Policía antidisturbios turca durante una manifestación en Estambul, noviembre 2016. Yasin Akgul/AFP/Getty Images
Policía antidisturbios turca durante una manifestación en Estambul, noviembre 2016. Yasin Akgul/AFP/Getty Images

Meses después del intento de golpe de Estado en Turquía, el Gobierno de Ankara ha optado por perseguir a los elementos opositores y competir en el marco del liderazgo político regional.

“Es el triunfo de la democracia de Alá”. Con estas palabras Mehmet expresaba su euforia, un estado de plenitud y alegría que se perpetuaría durante semanas en las plazas de la capital, Ankara. Cuatro meses han pasado desde que fracasara la intentona golpista en el país anatolio y son los islamistas, los piadosos y oprimidos durante años por el estricto kemalismo, los seguidores del presidente Receyp Tayyip Erdoğan, quienes desde entonces abrazan la victoria.

Sin embargo, la jornada más negra para la historia del Gobierno de Erdogan dejó 240 muertos, miles de heridos y una estela de miedo que aún subsiste. Nazli Dursun  −nombre ficticio por cuestiones de seguridad− es profesora de periodismo en la Universidad de Ankara. Tras su regreso de Estados Unidos, donde ha desarrollado parte de su carrera profesional, confiesa haber encontrado un país muy diferente: “No recuerdo jamás haber visto esta Turquía. Tener que tapar mis hombros por las críticas de los islamistas en el transporte público”. La académica y periodista además, expresa sus temores: “Tengo miedo a hablar, a dar mi opinión. La situación es muy compleja en el país, nos están despidiendo y deteniendo a todos”, confiesa.

Ya no existe una oposición en Turquía, nadie alza la voz contra el sultán de Europa. Más de 100.000 personas han sido despedidas de sus puestos de trabajo desde que tuviera lugar la asonada. Además, más de 51.000 personas han sido detenidas y 27.000, entre ellas 120 periodistas, continúan arrestadas. La falta de espacio en las cárceles ha obligado a crear prisiones improvisadas en pabellones deportivos. Por este motivo, el Ejecutivo turco empezó a liberar a unos 38.000 delincuentes comunes para dejar paso a los supuestos “golpistas”. Según el experto en sociología en la universidad de Hacettepe, Barish Tugrul, “es el miedo a otro intento de golpe lo que circula en los medios controlados por el Gobierno. Esto se utiliza como un mecanismo de poder absoluto para aprobar los decretos que en condiciones ordinarias, se encontrarían con una oposición fuerte por parte de los kemalistas, el Partido Republicano del Pueblo (CHP), los ultranacionalistas, el Partido de Acción Nacionalista (MHP) y, sobre todo, por los prokurdos, el Partido Democrático de los Pueblos (HDP)”. Además, desde el pasado 19 de octubre, el estado de emergencia ha sido oficialmente prolongado por tres meses más, es decir, que hasta principios de año el Gobierno de Erdogan podrá legislar sin encontrar en la oposición a nadie que le frene.

Por su parte, el experto en Relaciones Internacionales en la Universidad de Gazi, David Hernández, matiza: “la nueva Turquía está en un proceso de reforma estatal, económica y social. La depuración ha dejado instituciones inservibles, como la Educación y la Justicia, que son la base de cualquier sociedad. Cuando se reforma y mantiene en plantilla solo personal de una cierta corriente ideológica, es decir, acólitos al Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), que lidera el Gobierno, problemas como la impunidad, corrupción y criminalidad son los que surgen. Es el resultado de este estado de emergencia el que va a determinar hacia dónde va la Nueva Turquía”.

La “gran limpieza”, como la denominó el presidente Erdoğan, ya no se dirige únicamente contra los miembros y seguidores de la cofradía del clérigo Fetulá Gülen, a quien Ankara señala como el responsable de la asonada. Ahora son los seculares, los defensores de la Constitución, los laicos, kemalistas, los kurdos y los socialdemócratas, los que han sido destinados al ostracismo político y social. La Nueva Turquía vende a la opinión pública una imagen de unidad y fuerza que choca con la realidad de una sociedad totalmente fragmentada. “Turquía no tiene una democracia real pero las purgas llegan tarde contra gülenistas y kurdos. Los gülenistas son muy peligrosos para el Gobierno, la república y la democracia. No se puede negociar con los terroristas”, responde exaltado el estudiante de periodismo Dincer Bilgener, que aunque no se considera seguidor del Presidente, tampoco disiente con las reformas encabezadas por el Ejecutivo durante el estado de excepción, especialmente las dirigidas contra el movimiento de Gülen.

