Imagen de Estambul entre las banderas de la UE y de Turquía. Chris McGrath/Getty Images

Así es como están las relaciones entre Bruselas y Ankara tras el referéndum de reforma constitucional turco.

La incorporación o no de Turquía a la Unión Europea ha estado siempre presente en el debate sobre el futuro de Europa. Inmovilismo, dudas y miedos han sido las características de las relaciones entre ambos. Con Alemania y Francia como principales opositores a la incorporación del Estado turco. Primero el francés Nicolás Sarkozy en 2007 y más tarde la alemana Ángela Merkel ralentizaron las negociaciones de adhesión hasta que el actual presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, dijo basta. Y lo dijo en un momento crítico de la historia de la UE, durante la triple crisis que viven las instituciones comunitarias: económica, política, de valores y del incremento de la inestabilidad en las fronteras. En el Este, con la crisis en Ucrania y la congelación de las relaciones con Rusia, y también en el Sur, con las revueltas árabes y sus consecuencias, la guerra en Siria y la crisis humanitaria en la región. Pero también en el ámbito interno, crisis del euro, Brexit y una mayor presencia de las fuerzas de extrema derecha nacionalista en las instituciones.

Una de las iniciativas que se tomaron en este contexto fue el acuerdo entre la UE y Turquía en relación a la contención de los flujos de refugiados. En esta declaración, que no tratado internacional, Bruselas se comprometía a dar cuantiosas sumas de dinero al Gobierno turco, así como la reanudación de las conversaciones del proceso de adhesión, siendo el principal punto de la agenda la liberalización de visados para los ciudadanos turcos. Esta no era la primera vez que la UE se movía por intereses geoestratégicos, ni probablemente será la última.

 

La clave, la geopolítica

Las relaciones entre Turquía y la UE se sitúan en un contexto de postguerra fría donde el país otomano juega un rol esencial en el ámbito de la geopolítica global, papel que nunca ha dudado en utilizar como herramienta de aproximación a la UE. Y hasta ahora le ha funcionado. En 2012 el proyecto Nabucco, la construcción de un gaseoducto que atravesaría Asia Central y entraría en la UE vía Turquía con el objetivo de frenar la creciente dependencia energética europea de Rusia, avanzó de manera importante. A cambio del compromiso político turco en este proyecto, y tras tres años de parálisis, la UE abrió la negociación del capítulo 22 sobre políticas regionales. Es curioso que este pequeño impulso negociador coincidiera en el tiempo con el comienzo de la crisis en Ucrania y el temor por parte de las capitales europeas de una nueva guerra del gas. Quizás por eso Alemania desbloqueo precisamente entonces el proceso de adhesión.

El bloqueo de las relaciones de Bruselas con Rusia tras la anexión de Crimea y la mutua imposición de sanciones, sumado al apoyo incondicional prestado por parte de Moscú al régimen sirio, con el objeto de seguir manteniendo una importante influencia en Oriente Medio y controlar el avance del Daesh, hizo que lo intereses de Moscú chocaran de manera espectacular con los de Ankara. El punto culminante fue el derribo de un caza ruso a finales de noviembre de 2015, lo que agravó de manera sustantiva la posición negociadora de la UE.

 

El Acuerdo entre la UE y Turquía

Una vez más se enfrentaban entre sí las dos almas sobre las que se construye Europa. La defensa de los derechos fundamentales y la democracia frente a la ansiosa búsqueda de la seguridad y estabilidad en sus fronteras más inmediatas. El recrudecimiento de la crisis en Siria, y la emergencia humanitaria por la que están pasando miles de personas en un éxodo interminable hasta llegar a territorio europeo, hizo reaccionar a Alemania. Berlín se aproximó a Ankara a través de la oferta de aceleración de las negociaciones con Turquía si ésta colaboraba con la gestión de estos flujos de personas. El dilema quedaba una vez más resuelto a favor de la realpolitik más pragmática.

Chaquetas salvavidas apiladas en la isla de Lesbos. Lousia Gouliamaki/AFP/Getty Images

En estas circunstancias era esencial acercarse a Turquía para frenar la llegada de personas en búsqueda de protección internacional y la UE tenía que resolver esta cuestión a cualquier precio. Y así lo hizo. Durante el primer trimestre de 2016 ambas partes llegaron a un acuerdo. La UE, además de declarar país seguro a Turquía, se comprometía a proveer de ayuda económica al país, así como a continuar de manera proactiva con el diálogo sobre la liberalización de visados, así como a abrir el ya mencionado capítulo 17 y preparar la documentación específica para abordar los capítulos 23 y 24 sobre asuntos de justicia e interior. Por su parte, Turquía adaptaría su normativa nacional con el derecho internacional en materia de asilo y protección de Derechos Humanos, así como a colaborar con la UE en el control de fronteras a través de la Agencia Frontex. El compromiso también concernía a la aplicación eficaz de los acuerdos bilaterales de readmisión firmados entre Rumanía, Bulgaria y Grecia con Turquía, y que nunca se habían llegado a implementar de manera concreta. A cambio, la UE se comprometía a reasentar en territorio europeo a una persona por cada una deportada desde Grecia.

