El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, saluda al público durante la ceremonia de inauguración del Jardín Nacional Zeytinburnu en Estambul. (Murat Kula/Anadolu Agency via Getty Images)

El país irá a las urnas el próximo año en medio de una gran incertidumbre económica y de la celebración de los 100 años de fundación de la República turca.

Las imprecaciones dentro del supermercado pueden escucharse desde la calle: “¿¡Cómo os atrevéis a cobrarme esta fortuna por un puñado de pepinos!?”, espeta la clienta a la cajera. Junto a los canastos de frutas y verduras, el reponedor, mohíno, trata de calmar a la furibunda clienta. “Señora, disculpe, pero la etiqueta del precio de los pepinos de la semana pasada, que usted creyó de hoy, no es la correcta. El precio de esta semana es otro”, replica él. “¡Pamplinas! ¡Esto es un robo!”, zanja ella.

El aumento exacerbado de precios alumbra escenas como esta. Aunque la cifra oficial de octubre fue del 83% —récord en 24 años—, el grupo de investigación independiente ENAG, en la mirilla de las autoridades por sus estudios, situó en el mismo mes la inflación en un 186% y, a Turquía, al borde del abismo de la hiperinflación. La cadena de consecuencias es larga. Los empresarios hacen malabarismos para cuadrar presupuestos y cuentas. Los clientes protestan. La incertidumbre campa a sus anchas.

“La alta inflación ha afectado negativamente al estilo de vida no solo de las clases populares, sino también de las medias. El presupuesto familiar está dedicado primariamente a comida, vivienda y transporte”, recuerda el economista turco Mustafá Sönmez. Estos son, precisamente, los bienes que más han subido. “El resto de gastos se cortan constantemente, la calidad de lo que se compra está en declive, se fuerzan ajustes en la energía que se traducen en ahorros en usos domésticos”, subraya.

Al frente hay un Gobierno obsesionado con ir a las urnas a mediados del próximo 2023, cuando se celebren en paralelo elecciones legislativas y presidenciales, exhibiendo datos de crecimiento lustrosos. El método con que quiere lograrlo es manteniendo los tipos de interés bajos y rebajando a la vez la inflación. Un desafío a los planteamientos clásicos de la economía, que dicen lo contrario, y que por el momento están pagando los turcos de a pie que, para colmo, han visto la lira turca depreciarse un 73% en tan solo un año.

La gente se para junto a una oficina de cambio de divisas en el Gran Bazar de Estambul el 5 de mayo de 2022 en Estambul, Turquía. (Burak Kara/Getty Images)

“Hay una brecha de 71 puntos entre la tasa de interés y la inflación. De alguna forma, el interés ha perdido su significado como controlador de la inflación”, destaca Sönmez. Así que el Gobierno “tratará de mantener vivo el consumo con tipos de interés bajos. Además, realizará enormes subidas del salario mínimo y de las pensiones de los funcionarios, sin tener en cuenta la inflación que comportará [el previsible aumento de] la demanda. 

Si lo conseguirá, es un misterio. No en vano, cuando los encuestadores de Gallup preguntaron recientemente a los turcos si habían estado enfadados el día anterior, un 48% respondió que sí. De todos los países del mundo, solo el perennemente atribulado Líbano puntuó por encima de Turquía en el ránking. Al preguntarles si habían sufrido estrés, un 64% de los turcos asintió. Solo libaneses y afganos les superan en proporción.

Así entra Turquía en 2023, en cuyo 24 de octubre se conmemorará un siglo del día en que el militar Mustafa Kemal, a quien darían el título de Atatürk —"Padre de los turcos"— proclamaría una República laica, moderna y de talante democrático con un pie en Asia y otro en Europa. Las circunstancias de aquel acto, consecuencia de una victoria en el campo de batalla frente a una serie de potencias coloniales y de la firma del crucial tratado de Lausana, tienen el poder de galvanizar a la sociedad turca de hoy.

Aún marcando todavía a fuego desde la escuela los seis principios —o flechas— que el kemalismo asentó en 1923, este pueblo de 80 millones, un 16% de los cuales tiene entre 15 y 24 años, dista de ser monolítico. En 1946 tuvo sus primeras elecciones multi-partido. El posterior auge del islamismo hizo tambalear su esencia laica, que los militares creyeron defender en tres ocasiones a golpe de bayoneta. No ha sido hasta cumplirse el siglo que Turquía parece haberse sacudido el yugo castrense. 

