El país árabe se encuentra atrapado en una transición sin fin que debilita al Estado y que, ante la urgencia de la situación, lo orienta hacia antiguas prácticas autoritarias.

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Protestas en Túnez en el aniversario de la revolución del jazmín de 2011. Anis Mili/AFP/Getty Images

Túnez atraviesa el mayor episodio de contestación frente a la política gubernamental desde que la “revolución jazmín” derrocó a Zine el Abidín Ben Alí el 14 de enero de 2011, abriendo la puerta a un proceso de transición democrática. Barrios periféricos de la capital y ciudades del interior han sido el escenario de tensiones y enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas del orden, que en algunos casos han degenerado en escenas de guerrilla urbana con neumáticos en llamas cortando calles y carreteras, actos de vandalismo, saqueos, lanzamiento de piedras y contundentes réplicas policiales, en las que no han faltado el uso intensivo de gases lacrimógenos. Como saldo, cuantiosos daños materiales, casi un millar de interpelaciones y arrestos, y cientos de heridos entre manifestantes y efectivos de seguridad, a los que habría que añadir un civil muerto, si bien el ministerio del Interior ha imputado el deceso a cuestiones ajenas a la acción policial. Omnipresente en las proclamas de las marchas, ostensible en muros y espacios públicos a lo largo y ancho de la geografía tunecina, #Fech_Nestanew (a qué esperamos) se ha hecho viral en el ciberespacio, denotando el malestar y desesperación de amplias capas de población. “Los tunecinos están encolerizados. No sé si estamos ante una nueva revolución pero lo cierto es que nuestra campaña sigue ganando adeptos. Los objetivos de la primavera árabe no se han alcanzado, sobre todo en el plan económico, y la situación empeora cada día”, enfatiza Henda Chenaui, periodista y bloguera.

Los manifestantes reclaman la abrogación de la Ley de Finanzas 2018, que recoge el grueso de exigencias impuestas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y que amenazan con depauperar la delicada situación social marcada por la elevada inflación (6,5%), que ha afectado a productos esenciales y se ha agravado con una devaluación del dinar de un 40%, y una tasa de paro superior al 30% entre jóvenes licenciados y aledaña al 40% en zonas del interior. Bajo la presión del FMI, que ha supeditado el préstamo de 2.400 millones de euros aprobado en mayo de 2016 a la aplicación de medidas para paliar el déficit público y limitar el gasto,  el Gobierno se dispone a depreciar aún más la moneda, aumentar los impuestos, privatizar las sociedades de propiedad estatal, congelar salarios, jubilar a más de 60.000 funcionarios y limitar la compensación con fondos públicos de productos de primera necesidad. Con una deuda pública por encima del 70% del PIB, muy dependientes de la ayuda financiera externa, el Ejecutivo justifica la austeridad por la necesidad de limitar el endeudamiento para evitar la bancarrota. “El descontento tiene mucho que ver con la gestión azarosa de un gobierno sin visión y que, más allá de querer satisfacer a sus acreedores y prestamistas internacionales, no dispone ni de experiencia ni de coherencia, en su propio seno, para implementar políticas susceptibles de conducir al país a la senda del crecimiento que necesitamos”, explica Asef Ben Amar, analista de L’Économiste Maghrébin, que apunta de forma directa a la responsabilidad de los políticos.