Hasta 2013, el Gobierno de Erdoğan mantuvo excelentes relaciones con la secta gülenista sufí con quien se alió en su lucha contra los enemigos del islam, los seculares y kemalistas. Sin embargo, después de que su aliado destapara mediáticamente el mayor escándalo de corrupción del país, que salpicó directamente al Presidente, su gabinete de ministros y su círculo familiar, la relación entre ambos titanes políticos se tornó en confrontación. “Poniendo en marcha un proceso de purga a tal escala, el AKP ha limpiado miles de puestos burocráticos altamente cualificados, en los que en realidad, nunca ha invertido. Este trabajo lo hacía el movimiento Hizmet. Por ello, a día de hoy, por mucho que Erdoğan no se lleve bien con los kemalistas seculares, los necesita para que la estructura estatal siga funcionando. Mientras, busca otras alianzas posibles con otras sectas u órdenes religiosas con menor capacidad. Últimamente observamos un acercamiento hacia las órdenes religiosas de Menzil −próximos a la facción islamista Naksibendi− o los Süleymanlar −cuya sede central se encuentra en la región de Antalya−”, comenta Tugrul. Sin embargo, la baza política de Erdoğan pasa por los ultranacionalistas. Con el apoyo de los lobos grises, Erdogan está cerrando las puertas a una posible reforma presidencialista, tal y como asegura el líder del opositor partido HDP, Selahattin Demirtaş. “Erdoğan ha manejado bien la gestión política postgolpista para sus propios intereses y para poder llevar a cabo su proyecto principal: establecer un sistema presidencialista con todos los poderes en la mano y así acabar con el poder legislativo del Parlamento y el poder ejecutivo del Gobierno”, afirma el experto.

La falta de transparencia en las instituciones públicas ha obligado al Consejo Europeo de Jueces a  manifestar su intención de apartar a Turquía como miembro observador, al considerar que los poderes judicial, ejecutivo y legislativo han dejado de ser independientes en Turquía. Algo que no preocupa en lo más mínimo al Gobierno turco, centrado ahora en cuestiones regionales. La crisis interna se ha desviado de la agenda mediática y mientras el pueblo anatolio intenta recuperar la normalidad de la vida diaria, Erdoğan insiste en su presencia en el campo de Bashika, situado a escasos kilómetros de Mosul, centro financiero del autodenominado Estado Islámico (Daesh) desde donde dice va a combatir a los terroristas y su lucha contra las guerrillas kurdas de la región.

Soldados turcos conducen un tanque dirección a Siria. Bulent Kilic/AFP/Getty Images
Soldados turcos conducen un tanque dirección a Siria. Bulent Kilic/AFP/Getty Images

El Ejecutivo turco ha desarrollado diversas operaciones antiterroristas en la capital y el sureste del país, concretamente en la ciudad kurda de Diyarbakir, donde hasta 20 sospechosos de pertenecer al Daesh han sido detenidos recientemente. Operaciones que chocan con la permisividad que durante cinco años ha mostrado Erdoğan respecto al grupo terrorista en sus fronteras. “Habiendo finalizado el proceso de paz en Turquía con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), la idea era presionar a los kurdos abriendo otro frente en el Kurdistán norte y así dañar su capacidad militar que se había enfocado solamente en el Daesh hasta entonces”, asegura Tugrul.

Atrás queda la política de “cero problemas” desarrollada en antaño por el Gobierno turco. Ahora, la nueva estrategia en el marco de la política exterior pasa por enfrentar a los vecinos con quienes el país compite en el marco del liderazgo político regional. Tal y como explica Tugrul, “Turquía tiene problemas con Siria e Irak, una enorme crisis de refugiados y además los históricos conflictos de Chipre y Armenia”.

No obstante, la baza ganadora de Erdoğan lleva el sello del islam. “Con los países del Golfo, como Arabia Saudí y Qatar, las relaciones son muy buenas, tan buenas que se declararon tres días de luto oficial cuando murió el Rey saudí y ni un día de luto cuando el Daesh masacró a unos 100 manifestantes en el pleno centro de la capital Ankara. No obstante, esta relación cercana se debe a los intereses económicos: la burbuja en el sector inmobiliario en Turquía no explota gracias al dinero efectivo que llega de los países ricos en petróleo y el comercio de oro oculto, es decir, lavado de dinero con Irán. Bajo estas condiciones y teniendo en cuenta la coyuntura actual de Oriente Medio, el llamado neootomanismo será un sueño utópico”, explica el experto, que incide en la importancia de otro actor fundamental en la región, Daesh. La presencia del Estado Islámico en Turquía parece estar pasando factura a Ankara, que en los últimos meses ha decidido cambiar de estrategia y mostrarse menos laxo hacia la organización terrorista-criminal. “Turquía no lucha contra el Daesh, Turquía negocia con el Daesh y esta negociación tiene aspectos políticos, económicos y estratégicos. Daesh es un aliado perfecto: lucha contra el régimen de Al Assad, contra los kurdos, contra las minorías religiosas, etcétera. Si necesitas un actor político-militar para que te haga el trabajo sucio, no creo que haya mejor opción”, asegura Tugrul, que insiste en que el Ejecutivo turco no ha sido especialmente activo durante el último lustro en combatir a la organización en la región. Según Bilgener, “las operaciones de la coalición contra el Daesh son un teatro. Sin embargo, no creo que el Gobierno turco quiera negociar con los yihadistas. Ya lo hizo en el pasado y fue culpado de ello, no creo que sigan cayendo en el mismo error”.

Todos estos factores resultan clave en el rumbo de la Nueva Turquía, un país que tradicionalmente carece de cultura democrática y que sufre de cuestiones estructurales y de las tensiones con las minorías étnicas y religiosas, a quienes el Gobierno oprime desde hace décadas. “La atomización y el odio −concluye Tugrul− nunca habían sido tan claros y explícitos. En Turquía es fácil hacer política jugando con estas sensibilidades, pero hay que tener en cuenta que todos los líderes que buscaban sus propios intereses de esta forma lo pagaron con su vida o con su carrera política, y el tiempo nos mostrará si Erdoğan va a tener un destino diferente”.