La paradoja fue que la ofensiva contra la vieja guardia laicista que comenzó a mediados de los 2000, con Erdogan al mando, supuso el punto de partida de la cadena de hechos que desembocaría en otro golpe de Estado sangriento y fallido. La infiltración en el aparato de Estado de los acólitos del predicador y antiguo aliado del AKP Fetulá Gülen, organizados como una suerte de Opus Dei islámico e implicados en la asonada, dejó en evidencia un Estado carcomido por corruptelas y nepotismo.

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, pronuncia un discurso durante un concierto celebrado en el marco del centenario del Día de la Victoria de Turkiye. (TUR Presidency/ Murat Cetinmuhurdar/Anadolu Agency via Getty Images)

2023 tenía que ser un año de fastos pomposos en los que no escatimar en gastos. Al fin y al cabo, son contados los casos de éxito de países nacidos de una guerra de ocupación que acaban colocándose —valga la paradoja— como la 23ª economía mundial. Con lo que no contaba Recep Tayyip Erdogan, el líder que trata de proyectarse como un nuevo Atatürk a golpe de reforma, es que en el momento de descorchar el champán su país estaría pasando por uno de sus momentos más bajos en dos décadas en el poder.

Erdogan lidera el Partido Justicia y Desarrollo (AKP), un partido de orientación piadosa y reformista nacido al calor de la deblacle económica de 2001. Ante las élites se presentó como una versión islámica de los democristianos alemanes, una solución liberal y libre de fundamentalismo religioso. A las bases se las ganó cooptando las tradicionales redes de apoyo a los más vulnerables, muchas ligadas a instituciones religiosas. Aunando a ambos, el AKP se convirtió en una máquina electoral casi perfecta.

Lo atestiguan los números. Desde que el AKP irrumpió en 2002 con un 34% de votos, la formación se ha mantenido arriba en las elecciones generales a pesar de los vaivenes políticos y sociales, en algunos casos rozando el 50%. Solo tras los comicios de junio de 2015, con Erdogan ascendido a una Presidencia entonces simbólica, y tras un acercamiento al separatismo kurdo que el líder acabaría revirtiendo radicalmente, la imposibilidad de formar una mayoría para Gobernar dejó al AKP en vilo.

Pero en noviembre de ese año el AKP se impuso en la repetición electoral gracias, en gran parte, a las dotes para la supervivencia política de un Erdogan que solo cree en alguien más que en él: Dios. Hijo de inmigrantes piadosos de la región del Mar Negro, principal comunidad que habita en su Estambul natal, el Presidente ha sabido venderse como un hombre del pueblo hecho a sí mismo y victorioso. Un relato clásico, pero que le ha servido para ocupar el imaginario colectivo de un pueblo en busca de referentes.

Fuera de Turquía, sin embargo, la admiración hacia la figura del reis hace tiempo que se tornó recelo, cuando no desdén en algunos círculos políticos con anclas en el pasado. En los pasillos de Bruselas se le ha aplaudido por su cooperación en lucha antiterrorista o en la contención de la inmigración del mismo modo que, con discreción, salvo por las periódicas protestas del relator del Parlamento Europeo para Turquía, se han cerrado casi por completo las puertas al país para ingresar en la UE.

Los argumentos son múltiples: persecución y encarcelamiento de periodistas y críticos, presión política para desmantelar la oposición kurda usando las restrictivas leyes antiterroristas de ariete o, más recientemente, diatribas inflamadas contra grupos minoritarios como el colectivo LGTBI. Acusaciones de “pervertidos” o de ser agentes de fuerzas extranjeras decididas a destruir Turquía han salido de la boca del ministro del Interior, Süleyman Soylu, quien estaba llamado a ser delfín del Presidente. 

Dimitar Bechev, autor de Turquía bajo Erdogan, cómo un país se apartó de la democracia y Occidente, resume el plan del líder para llegar a 2023 reivindicándose como un nuevo Atatürk piadoso: “Primero, hacerse con el control del Estado y de la narrativa que este impulsa. Esto le permitió reetiquetar a Atatürk, de ‘occidentalizador’ a ‘nacionalista/soberanista’”, explica. Respecto a su papel en la guerra de Independencia, este experto indica qué enfatiza Erdogan: “Mustafa Kemal movilizó al Islam”.