El descontento y la indignación son patentes. Un informe del Observatorio Social Tunecino da cuenta de más de 11.000 movimientos de protesta colectivos durante 2017,  3.136 durante el tercer trimestre del año, 1.243 en octubre, 1.036 en noviembre y 857 durante diciembre, destacando la agitación en los barrios populares capitalinos y en regiones como Kairuán, Gafa, Kaserín y Sidi Busid, allí donde la inmolación de Mohamed Buasisi, vendedor ambulante víctima de los abusos de la autoridad, desató la revolución a finales de 2010. Frente a la amplitud de la contestación, en aras de paliar la animosidad, el Presidente tunecino, Beji Caid Essebsi, anunció a través su ministro de Asuntos Sociales, Mohamed Trabelsi, un paquete de medidas que contemplaba un aumento de las ayudas sociales a las familias desfavorecidas, la ampliación del sistema de cobertura médica a los jóvenes parados y facilidades para el acceso a créditos inmobiliarios, abriendo la puerta al restablecimiento de una situación de frágil calma. “¡Utilizan simples tiritas para tratar de cortar una profunda hemorragia!”, se indigna Alaa Talbi, director del Foro Tunecino para los Derechos Económicos y Sociales (FTDES), evocando lo insuficiente de las medidas, cuya vocación sería únicamente la de calmar los ánimos, pero no la de resolver los auténticos problemas de fondo a los que se enfrentan los ciudadanos. “Para los jóvenes tunecinos que han hecho la revolución absolutamente nada ha cambiando”, sentencia la bloguera Lina Ben Mejni.

 

Arreglos entre opuestos

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Tunecinos ondean banderas nacionales y también del partido islamista Ennahda. Fethi Belaid/AFP/Getty Images

En paralelo a la promulgación de medidas paliativas con vocación social, se denuncia que las autoridades han retomado algunos “viejos reflejos autoritarios” característicos del sistema de Ben Alí. Por una parte, en un intento de criminalizar el movimiento de protesta, se ha buscado vincular a contestatarios y vándalos, promoviendo el ministerio del Interior una campaña a través de las redes sociales bajo el epígrafe “ne vandalises pas ton pays, la Tunisie a besoin de toi” (no destruyas a tu país, Túnez te necesita). “Siempre hay violentos en las manifestaciones, pero no sabemos aún cuántos de los detenidos lo eran realmente y cuántos eran, simplemente, jóvenes indignados”, se inquieta el director del FTDES, en alusión a la suerte de varios menores de entre 15 y 18 años “arrestados arbitrariamente” durante las manifestaciones. “Intentan hacernos callar, intimidarnos, pero vamos a resistir”, afirma Ben Mejni. Por otro lado, los contestatarios se rebelan contra una involución liberticida, que responde a la inadecuación entre viejas leyes obsoletas, aún vigentes, y la Constitución de 2014, que consagra las libertades públicas, de toda índole. “Cuando la justicia y las fuerzas del orden se erigen en guardianes de la moral y los comportamientos individuales, lo arbitrario está al orden del día”, estima Chenaui, al tiempo que enumera atropellos contra individuos por su condición sexual, haber realizado muestras públicas de afecto o, simplemente, romper públicamente el ayuno durante el mes del Ramadán. Para Chenaui, “¡debemos seguir luchando! Y hoy, al igual que antes, nuestra fuerza sigue estando en la conjunción de la calle y las redes sociales”. “Aún hace falta tiempo y paciencia para operar cambios porque, a la luz de las diferentes experiencias históricas, una revolución no es cuestión de unos pocos años”, considera Talbi.

