El nuevo Gobierno estadounidense apuesta de manera abierta por alimentar las dinámicas que fortalecen inevitablemente el terrorismo yihadista. ¿Qué gran interés hay detrás? La venta de armas.

El Presidente estadounidense, Donald Trump, estrecha la mano al Rey saudí, Salman bin Abdulaziz al Saud, en Riad, mayo 2017. Mandel Ngan/AFP/Getty Images

Rodeado por representantes de los 57 miembros de la Organización para la Cooperación Islámica -fundada en l969 en la ciudad saudí de Jeddah-, y en un discurso manido trufado de ecos finiseculares, el presidente estadounidense, Donald Trump, instó el pasado 20 de mayo a los Estados de mayoría musulmana a liderar la lucha contra el yihadismo internacional y a conjurar el extremismo de inspiración islámica que azota Oriente Medio. Y lo hizo sin rubor alguno frente a dos de los principales dictadores de la región -el presidente egipcio, Abdel Fatah al Sisi, y el propio rey saudí, Salmán Abdelaziz-, y en la tierra que sirve de inspiración ideológica, sustento económico y modelo político a esos mismos grupos radicales violentos que atribulan a las sociedades árabes y occidentales, incluidos la red Al Qaida y la organización Daesh.

Quizá el multimillonario estadounidense desconozca que Arabia Saudí promociona y se sostiene en la interpretación más extrema y retrógrada del islam suní, aquella que también sustenta a los fanáticos de los que les sugiere adjurar: el wahabismo, una lectura rigorista, represora y herética de la religión mahometana enraizada en el pasado que viola la carta fundacional de la ONU y vulnera los más elementales derechos humanos. Al igual que en los territorios que aún dominan las siniestras huestes del autoproclamado califa Abu Bakr al Baghdadi, en la autocracia saudí se aplica una versión literalista de la ley islámica o sharia que castiga con la muerte el atraco a mano armada, el asesinato o el adulterio; con la amputación de miembros otro tipo de robos, y con el látigo la homosexualidad. Una legislación anacrónica y medieval emanada de las ambiciones territoriales de un señor feudal y la ceguera intelectual de un clérigo arribista del siglo XVIII que sigue en vigor y que sustrae a las mujeres la libertad de salir de casa solas, viajar o adquirir un pasaporte sin la autorización de un varón de su familia. Les impide conducir y restringe su derecho al sufragio, el trabajo y el estudio. Una oda a la intolerancia que obliga a segregar por sexos todo espacio público y secuestra libertades fundamentales, como las de expresión y de culto, entre otras muchas: en la Arabia Saudí que visitó con algazara Trump está prohibido construir iglesias o cualquier otro espacio religioso que no sea musulmán suní; y miles de personas penan en las cárceles por oponerse al régimen, algunas de ellas en espera de la muerte por haber publicado un simple tweet considerado blasfemo. Para ninguno de ellos tuvo palabras el mandatario.

La mayor parte de los militares y políticos ultraconservadores que pululan cada vez más cerca del círculo privado del dignatario republicano si conocen, no obstante, el papel capital que la casa de  Saud y su desbordante tesoro petrolero desempeñaron en la estrategia neocon desplegada por la Administración Reagan en los 80, y que cuatro décadas después parecen decididos a recuperar. Una política abiertamente proisraelí, antiiraní, que promueve la confrontación y polarización de Oriente Medio y favorece el ascenso de regímenes cesaristas y serviles a los que ampara, como ha ocurrido de nuevo en Egipto. En vísperas de la llegada del controvertido actor republicano al despacho Oval de la Casa Banca, tres hitos habían alterado en apenas dos años el ya inestable devenir de la región: la firma del primer acuerdo de paz entre un Estado árabe e Israel, que aisló a Egipto y le enfrentó durante una década al resto de países de la zona; la revolución iraní, secuestrada por el ayatolá Rujola Jomeini, que forzó la caída de Mohamad Reza Pahlevi, último Sha de Persia y principal aliado de Estados Unidos en la región; y el asalto por parte de la llamada oposición “purista” saudí a la gran Mezquita de La Meca, que concluyó con un inaudito baño de sangre en el lugar más sagrado del islam, dañino para la ya entonces desprestigiada familia Real saudí.