“Esta apropiación se basa en material histórico, pero al mismo tiempo permite al AKP competir con los seculares turcos a nivel simbólico”, apostilla Bechev. Este factor se ha convertido en una auténtica kriptonita para la oposición, cuyo principal partido es justamente el CHP, el partido que fundó Atatürk. En una sociedad mayoritariamente de derechas y nacionalista, donde además el AKP gobierna de la mano de los ultranacionalistas del MHP, el reto para sus rivales es que el votante pueda distinguirlos.

Los opositores llevan meses esforzándose para evidenciar las diferencias. Su éxito es desigual. En las elecciones locales de 2019 el CHP logró colocar en la alcaldía de Ankara a Mansur Yavas, un conservador surgido del MHP; en Estambul lo consiguieron con Ekrem Imamoglu, otro descendiente de piadosos del Mar Negro con un carisma que, por momentos, recuerda al del mismo Presidente. Para las próximas presidenciales el reto es mayúsculo: ¿Quién puede derrotar al jamás derrotado Erdogan?

Para decidir un nombre y su programa, la oposición ha organizado una mesa de seis partidos diversos, lo cual ilustra los efectos de años de polarización. En ella se sientan Alí Babacan y Ahmet Davutoglu, respectivamente exministro de Finanzas y exprimer ministro del AKP; o Temel Karamollaoglu, un islamista sin reparos en acusar a Erdogan de no ser un verdadero fiel. Las dos principales sillas son las de Meral Aksener, líder de una escisión del MHP más liberal, y Kemal Kiliçdaroglu, jefe del CHP.

De Kiliçdaroglu se destaca a menudo su falta de carisma y la colección de derrotas frente al AKP que atesora desde su ascenso al liderazgo, en 2010. Pero también puede verse de otra forma: durante todo este tiempo de sinsabores, ha sabido mantener bajo una misma cúpula a todas las facciones de lo que antaño fue el partido atrapatodo por antonomasia. Si Yavas lo tiene difícil para apelar a la izquierda, e Imamoglu tiene un estilo que no gusta a todos, Kiliçdaroglu surge como quien menos rechazo genera.

Si Kiliçdaroglu será el candidato que elija la mesa de seis todavía es un misterio. Él lleva meses dejando constancia de su interés. Por su parte, Aksener, con experiencia de Gobierno, y cuyo IYI Parti ya supera en intención de voto al partido matriz, ha dejado caer que se conformaría con un segundo puesto. Pero frente a un Erdogan con los recursos del Estado a mano y el favor de unos medios cultivados a base de colocar a sus acólitos en el accionariado, hace falta algo más que un rostro: un mensaje distintivo.

De todos los factores que pueden determinar el comportamiento del votante en este 2023, la economía es, para la mayoría de expertos, el campo de batalla donde se disputarán los comicios. Erdogan lleva desde el pasado verano preparando el terreno, aprobando medidas para facilitar el día a día de los turcos: techo al aumento del precio de la vivienda, nuevos pisos de renta barata, incentivos fiscales para los costes de la energía, descuento en las facturas de gas y electricidad o ayudas al transporte estudiantil.

“Su objetivo es mantener al votante contento hasta que llegue el momento de ir a votar”, explica Sönmez. “Pero no se sabe muy bien si funcionará, ya que cada uno de estos movimientos tiene efectos colaterales en forma de más inflación”. “La popularidad del Gobierno se ha resentido debido al deterioro económico. En este momento, los números tanto del AKP como de Erdogan en las encuestas están en bajones históricos”, sostiene Sinan Ülgen, exdiplomático y director del think tank Edam.

La web James in Turkey hace un seguimiento mensual de las encuestas electorales y las promedia. Su último dato, de agosto pasado, situaba a Erdogan a la cabeza con un 29,9% de votos, y a su principal competidor, el CHP, con un cercano 27,3%. La disputa caía del lado opositor si se contaba con el 14,9% estimado del IYI Parti, frente al 6,8% del MHP. Contando con que Erdogan se presentará a la reelección, los datos muestran que, en función del candidato opositor, el Presidente podría no tener opciones.

Con una disputa tan ajustada, si no se producen cambios significativos, el nombre de la persona que disparará los fuegos artificiales del centenario de Turquía lo pueden decidir los matices y las pequeñas batallas culturales. “La economía es sólo un factor en la determinación de las preferencias del votante”, apunta Ülgen. “Hay otros, como la identidad. Y esta es la razón por la que, a pesar del declive económico, la erosión del apoyo popular a Erdogan se ha estabilizado”.