“La realpolitik, la inercia administrativa y el marasmo económico han transformado las esperanzas en desilusión y en resignación”, estima Michaël Ayari, politólogo y coautor del informe del International Crisis Group (ICG) que denuncia la existencia de una “deriva autoritaria” en Túnez. Entre 2011 y 2017 hasta una decena de Gobiernos se han sucedido al frente del país. Junto con el insuficiente crecimiento económico, es palmaria la errática gobernanza, lastrada por las endémicas fricciones en el seno de la coalición gubernamental, cuyos principales componentes son Nida Tunis (Llamamiento de Túnez), el partido del octogenario Presidente, Beji Caid Essebsi, que cuenta con 67 diputados en el Parlamento; y el islamista Ennahda (Renacimiento), que con 69 escaños se mantiene como primera fuerza política del país. “Existe un déficit de confianza al encuentro de las élites y del actual sistema de gobierno que une los destinos de un partido religioso, ideológicamente próximo a los Hermanos Musulmanes egipcios, y un partido laico y nacionalista, muy marcado el Neo Destur de Habib Bourguiba, el padre del Túnez moderno quien, precisamente, hizo de una de sus banderas la oposición al islamismo”, estima Ben Amar. La alianza gubernamental que, basada en una dialéctica de “competición cooperativa”, en términos de Ayari, ha actuado en beneficio de sus propios intereses y personas, se ha visto erosionada por sus propias contradicciones, generando un déficit de confianza hacia la política y sus instituciones y, de paso, fomentando otro tipo de prácticas. “Hasta el 52% de nuestra economía es paralela, la corrupción y la mala gestión nos cuestan cada año hasta cuatro puntos de crecimiento”, afirma Chawki Tabib, presidente de la Instancia de Lucha contra la Corrupción. “Finalmente, ninguno de los dos partidos en el poder alberga interés en profundizar las reformas democráticas e intentar disponer las condiciones para una efectiva alternancia política”, concluye Ayari.

“La caída de Ben Alí no ha supuesto el fin de su sistema económico. Las antiguas redes clientelares se han reorganizado, e incluso ampliado, gangrenando a la administración, la justicia y los medios, sin olvidar a los partidos políticos. Los gobiernos que se han sucedido se han sustraído de la necesidad de abordar un combate frontal contra la corrupción y los privilegios”, se puede leer en el Llamamiento del 17 de diciembre (de 2017) para la defensa de las libertades y la Constitución, impulsado por destacadas figuras de la sociedad civil tunecina. Desde el pasado 17 de septiembre, los dirigentes del antiguo régimen se hallan incluso protegidos por la denominada ley de reconciliación administrativa que el Presidente del país ha logrado hacer aprobar en la cámara legislativa y que pone fin a cualquier proceso judicial al encuentro de este particular colectivo. Beji Caid Essebsi ha impuesto en el Gobierno a varios ministros provenientes de la Reagrupación Constitucional Democrática (RCD), el otrora partido único de facto bajo el antiguo régimen de Ben Alí. “La voluntad de reconectar con el pasado se inscribe en el proyecto inicial del Presidente, que no ha sido jamás un convencido de los logros de la revolución. Éste considera que atravesamos un momento de desorden que puede conducir al caos y por ello pretende controlar el conjunto del Ejecutivo, ya que el régimen semiparlamentario que consagra la Constitución de 2014, y que otorga el grueso del poder al primer ministro, no le conviene”, estima la investigadora Khadija Mohsen-Finan.

 

Nostálgicos del antiguo régimen

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Presidente tunecino, Beji Caid Essebsi, Fethi Belaid/AFP/Getty Images

“En un contexto de marasmo económico, la nostalgia de un Estado fuerte, a imagen del que el régimen de Ben Alí pretendía defender, se extiende”, considera Ayari. “En paralelo Beji Caid Essebsi retoma la senda modernista de Burguiba sobre cuestiones sociales, aunque se mantiene refractario a la apertura política y a la democracia”, sostiene Mohsen-Finan. En este sentido, el 13 de agosto de 2017 el Presidente abroga una circular de 1973 que proscribe el matrimonio entre una tunecina musulmana y un no musulmán, y reactiva el debate en materia de herencia entre hombres y mujeres, intentando ganarse a los sectores modernistas que habían votado por él en 2014 y que ulteriormente se habían sentido decepcionados por su línea política. Apenas tres semanas después, el 7 de septiembre de 2017, en una entrevista Beji Caid Essebsi arremete violentamente contra el régimen parlamentario, a quien imputa todos los males e ineficacia de su Gobierno. El informe del ICG denuncia la personalización del poder por el Presidente tunecino, quien intenta imponerse como el principal intermediario entre entidades políticas, multiplicando, por ejemplo, los encuentros a puerta cerrada con dirigentes de las principales formaciones y sindicatos del país. “El objetivo de estos encuentros es hacer más opaco el contenido de las discusiones para evitar dar argumentos a la crítica y justificar la utilidad de alianzas u opciones estratégicas convenidas de manera consensual y discreta”, estima un anónimo sociólogo en el informe.