Acorralada por los movimientos que la tildaban de corrupta, y consciente de la oportunidad que, como potencia petrolera, le brindaba la huida del Sha y la germinación de la turbadora y novedosa teocracia chií iraní, la Casa de Saud viró entonces su táctica diplomática y apostó por apropiarse de la posición de “principal aliado árabe” de EE UU que a día de hoy todavía disfruta. Primero, apoyando militar y financieramente al régimen de Sadam Husein en la larga guerra Irán-Irak (1980-1988), supuesto muro para contener el supuesto maremoto chií, y después con la apertura del malhadado “puente de los muyahidin”, origen del yihadismo actual. Washington y Riad hallaron, con la complicidad de Pakistán, una oportunidad común de cooperar y beneficiarse gracias a la invasión soviética de Afganistán. Con la excusa de la amenaza que suponía el comunismo, los servicios secretos de Arabia Saudí, la CIA y la Inteligencia de Muhamad Zia ul Haq, uno de los sátrapas más crueles de Asia central, entrenaron, armaron y enviaron a miles de fanáticos religiosos a la guerra afgana.

Miembros del grupo yihadista Al Nusra a las afueras de Alepo, Siria. Guillaume Briquet/AFP/Getty Images

Descritos como “freedom figthers” o combatientes islámicos (muyahidin), procedían de todos los países árabes, ya que como la Casa de Saud, otros tiranos de la época percibieron en este acueducto extremista la mejor vía para desembarazarse de la oposición islamista radical que empezaba a combatir sus políticas represivas. El peculio lo puso el propio reino wahabí, cuyas arcas rezumaban petrodólares desde el boicot petrolero que fomentó en 1973, y la justificación piadosa el jeque ciego Abdelaziz bin Baaz, gran mufti de la Meca y máxima autoridad religiosa del país. Bajo su inspiración y el liderazgo del rey Fahd, cientos de millones de dólares, armas y fanáticos comenzaron a circular a través de una enmarañada red mate de conexiones tendida por diferentes asociaciones de carácter caritativo como la que en 1992 recopilaba donativos para ayudar a los musulmanes de Bosnia-Herzegovina, dirigida por el actual monarca, Salman Abdelaziz. Cuando en 1989 las tropas rusas se retiran de Afganistán y comienza el deceso de la Guerra Fría, los muyahidin, abandonados y sin trabajo, aprovechan esos canales para primero sobrevivir y después mantener un lucrativo negocio barnizado de misión religiosa. Ninguneados y perseguidos por quienes fueron sus patrones políticos, Osama bin Laden y otros líderes radicales dentro y fuera de Arabia Saudí recuperan las viejas críticas a la familia Real y le dan a la lucha un esmalte de obligación mesiánica que permite la erupción de la red terrorista internacional Al Qaeda y de otras organizaciones afines como la Yihad Islamiya o Ansar al Sharia.

Desde entonces Arabia Saudí no solo no se ha esforzado en cercenar esas autopistas de la radicalización. Al contrario, ha permitido y alentado la actividad apostólica de los clérigos wahabies financiando la construcción de mezquitas intolerantes por todo el orbe. En los últimos grandes atentados, en las guerras que ahora atribulan la región, como en Siria, siempre es fácil encontrar una huella saudí. Quince de los 19 terrorista que atentaron el 11 de Septiembre de 2001 en Washington y Nueva York portaban pasaporte del reino; el joven que días atrás mató a 22 personas en Londres se formó en Libia bajo la tutela de una mezquita y un clérigo wahabí. Aún así, Trump ha obviado a los ciudadanos saudíes en su polémico veto migratorio; viajan libres y cierran cresos negocios en Estados Unidos y Europa sin que nadie les moleste, con una profunda reverencia; y sus diplomáticos lideran comisiones de derechos humanos o de defensa de la mujer en la ONU y otros organismos internacionales, pese a la multitud de denuncias y evidencias de abusos que se acumulan. El propio departamento de Estado de EE UU admitía en diciembre de 2009, en un documento filtrado por Wikileaks, que “Arabia Saudí aún supone un apoyo financiero crucial para Al Qaeda, los Taliban, Lashkar-e-Taiba y otros grupos terroristas como Hamás”.

Trump no es, sin embargo, el único presidente estadounidense que ha abrazado el numen del yihadismo internacional. Desde que en 1945 Franklin D. Roosevelt y rey Abdelaziz bin Saud, padre de la Arabia Saudí moderna, sellaran un pacto secreto a bordo del crucero USS Quincy, todos los inquilinos de la Casa Blanca lo han respetado. Incluso Barack Obama, pese a que este trató de introducir algunos grandes cambios en la política estadounidense en Oriente Medio. Primero apostó por una suerte de revolución democrática -las primaveras árabes, ahora fallidas-, que Riad ha combatido con inquina y dinero tanto en el interior como en el exterior (como demuestra su respaldo absoluto al nuevo dictador egipcio, la guerra en Yemen, el apoyo a los grupos salafistas en Siria o su asociación con el mariscal Hafter en Libia); y después, por levantar las sanciones a Irán y  equilibrar su posición en el tablero diplomático, consciente de que su implicación es esencial para el éxito de cualquier solución pacífica. Apenas seis meses después, y en su primera gira por la región, Trump lo ha hecho con entusiasmo, ha enterrado la quimera de su predecesor y atrasado el reloj de las relaciones de Estados Unidos con Oriente Medio casi cuatro décadas.

Aparte del oculto pacto para la permanencia de Israel, siempre se asociado la amistad Riad-Washington a la avidez estadounidense por el crudo saudí. Un análisis acertado a medias, tan reduccionista como tendencioso, que avanzado 2017, y a la vista de la autosuficiencia energética fósil lograda por EE UU, ya no se sostiene. ¿Qué hace, entonces, que Occidente en general, y Estados Unidos en particular, eludan la responsabilidad saudí en el crecimiento y persistencia de la avalancha yihadista y cierren los ojos a sus desmanes y violaciones de los derechos humanos? Más allá del petróleo, uno de los negocios más lucrativos del mundo es el comercio armamentístico, una cornucopia que mueva al año miles de millones de dólares en todo el planeta, sin contar lo que genera el mercado negro. Con apenas 28 millones de habitantes, Arabia Saudí es el segundo importador de armas del mundo, solo superado por India, y muy por delante de China, cuarto tras Emiratos Árabes Unidos, el principal socio de Riad en la península Arábiga. Un multimillonario derroche de petrodólares que, no obstante, ni siquiera le sirve para adquirir superioridad militar.

Yemeníes trabajan en evacuar a las víctimas de un bombardeo por parte de la Coalición liderada por Arabia Saudí. Mohammed Huwais/AFP/Getty Images

Desde 2014, aviones de combates saudíes bombardean sin piedad Yemen, en un episodio más de la contrarrevolución que emprendió nada más estallar las citadas “primaveras árabes”. La ofensiva contra una uno de los países más pobres del planeta debía ser un paseo castrense para mayor gloria del inexperto ministro saudí de Defensa, hijo predilecto del rey y segundo en la línea de sucesión, Mohamad bin Salman. Sin embargo, casi tres años después el conflicto está varado en una necrosada espiral de muerte y crueldad de la que parece no haber salida. Y es que, angustiado ante las posibles consecuencias palaciegas de un eventual revés en un conflicto incierto, el rey Salman sigue reticente a movilizar las tropas de tierra y a sacar de sus vitrinas los miles de armas y carros de combate que compra cada año a países como España, séptimo exportador de armas mundial y uno de los principales proveedores de la oligarquía saudí.

Si no sirven para ganar una guerra asimétrica y desequilibrada como la de Yemen -la única en la que el Ejército saudí está oficialmente involucrado-, la pregunta que aflora es dónde acaban esas armas que Riad apila de forma compulsiva. La respuesta carece de registros oficiales transparentes, pero está firmemente acreditada en los informes de distintas agencias de inteligencia del mundo: revendidas, de forma legal o en ese mercado paralelo que también conocen y del que se nutren los grupos yihadistas. Armas fabricadas en España, Francia, Reino Unido o Estados Unidos, vendidas directamente a Estados del golfo Pérsico, alimentan hoy la maquinaria de guerra en terceros países como Siria y Libia. En un correo hecho público meses atrás por WikiLeaks, supuestamente enviado en agosto de 2014 por la entonces secretaria de Estado estadounidense Hillary Clinton desde su cuenta privada, la contrincante de Trump advertía que la Administración Obama debía “usar la diplomacia y los medios de inteligencia tradicional para presionar a Qatar y Arabia Saudí, que aportan financiación clandestina a apoyo logístico al Estado Islámico y otros grupos radicales suníes en la región”. Marc Turi, un conocido comerciante de armas, admitió años atrás que algunas productos fueron enviados a través de países del Pérsico para suplir a los rebeldes libios, pese a que no se había autorizado la transacción en los canales regulares. “El acuerdo firmado (por valor de 100.000 millones de dólares) entre Trump y los saudíes permite que ese circuito de armas, en el que participan más países, incluida Rusia, siga bien alimentado y que la guerra contra el terrorismo sea aún un negocio antes que una verdadera estrategia política hacia la paz”, explica un agente de los servicios secretos de un país árabe, ahora casi retirado. Una vieja receta neoconservadora, hija bastarda de los iconos de la industria armamentística y de los lobbistas militares que poblaron la Administración Reagan en la niñez del yihadismo, que ahora, cuatro décadas después y de la mano del excéntrico millonario, algunos parecen querer resucitar.