Según explica, “hay parte del electorado turco” que “esencialmente vota en base a cuestiones identitarias. Esencialmente se trata de personas que tienen ciertas creencias sobre el rol de la religión, que son socialmente más conservadores y que, al margen de lo que le ocurra a la economía, seguirán votando al AKP y a Erdogan”. Otra motivación, prosigue, es el nacionalismo. “Este atributo identitario no pertenece solo al AKP-MHP, también los tienes en el campo opositor”, recuerda.

Refugiados sirios planeando entrar a Grecia ilegalmente via Edirne para llegar a Europa. (Cem Tekkesinoglu/dia images via Getty Images)

No casualmente, los últimos años han estado marcados por los esfuerzos de Recep Tayyip Erdogan de capitalizar a su favor toda causa nacionalista: los encontronazos con la UE a causa de la inmigración, las sucesivas operaciones militares en Siria contra las fuerzas kurdas, la reconversión de Santa Sofía en mezquita o las disputas marítimas con Grecia. Salvo en la cuestión del templo y en algunos pequeños matices respecto a Siria, la oposición no ha confrontado ideológicamente tales acciones.

Un ejemplo es el conflicto kurdo, convertido en una patata caliente para todo aspirante al poder. Tras el fracaso en 2015 del proceso de paz que involucró a la guerrilla PKK, a Erdogan y al partido HDP, Ankara declaró la guerra total. La oposición secundó toda operación militar en Siria y no ha confrontado el encarcelamiento de líderes políticos kurdos hasta más recientemente, cuando Kiliçdaroglu demandó la liberación del filántropo Osman Kavala —en la mirilla de Erdogan— y del político Selahattin Demirtas. Una interpretación de esta posición la relaciona con el tacticismo político: el CHP se ve obligado a contentar a una fracción de votantes nacionalistas recalcitrantes; pero sabe que solo cortejando al voto kurdo, ni que sea ese voto de izquierda no nacionalista que también representa el HDP, puede inclinar a su favor la contienda electoral. Al mismo tiempo, Kiliçdaroglu necesita ganarse el favor de los piadosos que, por afinidad, votarían por defecto al AKP.

Esta tácticas explica que, a principios de octubre, Kiliçdaroglu anunciara la presentación de un borrador de ley para garantizar la libertad de las funcionarias turcas a llevar velo en el puesto de trabajo. Fue un gesto sonado porque fue justamente décadas de veto laico radical del CHP, a la presencia de chicas con velo en el funcionariado y la universidad, lo que Erdogan ha usado repetidamente de argumento estrella para solidificar su base de apoyo frente a su principal rival. 

Con todo, Sinan Ülgen responde escéptico ante la pregunta de si estos movimientos de Erdogan pueden granjearle la popularidad requerida para desmarcarse de la oposición en este momento. “El nacionalismo no va a ser el factor determinante porque no proporciona una gran diferencia de actitudes entre la oposición y el Gobierno. Sin embargo”, advierte, “el nacionalismo puede servir para convencer a los indecisos para ir a votar. Es un factor de movilización, y por eso el nacionalismo es importante”.

El promedio de indecisos en un cara a cara entre Erdogan y los tres mejor situados para confrontarlo ronda el 25%. “Algunos son quienes no irán a votar y otros son indecisos reales. Por lo tanto, enfatizar discursos que tienen que ver con el nacionalismo o la religión está diseñado para movilizar al electorado y atraer a la mayor porción de indecisos. En este contexto, la oposición ha sacado una munición política tan efectiva en un entorno nacionalista como peligrosa por sus efectos: el discurso antiinmigración. 

En un momento en que la economía flaquea, desde diversos estamentos opositores, en especial desde el CHP e IYI, se ha señalado a los 3,5 millones de sirios registrados en Turquía como parte del problema. Una de las propuestas estrella expresadas por Kiliçdaroglu es hacer las paces con el Gobierno sirio y devolver al país, en un plazo de tres años, a todas las víctimas de la guerra, algunas de ellas asentadas desde hace una década y con hijos nacidos en suelo turco.

