Este libro audaz y provocador ahonda en una perspectiva innovadora: la historia estadounidense encaja en el modelo de imperialismo atribuido solo a países como Francia y Gran Bretaña.

American Empire: A Global History

A.G. Hopkins

Princeton University Press, 2018

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Caricatura satírica de James Gillray que muestra al Primer Ministro británico William Pitt y al líder francés Napoleón Bonaparte repartiéndose el mundo. Rischgitz/Getty Images

Las grandes narraciones sobre el imperialismo están de moda desde que empezó este siglo. Las emprendieron los historiadores que, a finales del siglo pasado, se enfrentaron a la realidad de la hegemonía de Estados Unidos, y tuvieron el impulso de los numerosos estudios de historia económica llevados a cabo desde los 60 y la aparición de una generación de historiadores turcos, chinos e indios que pusieron en tela de juicio la visión eurocéntrica que era la norma hasta entonces. Además, el balance de final de milenio permitió que los historiadores restablecieran cierto equilibrio en la historia mundial, sobre todo para demostrar que la presencia cada vez mayor de India y China en el comercio global es una vuelta a la situación predominante hasta mediados del siglo XVIII. En otras palabras, los imperios occidentales en Asia, África y América Latina no se encontraron con unos nativos ignorantes, sino con maquinarias de Estado a menudo muy refinadas.

Entre 1783 y 1865, Gran Bretaña tuvo cada vez más peso en el joven Estados Unidos, en contra de lo que muchos piensan. La creación de lo que el autor llama la nación-Estado industrial estadounidense tras la Guerra de Secesión fue paralela a acontecimientos similares en Europa. Su ascenso fomentó las mismas influencias desestabilizadoras y encontró salida en el imperialismo mediante la adquisición de una serie de islas en el Caribe y el Pacífico. Lo que hizo EE UU en Cuba, Hawai y Filipinas no fue distinto de lo que estaban haciendo Francia y Gran Bretaña en África y Asia. Tampoco lo fueron las justificaciones ideológicas. “Desde el punto de vista de Londres, Estados Unidos tenía un imperio tangible y territorial. Pese a ello, la república norteamericana actuaba como si su pureza providencial estuviera intacta, sin la mancha de la conquista, ni dentro ni fuera de sus fronteras. Las autoridades británicas pensaban que esa era una contradicción especialmente irritante cuando EE UU decidía contribuir con comentarios poco útiles al hervidero del nacionalismo irlandés y el nacionalismo indio”.

El autor cree que la estrategia que arrebató las tierras a los indios norteamericanos en el siglo XIX y las políticas raciales que construyeron las relaciones con los negros forman parte de un modelo general de colonización occidental. Sitúa la lucha por la igualdad racial de los 50 y 60 y el lento reconocimiento de los derechos de los nativos norteamericanos a recuperar sus tierras en el movimiento global de descolonización que, en los primeros años sesenta, había terminado ya con los imperios de ultramar de Gran Bretaña, Francia, Bélgica y Holanda. De este modo, el libro ofrece una perspectiva nueva y valiosa sobre el hecho de que los imperios occidentales, incluido el de Estados Unidos, no fueron más que un episodio de la globalización general de la economía mundial que había comenzado a finales del siglo XV.

El autor afirma que “Hawai fue sobre todo un asentamiento colonial y Filipinas una colonia comercial. Puerto Rico y Cuba fueron híbridos; eran colonias de concesiones y colonias comerciales en diferentes grados”. A. G. Hopkins recuerda a sus lectores algo que suele pasar inadvertido, un dato de la época en la que EE UU era todavía parte de Gran Bretaña: “El comercio de ultramar e imperial, que generaba beneficios e ingresos, estaba íntimamente ligado a sus relaciones con el resto de Europa, que generaban pérdidas. El comercio financiaba la política europea; era necesario que ambas cosas prosperasen para proteger la independencia y la estabilidad política de Gran Bretaña y, de esa forma, la capacidad de Londres de obtener préstamos a largo plazo”.

El autor explica muy bien las consecuencias más dramáticas de las guerras de Napoleón, que trastocaron profundamente los Estados militares y fiscales de la Europa continental y ofrecieron una serie de nuevos principios que resonarían durante todo el siglo XIX. “Con su proclama de libertad, las guerras francesas desencadenaron una serie de convulsiones: la descolonización de los territorios de los Austria en el sur de Holanda y partes de Alemania, la ocupación de España y partes de Italia y el éxodo de la monarquía portuguesa a su refugio en Brasil. Al imponer autocracias y nuevos Estados imperiales, Napoleón contribuyó a que se formaran, en la práctica, nuevos movimientos anticoloniales”.

Para muchos lectores, este es un libro completamente innovador, que revela, quizá con más claridad que nunca, que la historia de Estados Unidos encaja en el modelo de imperialismo que hasta ahora se atribuía solo a Francia y Gran Bretaña. Es una obra estimulante y provocadora. En muchos sentidos, da la vuelta al mito del excepcionalismo de EE UU y explica por qué el mundo actual es tan inestable: 738 páginas y más de 150 páginas de notas y bibliografía no son para los pusilánimes, pero se trata de un tema muy vasto, de dimensión mundial. El libro de A. G. Hopkins formará parte del canon de libros sobre la historia estadounidense.