Después de haber situado a su propio hijo al frente de Nida Tunis, Beji Caid Essebsi, que ha rehabilitado al personal político de Ben Alí, parece decidido a volver a la senda de un régimen presidencialista fuerte, sin contrapoderes que lo limiten. El documento del ICG también denuncia que Mohamed Enaceur, presidente de la Asamblea de Representantes del Pueblo (ARP), “gestiona su Parlamento como si fuese un ministerio”. En este sentido, “a pesar del ambiente democrático que la oposición intenta preservar suscitando polémicas y debates, la Asamblea se arriesga a convertirse en una cámara de registro de decisiones políticas tomadas en lo lato, como ocurría bajo el régimen de Ben Alí”, se puede leer en el informe, que evoca como “muchos diputados cambian su posición tras haber recibido una llamada” basándose en el testimonio de un asistente parlamentario entre 2011 y 2014.

“Ante la falta de soluciones a corto plazo, la clase política podría verse tentada por recurrir a las opciones del antiguo régimen. Una fuga hacia el pasado alimentada por la nostalgia de un poder ejecutivo sólido y homogéneo sobre el plan ideológico, capaz de adoptar decisiones firmes, cuando el poder adquisitivo de los hogares era mucho más elevado, incluso entre las clases populares”, estima Ayari. Para los partisanos de la vuelta al antiguo régimen, Túnez no es un contexto apropiado para la democracia, tal y como evidenciarían las recurrentes y enconadas disensiones políticas, la multiplicación de debates estériles y la endémica corrupción. Según Ayari, “retomar la senda del hiperpresidencialismo es una medida que se justificaría por el carácter artificial, no adaptado a la cultura política local, y lo disfuncional de las instituciones constituidas durante el periodo revolucionario”. Además, se considera que la democracia debilita al Estado y que para hacer frente a los desafíos económicos y en materia de seguridad es imperativo concentrar el poder en un Ejecutivo fuerte e ideológicamente homogéneo. No obstante, tal y como concluye el informe del ICG, parece que “la actual deriva autoritaria tiene pocas opciones de concluir con el establecimiento de un régimen comparable al de Ben Alí”. La vitalidad de la sociedad tunecina se antoja el freno fundamental a tales designios. “Las divisiones políticas y socioeconómicas son numerosas, y la libertad de tono se ha instalado en los medios durante los últimos siete años. Las tentativas dirigidas a restaurar un clima de temor entre la población se enfrentaría a fuertes resistencias. La gobernanza no será más eficaz y los conflictos latentes terminarían por resurgir de forma más violenta”, juzga el ICG.

El país es prisionero de una transición sin fin que debilita al Estado y que, ante lo acuciante de la situación, lo orienta hacia el autoritarismo. Es por ello que la solución al actual impasse pasaría por la efectiva implementación de la Constitución de 2014, acelerando la cadencia de las reformas para, entre otros, garantizar la independencia del Parlamento, instalar una Corte Constitucional y poner en marcha una Instancia independiente de control electoral capaz de garantizar la organización y el correcto desarrollo los comicios municipales que, tras haber sido pospuestos en varias ocasiones, debieran celebrarse a la mayor brevedad posible, así como las legislativas y presidenciales previstas para el año próximo, reforzando las condiciones para la alternancia política. Para Ayari, “Túnez debe hacer todo lo posible para evitar la actual deriva autoritaria, tanto para evitar la polarización como el regreso de nuevas violencias yihadistas, y proseguir la ejemplar trayectoria democrática iniciada en 2011. La solución, que está en manos de los decisores tunecinos, reside en avanzar y no en volver al pasado, que se antoja una apuesta arriesgada y, la verdad, poco realista”.