Las consecuencias fuero instantáneas. La proyección de muestras de rechazo a la población siria, y por extensión a otras comunidades venidas del Este como afganos o iraníes ha ido a más. En algunos casos, tras crímenes o rumores sobre crímenes inexistentes cometidos por sirios, turbas de ciudadanos turcos han acosado a la población inmigrante. Arrastrado a esa arena por el éxito en las encuestas de la oposición, el mismo AKP que durante años defendió su política de acogida de sirios da marcha atrás. 

“Tengo miedo hasta de salir a la calle. Si la Policía te para, cabe la posibilidad de que te expulsen al momento”, lamentaba un joven periodista pocos meses antes de que él mismo, a raíz de publicar un tuit crítico con el Gobierno, fuese detenido y posteriormente liberado con una orden de expulsión. El Ministerio del Interior, que ha desplegado agentes para comprobar casa por casa la documentación de residencia de los extranjeros en Turquía, eleva a más de 19.000 los sirios devueltos a su país en los últimos tiempos.

Mientras tanto, en Bruselas sigue sin llamar la atención que un partido que se reivindica como socialdemócrata como el CHP encabece la defensa de políticas antiinmigración. “Si la oposición quiere gobernar, debería contar mejor sus planes; y si la UE quiere relacionarse con un Gobierno nuevo, debería intentar entender un poco más como sería el futuro”, concluye Ilke Toygur, académica experta en política turca y comunitaria e investigadora del CSIS.

En este 2023 también se cumplirán 18 años del disparo de salida del proceso de integración turco en la Unión Europea. El balance hoy no podría ser más desalentador. Los desencuentros, en particular las denuncias de Bruselas a la fiscalización de los opositores, han dejado el proceso congelado. “Bruselas y las capitales relevantes están esperando a ver qué pasa en las elecciones”, asevera Toygur. “El problema entre Turquía y la UE no es solo de democracia o de derechos humanos, sino también de política exterior”.

En este campo, Gobierno y opositores han dado más muestras de unidad que de divergencia. Hace tiempo que Ankara abandonó la doctrina "cero poblemas con los vecinos", impulsada por Davutoglu, para forjar un área de influencia en su región usando la diplomacia, el comercio o las armas, a convenir. Donde la confrontación ha dejado de ser rentable, como en Arabia Saudí, Israel, Egipto e incluso Siria, los turcos han pasado a perseguir, de forma más o menos visible, un acercamiento cordial.

Es en el frente exterior donde las diferencias entre la UE y Turquía más se han evidenciado más este año. La escalada retórica a raíz de varios encontronazos en el mar y de la presencia militar griega en islas próximas a Turquía —una vulneración, según Ankara, de los acuerdos de Lausana— ha hecho temer afuera un choque armado. En verdad, era munición electoral para unos y otros. Más llamativo ha sido el papel que ha buscado Turquía en la invasión rusa de Ucrania, lejos del posicionamiento occidental.

Sin renunciar a la venta a los ucranianos de sus avanzados drones Bayraktar TB2, Turquía ha tratado de mantener una posición equidistante con ambos contendientes. No es para menos. La Administración Erdogan, que sufrió en 2014 y 2015 un duro bloqueo ruso como consecuencia del derribo de un avión de combate en la frontera turco-siria, no puede permitirse una debacle económica mayor. Hoy, el país se ha convertido en un destino preferente de turistas rusos y, pese a las restricciones bancarias, en su depósito.

Semanas antes de la invasión, las importaciones de cereales ucranianos a Turquía habían crecido un 34%. Rusia y Ucrania eran, por ese orden, primer y segundo exportador de grano a suelo turco. Tal era la dependencia que, durante los primeros meses del conflicto, diplomáticos ucranianos acusaron a importadores turcos de adquirir cargas de trigo obtenido de zonas ocupadas por Rusia. Luego llegó el acuerdo sobre los cereales, donde el Gobierno tuvo un papel esencial juntando a rusos y ucranianos.

Avatares de la historia, quien ayer era señalado en Bruselas como un enemigo de la democracia es hoy aplaudido como un mediador solvente. Paradoja y prueba de que, independientemente de quién venza en las urnas, Turquía y la UE están llamadas a forjar, si no una integración completa, al menos una forma de asociación que permita amplificar influencias por toda Eurasia, abordar los numerosos retos comunes a banda y banda del Mediterráneo y dialogar, mucho, sobre democracia y derechos humanos.