Este conjunto de medidas, de compromisos aparentemente muy realistas y razonables, seguían además la línea marcada por el European Stability Initative, un think tank especializado en el sureste europeo y en los procesos de ampliación, que a través de un documento estratégico planteaba la necesidad de declarar a Turquía como país seguro o asegurar la aplicación de los acuerdos de readmisión de manera inmediata, entre otras medidas, lo que vulnera de manera clara y realista el derecho internacional en relación con el principio de no devolución. El objetivo último, tal y como queda reflejado en la documentación, es la consecución de la liberalización de visados lo antes posible (se estimó entonces que finales de 2016 era una fecha razonable) por parte turca y el freno a las llegadas masivas por parte europea. Sin duda es importante remarcar que el camino para la negociación con Turquía se realizó vía Berlín y desde premisas intergubernamentales. Ni la Alta Representante de la UE, Federica Mogherini, ni ninguna otra institución comunitaria intervinieron. De hecho, no se puede hablar de un acuerdo internacional, sino de una declaración no vinculante en el plano normativo, puesto que ambas partes se comprometen políticamente al cumplimiento de una serie de puntos previamente negociados ante el asombro de los ciudadanos, las organizaciones de Derechos Humanos y una gran parte de eurodiputados, que pusieron en marcha la vía judicial correspondiente.

En cuanto a los objetivos que tanto Ankara como Bruselas perseguían, a todas luces sólo se han cumplido en parte. Ha habido un drástico descenso del número de llegadas a territorio europeo desde la puesta en marcha del acuerdo. Según datos de la Organización Internacional para las Migraciones, si en primer trimestre de 2016 llegaban a la UE 163.273 personas y se registraban 554 muertes en el Mediterráneo, en el mismo periodo de 2017, con el acuerdo en marcha, las llegadas se habían reducido hasta las 25.170, mientras que el número de muertos había aumentado, 559. Esto nos da una pista sobre los principales efectos del acuerdo. Menos llegadas sí, pero mayor mortalidad. En todo caso, el objetivo de Bruselas, tal y como se manifiesta en el informe sobre la implementación del acuerdo, se ha cumplido con la reducción del número de llegadas. Por el contrario, no se puede decir lo mismo de la cuestión de la liberalización de visados.

 

Y tras el referéndum turco, ¿qué?

En este contexto de apenas año y medio se han sucedido de manera vertiginosa los acontecimientos en torno a Turquía. Tras la firma del acuerdo con Bruselas, un intento de golpe de Estado que dio lugar a una implacable represión ha reforzado el carácter autoritario de Erdogan. Nada nuevo si recordamos la manera en que las autoridades turcas pusieron fin a las movilizaciones ciudadanas contra la desaparición del Parque Gezi en 2013. En todo caso parece claro que el resultado del referéndum a favor de las posiciones del Presidente turco va a tener un efecto transformador del sistema político, pasando de república parlamentaria a presidencial con amplios poderes para el Ejecutivo. La incertidumbre en todo caso es amplia. Lo ajustado del resultado y las posiciones altamente polarizadas hacen que debamos ser cautelosos ante futuros acontecimientos.

En todo caso, algo que parece que ha funcionado a Erdogan ha sido la utilización del enfrentamiento con diversas autoridades europeas. Dos tercios del voto de la diáspora han votado a favor del Gobierno. Sin duda, la prioridad fundamental de Ankara a partir de este momento va a ser la liberalización de los visados. Un día antes de la consulta el ministro de Asuntos Exteriores turco volvía a reiterar la necesidad de ejecutar la liberalización de visados o asumir las consecuencias del incumplimiento del acuerdo de marzo de 2016.

Como en otras ocasiones, los documentos de la Comisión en relación con la liberalización de visados no van más allá de cuestiones técnicas que, según su Quinto Informe sobre la aplicación del Acuerdo UE-Turquía de marzo, no podrán ser resueltas fácilmente antes del segundo semestre, y tras la celebración de las elecciones alemanas. Una vez más, las instituciones comunitarias utilizan cuestiones técnicas con la intención de demorar los procesos y para evitar pronunciarse sobre cuestiones políticas de calado.

En el caso de Turquía, Bruselas tendrá que jugar mejor sus cartas que con los Balcanes Occidentales, puesto que su peso específico en términos territoriales, demográficos, comerciales y geopolíticos es mucho más importante que el serbio, el macedonio o el montenegrino. Durante las últimas semanas, se han hecho oír peticiones de suspensión de las negociaciones de adhesión. Sin embargo, lo que está buscándose de manera urgente, por parte de la Comisión, es una vía intermedia. Así, en las últimas fechas se intenta la actualización del acuerdo de Unión Aduanera firmado hace dos décadas entre ambos, para intentar llegar a algún tipo de asociación híbrida que no incluya la adhesión. En todo caso la cautela comunitaria será extremadamente necesaria. Las consecuencias de un órdago a la grande pueden pasarle una factura que podría dar la puntilla a la difícil situación por la que atraviesa la UE.