierno de Nicolás Maduro de explicar los problemas del país como una conspiración externa liderada por Washington.

 

Despidos y fracasos

Trump no ha formado un gabinete de políticos profesionales sino que se ha rodeado de familiares, fanáticos, empresarios y ex jefes militares, todos carentes de experiencia de gobierno, pero cada uno de ellos pujando en favor de sus propios intereses económicos e ideológicos. Esto impide que existan unidad y coherencia gubernamental.

Anthony Scaramucc en una rueda de prensa en la Casa Blanca. Chip Somodevilla/Getty Images

Desde el 20 de enero siete altos cargos del Gobierno, incluyendo el director del FBI, han sido despedidos o empujados a renunciar, el último de ellos el extravagante y mal educado director de comunicación de la Casa Blanca, Anthony Scaramucci, quien sólo permaneció 10 días en su cargo. Trump lleva semanas amenazando con hacer dimitir a Jeff Sessions, el Fiscal General del Estado, un ex senador ultraderechista al que no considera suficientemente leal.

Además de la falta de profesionalidad del Gobierno, los fracasos se deben, primero, a que el programa electoral de agitación populista que le permitió ganar las elecciones carecía de consistencia y no tiene continuidad en estrategias políticas. Segundo, a la creciente brecha y desconexión entre el presidente y el Partido Republicano. Tercero, porque las formas autocráticas y nepotistas de gobernar están creando una crisis de las instituciones democráticas.

Para los republicanos, el presidente es un gran desafío porque podría provocarles una profunda crisis precisamente cuando controlan las dos cámaras del Congreso. La cuestión crucial es que la base social de Trump, sus votantes, no es necesariamente republicana. Se trata, en realidad, de un sector que desconfía de los partidos políticos a los que acusa de haberlos abandonado a su suerte al haber aceptado la integración de Estados Unidos en la globalización y su impacto (sobre todo pérdidas de empleo).

A la vez, es un sector culturalmente reaccionario contra la modernización, que añora volver a décadas atrás, a épocas de pleno empleo, religiosidad, liderazgo de hombres blancos en núcleos familiares tradicionales, antes del feminismo, con mujeres y ciudadanos de color en un segundo plano, y sin la masiva presencia de la inmigración latina. El país ha dejado de ser blanco de origen europeo, transformándose en una sociedad multicultural blanca, negra e hispana, más otros componentes. Esto es poderosamente rechazado por los votantes de Trump.

 

Interrogantes futuros

Frente a esta reacción ideológico-cultural, el Presidente y los republicanos coinciden en promover una agenda y una revolución conservadora que implica derogar el Obamacare, hacer una reforma impositiva que libere todavía más de impuestos a empresas y sectores más ricos, revertir las leyes liberales sobre el aborto, derechos de homosexuales, lesbianas y transexuales, y modificar los planes y currículos educativos en favor de interpretaciones evangélicas precientíficas sobre la creación del Universo.

El riesgo para los republicanos se agudiza porque Trump es un jugador oportunista que no guarda ninguna lealtad al partido. Si las investigaciones sobre la conexión rusa o los conflictos de intereses  de su familia avanzan, no dudaría en tratar de salvarse sin pensar en los republicanos, algo que colaboraría a hacer realidad la idea de su consejero, el ultraderechista Stephen Bannon, sobre “destruir al sistema desde dentro”.

La publicación digital The Hill, bien informada sobre la vida política en Washington, indica que las críticas crecen en el campo republicano. El prestigioso congresista republicano retirado Jim Walsh declaró días atrás que “la Casa Blanca no provee ningún liderazgo. Y si hace algo es complicar más las cosas [con el Congreso], y esto no va cambiar”.

Se espera que el general Kelly ponga orden entre las diferentes personalidades y facciones en la Casa Blanca. Pero es algo improbable debido a la conflictiva personalidad del presidente, quien nunca ha rendido cuentas en sus diferentes vidas empresariales. El comentarista John Cassidy escribe en The New Yorker: “El gran interrogante no es qué va a hacer Trump a continuación: su forma de comportamiento es clara. La cuestión es si el sistema político de EE UU va a ser capaz de enfrentar el desafío sin precedentes que ha supuesto su elección”.