Después de casi tres años de guerra y unas 10.000 muertes, la intervención militar de Rusia define todos los aspectos de la vida política en Ucrania. Dividido por la guerra y castigado por la corrupción, el país se encamina hacia una situación cada vez más incierta. La admiración declarada de Trump hacia el presidente ruso Vladímir Putin asusta a Kiev, igual que los rumores de que quizá Estados Unidos decida anular las sanciones contra Rusia. La entrada en vigor del acuerdo de paz de Minsk, firmado en febrero de 2015, está estancada, lo cual permite que Moscú esté cada vez más cerca, en la práctica, de dos de sus objetivos en el país: la creación de unas entidades políticas permanentes que son prorrusas en el este de Ucrania y la normalización de la anexión de Crimea que desencadenó la guerra en 2014.

En toda Ucrania, la gente está cada vez más desilusionada con unos líderes que llegaron al poder gracias a las protestas del Maidán a principios de 2014, pero que hoy se parecen, cada vez más, a los oligarcas corruptos expulsados. El apoyo de Occidente al presidente Petro Poroshenko está disminuyendo, porque Kiev no quiere o no puede llevar a cabo la prometida reforma económica ni tampoco implantar unas medidas enérgicas contra la corrupción. Los problemas de Poroshenko pueden agravarse si en 2017 se celebran elecciones anticipadas al Parlamento, en las que los partidos prorrusos podrían ganar terreno.

Estados Unidos y la UE deben presionar más a Kiev para que haga las reformas y, al mismo tiempo, ejercer una diplomacia firme con Moscú, que incluya mantener las sanciones. Putin debe convencerse de que no puede haber normalidad en Europa mientras utilice diversas formas de guerra híbrida para mantener la agitación en Ucrania. Las tácticas de Rusia —el uso de la fuerza, los ciberataques, la propaganda y las presiones económicas— envían un mensaje escalofriante a toda la región.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia